Шкондини-Дуюновский Аристах Владиленович : другие произведения.

Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo)

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  Estados Unidos tiene un plan para apoderarse del universo. Mientras todos llegamos tarde, Nick Carter tiene un plan para derrotar a cualquiera. La contundencia del thriller sumada a la intriga de la novela de espías nos muestra una vez más la refinada literatura de Mario Levrero.
  
  
  
  
  
  Mario Levrero
  
  
  
  
  
  Nick Carter
  
  
  se divierte mientras el lector es asesinado
  
  y yo agonizo
  
  
  
  ePub r1.2
  
  Untipo 03.08.13
  
  
  
  
  
  Mario Levrero, 1975
  
  Editor digital: Untipo
  
  ePub base r1.0
  
  
  
  
  
  A Ricardito
  
  con alevosía
  
  M. L.
  
  
  
  
  
  EXORDIO
  
  
  
  
  
  NICK CARTER Y LOS APUROS DE UN LORD
  
  Agarrado de la soga, mis pies golpearon y rompieron el enorme vidrio de la puerta-ventana del bungalow de Lord Ponsonby; mi cuerpo atravesó esta puerta-ventana y fui a aterrizar blandamente, a las cinco en punto de la tarde, junto al sillón donde el Lord levantaba ceremoniosamente su taza de té.
  
  —¡Cristo! —vociferó, dando un salto. Y luego, al reconocerme—: ¿Es usted, Carter? ¿No tenía otra manera de…?
  
  Me dejé caer en el otro sillón. Mi taza de té estaba servida. Me sentí un poco ridículo. Lord Ponsonby volvió a sentarse; no había derramado una sola gota de su té. Tinker, mi ayudante, se movió inquieto en el interior del bolso de mano. Aflojé los cordones para que pudiera asomar la cabeza y respirar con mayor comodidad.
  
  —A veces no puedo contener mi exhibicionismo —expliqué al Lord, levantando yo también la taza para llevarla a mis labios—. Créame que lo siento.
  
  Hubo una pausa para saborear el té. Lo encontré excelente.
  
  —Vea, Carter —dijo luego el Lord—, iré derechamente al grano. Necesito sus servicios.
  
  Asentí. Por detrás del Lord, mi imagen satisfecha se reflejaba en un enorme y hermoso espejo que duplicaba el salón.
  
  —Lo sabía —comenté—. Este era otro motivo para entrar así en su casa, Lord. Quería demostrarle mi excelente estado físico, mi pujanza…
  
  —No era necesario.
  
  —Gracias.
  
  —Ahora, preste usted atención, por favor, Carter. No puedo darle mayores detalles, porque ignoro casi todo. Pero me consta que algo se va a producir, y muy pronto, en el Castillo. Como usted sabrá, el Castillo…
  
  Me distraje de los detalles. Sabía vagamente que una hija del Lord se había casado y habitaba con su marido un castillo; sabía que a ese castillo se invitaban a menudo personalidades… Pero comencé a preocuparme por mi imagen en el espejo: se había levantado del sillón y salía de la pieza. Traté de que el Lord no advirtiera mi preocupación, pero no podía menos que estar pendiente de lo que sucedía en el espejo. Por las dudas, hundí la cabeza de Tinker en el bolso y volví a apretar los cordones. Hay cosas que ni siquiera mi ayudante tiene por qué saber.
  
  —Ahora bien —proseguía el Lord—; me consta que algunos de los invitados han recibido ciertas amenazas… que algo está por desencadenarse allí…
  
  —Muy interesante —dije. Llevé la mano al bolsillo de la chaqueta y extraje mi cigarrera dorada, la que extendí abierta al Lord. Él negó con un ademán, y extrajo un puro del bolsillo superior del chaleco. Tenía que distraer al Lord por todos los medios: mi imagen había regresado al espejo, acompañada de la hija menor de Lord Ponsonby. Ambas imágenes estaban desnudas y se acariciaban impúdicamente. Mi imagen se había acercado todo lo posible a la superficie del espejo y exageraba sus obscenidades. Si el Lord se daba vuelta, yo estaba perdido. La hija del Lord era una niña; apenas diez u once años. Tenía cabellera rubia y larga, lacia, y mi imagen lamía unos pequeñísimos pechos puntiagudos al tiempo que las manos encerraban unas nalgas pequeñas pero perfectamente redondeadas.
  
  —Usted comprenderá que necesito más detalles, todos los detalles posibles —dije, mirando fijamente al Lord, mientras mi frente se cubría de gotitas de sudor. Noté que mi voz era demasiado aguda.
  
  —He preparado una lista con los nombres y las ocupaciones de los invitados —dijo, y me extendió un papel que había sacado del bolsillo inferior derecho del chaleco—. He señalado con una cruz aquellos de quienes tengo constancia que han recibido amenazas.
  
  Yo deslicé el papel dentro de la bolsa de Tinker. Ya imaginaba lo que haría: tiene la manía de doblar los papeles por la mitad, varias veces sucesivas, desde que se enteró de que no hay papel, por grande que sea, que pueda doblarse más de ocho veces sobre sí mismo. Él, sin embargo, había logrado doblar algunos hasta sesenta y cuatro veces. Ahora creía oírlo, dentro del bolso, doblando y doblando.
  
  —Además —dijo el Lord—, tengo listo este cheque para usted. Bastará para cubrir algunos gastos, independientemente del resultado de sus investigaciones.
  
  Apreté los dientes y traté de contener un gesto de horror. Mi imagen estaba devorando a la niña; había comenzado por el sexo, clavando los dientes, y arrancaba pedazos de carne. Mi imagen tenía una expresión diabólica con la boca llena de sangre y unos dientes espantosamente crecidos, mientras la niña sacudía la cabeza de un lado a otro, llena de placer.
  
  Lord Ponsonby me alcanzó un cheque por mil dólares, y de inmediato lo deslicé en el bolso de Tinker. Lo doblaría también, y sería imposible cobrarlo; pero yo ya no sabía lo que hacía.
  
  —Toc, toc, toc —sonó débilmente el golpeteo de unos dedos contra un vidrio. Antes de que el Lord lo advirtiera, antes de que tuviera tiempo de echar un vistazo hacia la procedencia del sonido, el espejo, donde mi imagen se masturbaba triunfalmente con un pie apoyado sobre el vientre de la niña, abierto, y ella agonizaba, me levanté de un salto y cubriéndome con el escudo que tomé de una armadura de adorno que había en el salón me arrojé contra el espejo y lo hice añicos.
  
  —¡Esto es demasiado! —gritó el Lord furioso, poniéndose de pie.
  
  —Alto —dije, con cierta calma—. No se apresure a juzgar. Recuerde que está ante el detective más grande del mundo. No haga preguntas. Acabo de salvar su vida.
  
  El Lord se puso pálido.
  
  —¿Salvar mi vida? —preguntó, asombrado.
  
  —Sí. Salvar su vida. Pero no tema; el ataque estaba dirigido contra mí. Tengo un asunto pendiente con Watson, el socio de los monstruos marinos.
  
  El Lord respiraba con dificultad.
  
  —Pero ese espejo…
  
  —¡Sht! Ni una palabra. —En un pequeño fragmento de espejo, vi la cara de mi imagen que me hacía una mueca de burla—. Ahora debo irme. No se preocupe. Deje todo en mis manos.
  
  —Espero que sepa lo que hace —comentó el Lord, con un suspiro, mientras yo enrollaba la cuerda en mi muñeca y tomaba el bolso con mi ayudante.
  
  —Ya tendrá noticias mías —dije, y dando un alarido me lancé nuevamente, con violencia, a través de la puerta-ventana.
  
  
  
  
  
  PRIMERA PARTE
  
  Nick Carter en la alta sociedad
  
  
  
  
  
  I
  
  
  NICK CARTER Y LA REUNIÓN DE LOS ARISTÓCRATAS
  
  Subí de ocho en ocho los escalones de madera que llevan a mi oficina de la calle Baker. En el segundo piso me crucé con un hombre que bajaba; sin duda un extranjero. Tenía desatados los cordones de los zapatos, mal hecho el nudo de la corbata y cierto desorden en los cabellos. Realicé una serie de deducciones obvias (las deducciones forman parte de mi oficio; a veces, como en este caso, las hago mecánicamente). Saludé al pasar a Virginia, mi secretaria, quien se arreglaba el pelo en la antesala, detrás de su pequeño escritorio, y ya en mi despacho, dejé en el suelo el bolso de Tinker y le aflojé un poco los cordones. Sobre mi escritorio se había acumulado un montón de correspondencia. Me llamó la atención un paquete pequeño, envuelto en papel de estraza, que había venido por correo; no llevaba remitente. Lo dejé para más tarde; nosotros los detectives famosos tenemos infinidad de enemigos, y ese paquetito podía ser una trampa mortífera. Algo que explotara al contacto con el aire, por ejemplo. Ya se lo haría abrir a Tinker. Por el momento me dediqué a la correspondencia. Nada demasiado interesante: una invitación para una fiesta, otra invitación para otra fiesta; varias cuentas que no pensaba pagar, una docena de amenazas de muerte, de distintos enemigos, algunos verdaderos, pero en su mayoría gente histérica que se descarga mediante anónimos; y otra carta, la más importante, proveniente de un país latinoamericano cuya exacta ubicación en el mapa me es imposible recordar; se trataba de un escritor desconocido, solicitando que le permitiera utilizar mi nombre para una serie de novelas policíacas que pensaba escribir. Pulsé el timbre del intercomunicador.
  
  —¿Yes? —se oyó la voz de mi secretaria.
  
  —Grey Hound talking. Grey Hound talking. Cambio.
  
  —¡Oh, Nick! Déjese de tonterías. No hay nadie en la antesala. ¿Qué quiere?
  
  —Venga con el block de notas. Tengo una carta para dictar.
  
  —O.K.
  
  Al instante se abrió la puerta del despacho y entró Virginia. Tiene un cuerpo menudo y agradable. Es una secretaria excelente, y cuenta además con la inapreciable virtud de ser terriblemente ninfómana. La miré con simpatía.
  
  —A fin de mes recuérdame que te aumente el sueldo —dije.
  
  —Hace seis meses que no me paga —respondió.
  
  —Ah, mi querida Virginia —sonreí, con aire complacido, echándome hacia atrás en el asiento—. Todo va a cambiar. Tengo un asunto extremadamente jugoso entre manos. Dentro de poco, verás cómo esta triste oficina se cubre de dinero… Mientras tanto —agregué, estirando la mano—, ¿cuánto te dejó el tipo ese?
  
  —Oh —suspiró Virginia, metiendo la mano en la liga—. Tenía que cruzarse con él… Bueno, no tuve tiempo de contarlo. —Fue poniendo los billetes y monedas sobre el escritorio—. Dos libras esterlinas, catorce dólares, siete francos suizos, un doblón antiguo…
  
  —Perfectamente —dije, tomando el dinero—. Ten este dólar para cigarrillos. Ahora te voy a dictar. “Estimado señor…”
  
  —Un momento, Nick. ¿No podrías dedicarme apenas unos minutos? —tiró de uno de los hombros de su vestido enterizo y se lo quitó limpiamente, con suma habilidad.
  
  No usaba, por lo general, ropa interior.
  
  —¡No! —grité—. ¡Ahora no! Tengo mucho que hacer, hay mucho trabajo acumulado… ¡No, no! —Me levanté del sillón y empecé a correr alrededor del escritorio, perseguido por la ninfómana.
  
  —Un minuto, sólo un minuto… —murmuraba ella. Sé que cuando le ataca es inútil resistir. Volví a hundir a Tinker en el bolso, y me senté en el sofá.
  
  —Está bien —dije, recostando la cabeza.
  
  —A veces —murmuré mientras me afeitaba en el pequeño cuarto de baño junto al despacho— no sucede nada durante meses enteros; y de pronto, sin previo aviso, se descuelgan todos juntos importantísimos acontecimientos, y el tiempo no alcanza, no alcanza… en absoluto… ¡Demonios! —exclamé. La imagen en el espejo no correspondía exactamente a mi cara. En seguida comprendí—. ¡Maldito! ¡Me vas a hacer cortar con tus trucos! —Mi imagen en el espejo había retirado su cara y la había sustituido por sus obscenas asentaderas. Luego reapareció la cara sonriente—. ¡No! —le grité—. ¡Yo no me río, imbécil! —Se puso serio nuevamente, y siguió imitándome hasta que terminé de afeitarme.
  
  Antes de salir dejé mis instrucciones a Tinker, acerca de la vigilancia del mar y, muy especialmente, acerca del paquetito misterioso.
  
  —Después que yo salga —dije— cuenta lentamente hasta cien, y lo abres. El contenido lo dejas sobre el escritorio, con los cuidados del caso. Y no vayas a tocar nada.
  
  Me puse el sombrero y salí.
  
  Uno de los asuntos pendientes se refería a Watson. Un grupo de gente que no tenía conciencia del peligro se había reunido en la costa, donde se denunciara la aparición fugaz de un monstruo marino. Pero el monstruo marino nada significaba sin su socio, Watson, quien era la encarnación de la perversidad. Me fue presentado en una reunión cuando yo aún desconocía sus extrañas conexiones con el mar, y de inmediato sentí un profundo rechazo. Este rechazo se acentuaba notablemente con la atracción que, al mismo tiempo, me producían ciertas maniobras suyas. Llevaba, por ejemplo, bajo el brazo derecho, una nutrida cantidad de ejemplares de literatura pornográfica. Entre la selectísima concurrencia a la reunión se había creado un tenso ambiente, a causa de estos volúmenes. En realidad, no existía más que la sospecha de la índole del material, que Watson mantenía alejado de nuestra vista; era su cara, y sus maneras perversas, lo que nos inducía fuertemente a pensar en pornografía. ¿Qué otra cosa podía llevar un hombre así debajo del brazo?
  
  En determinado momento deslizó un ejemplar a mi lado, sobre el sofá, y se alejó unos pasos. Esperaba sorprenderme hojeándolo. Era un pequeño libro de tapas totalmente en blanco. Este hecho excitaba notablemente mi imaginación. Levanté la vista y vi que Lady Dunsay me observaba, y que observaba alternativamente el librito. Nuestras miradas se encontraron, y por unos instantes el ajado rostro de esa mujer recobró su juventud y una especialísima atracción erótica. Paseó lentamente la punta de la lengua por sus labios carnosos. Watson estaba aún de espaldas a mí, calculando el momento preciso para darse vuelta y dejarme en evidencia. A pesar de todo le hice una seña a Lady Dunsay, algo que quería significar una cita para más tarde. Ella bajó brevemente los párpados en señal de asentimiento. Pero a mí me interesaba el librito, y quería apoderarme de él sin que nadie se diera cuenta.
  
  Cuando apareció el monstruo marino, de cuerpo barroso y muy largo y con una enorme cara humana muy fea, y la gente de la costa huyó, Tinker, apostado desde hacía unos días en un lugar estratégico, vio cómo Watson se acercaba al monstruo y se producía un diálogo. Entonces Tinker me llamó por medio de la señal convenida y rastreamos las huellas de Watson y logramos acorralarlo en un cubículo en el tercer piso de una casa de apartamentos. Watson empujaba la puerta tratando de salir. Tenía mucha fuerza. Tinker y yo empujábamos hacia adentro, tratando de que no se escapara. Pero necesitábamos refuerzos.
  
  El problema fundamental era la falta de pruebas. Para conseguirlas, dejé a Tinker al cuidado de la puerta y volví a la reunión. Las fuerzas de Tinker no darían para mucho tiempo y, sin embargo, yo no podía apurar las cosas. Me senté en el sofá, junto al librito de tapas blancas. Lady Dunsay había desaparecido. Ahora varias damas me observaban discretamente a través de los espejos de sus polveras, mientras conversaban con otros caballeros.
  
  En principio traté de atraer la atención y para ello recurrí a algunos trucos: la hamaca que se hace con piolines, y que nunca me salió bien. (Tampoco tuve suerte en esta oportunidad, y terminé por quedar penosamente enredado en los piolines, debiendo acudir una dama en mi socorro para liberar mis manos.) Luego hice algunas suertes afortunadas con los naipes, pero el interés decaía. Resolví estimularlo contando una historia. El librito blanco continuaba a mi lado, y debo reconocer que tenía que hacer grandes esfuerzos para concentrarme en mis propias palabras y, más aún, para quitar de él la atención de los presentes.
  
  —Ya que me preguntan —comencé diciendo—, el caso más notable de toda mi carrera ha sido sin duda alguna la extraña muerte de Sir Richard Overlocker, ocurrida en las más extrañas circunstancias.
  
  Los concurrentes comenzaron a interesarse en mi relato. Algunos incluso acercaron las sillas pero, sin querer demostrar totalmente su interés, fingían mirar hacia otra parte.
  
  En efecto: la muerte de Sir Richard había estado sumida en un misterio impenetrable. Era la clásica muerte en un Cuarto Cerrado, al cual nadie había tenido acceso. Y el médico había dictaminado “muerte natural”, por una falla cardíaca congénita. Había podido creerse en este dictamen, de no mediar un hecho asombroso: Sir Richard había recibido una carta amenazándolo de muerte. Y era su esposa quien había solicitado mis servicios para aclarar el enigma.
  
  —Yo había conocido a esta mujer en un baile de máscaras… —pero recordé a Tinker empujando la puerta del cubículo y decidí resumir la historia—: El asesino era el mayordomo —dije abruptamente, y se oyeron unos “oh” de desencanto por el rápido desenlace. Ya había logrado captar la atención, y debía aprovecharlo—. Ahora, tengo que solicitar vuestra colaboración para aclarar un nuevo caso…
  
  —¡Un momento! —se alzó la voz indignada de una dama, en quien creí reconocer a la Marquesa of Delaware—. ¡No nos ha explicado cómo se cometió el crimen!
  
  —Más tarde —respondí, con calma—. Juro que más tarde daré todas las explicaciones. Pero el tiempo apremia.
  
  La dama en cuestión trató de insistir, por lo cual me vi obligado a ponerme de pie y elevar el volumen de mi voz.
  
  —Todos ustedes han visto —continué— este librito de tapas blancas que ha sido colocado sobre el sofá. Nadie —y aquí dejé escapar una risita irónica—, nadie ignora su repugnante contenido. Nadie, tampoco, ha dejado de apreciar quién lo ha colocado allí. Esto tiene mucha importancia, porque la persona que lo ha colocado allí es el ser más perverso y repugnante, es el criminal más espantoso que jamás haya existido. Se ha asociado con los monstruos marinos para sembrar el terror y el crimen a nuestro alrededor. Y este ser detestable ha sido atrapado por mí, Nick Carter, y en este momento está siendo custodiado por mi valiente ayudante Tinker. Damas y caballeros, cuento con vuestra ayuda. Necesito pruebas para encarcelar de por vida al criminal, y necesito la ayuda física de los caballeros para impedir que huya.
  
  Hubo algunos aplausos. Me aclaré la garganta y proseguí.
  
  —He aquí, sobre el sofá, una muestra palpable de la perversidad de este hombre. Un librito de tapas blancas. ¿Quién osa imaginar el contenido de este libro, que no se atreve a presentar un título, ni una ilustración? ¿Qué clase de material, si no el más terrible y repugnante, puede contener? Imaginen ustedes las escenas más escabrosas y su imaginación quedará corta. Allí está contenida sin duda toda la perversión del mundo, cosas que por supuesto las damas aquí presentes no podrían ni siquiera presumir, y que incluso los caballeros contemplarían con un gesto de horror.
  
  Mi discurso tuvo su efecto. Una de las damas había retrocedido a un rincón donde sólo yo podía verla, y allí se mordía los labios hasta hacerlos sangrar, mientras se frotaba los pechos con las manos por encima del vaporoso vestido de seda, y, con el cuerpo un tanto retorcido, se balanceaba ligeramente sobre sus piernas muy apretadas. Las otras damas y los caballeros tenían actitudes más disimuladas pero del mismo tenor.
  
  Levanté la vista y vi a Lady Dunsay, en el tope de la escalera, haciéndome señas de impaciencia. Me indicaba con los ojos que tomara el librito de tapas blancas y subiera a sus habitaciones. Uno de los caballeros sorprendió los gestos e intentó adelantarse.
  
  —Veamos por fin el famoso librito —dijo, y dio un paso hacia el sofá.
  
  —¡Alto! —grité. Mi advertencia no hizo más que acelerar su paso, y en un instante todos los concurrentes hacían lo mismo. Extraje el revólver—. ¡Nadie se mueva! —volví a gritar, y empecé a disparar un tiro tras otro sin orden ni concierto. Alguien apagó las luces y el desorden se generalizó. Yo me lancé hacia el sofá, pero no hallé el librito sino varios cuerpos y varias manos que buscaban afanosamente. Me deslicé a tientas hacia la escalera y comencé a subir; a tientas hallé la habitación de Lady Dunsay. Ella estaba en la cama, y había una vela encendida sobre su mesa de luz. En las manos de Lady estaba el librito de tapas blancas.
  
  —No hay que dejar escapar a Watson —dijo con un hilo de voz, y se aferró a las solapas de mi smoking y me atrajo hacia ella—. Es demasiado perverso, demasiado perverso.
  
  Me besaba en la boca con ansiedad. Yo traté de liberarme, pensando en Tinker, seguramente en el límite de sus fuerzas, pero no pude menos que ceder a la tentación y me dejé estar en los brazos de Lady. Fueron vanas las advertencias de mi madre, y vano el amoroso cuidado con que férreamente me había mantenido apartado de las mujeres y de sus engañosos encantos durante mis primeros cuarenta años.
  
  Pronto quedé profundamente dormido, y me despertó no sé cuánto tiempo después una lengua espesa que me lamía la cara. Estaba en la costa, y el monstruo marino de fea cara humana era quien me lamía.
  
  —¡Watson! —grité—. ¡Tinker!
  
  Eché a correr, y el monstruo marino me seguía mansamente. Era noche cerrada. Me costó dar con el apartamento donde habíamos encerrado a Watson; cuando finalmente lo hice, logré dejar atrás al monstruo marino porque la forma de su cuerpo no le permitía subir escaleras. En el tercer piso, Tinker seguía empujando la puerta. Pero pronto descubrí que Watson había huido, practicando un orificio en el muro.
  
  En el cubículo sólo había algunas escobas, un trapo de piso y un terrible olor a podrido.
  
  —Ya puedes dormir —le dije a Tinker, quien se ovilló para que lo metiera en el bolso.
  
  Al llegar a la calle, el monstruo marino no estaba a la vista; y desde la distancia me llegó una risotada burlona que atribuí a Watson.
  
  —¡Ya nos volveremos a encontrar! —grité, furioso, agitando un puño en el aire.
  
  
  
  
  
  II
  
  
  NICK CARTER Y LA MUÑECA INFLABLE
  
  Me propongo ubicar exactamente el lugar donde se esconde Watson. Tengo que finalizar de una vez por todas con esta historia para poder atender el pedido de Lord Ponsonby. Mi método consiste en una mezcla de deducción e intuición. Extiendo sobre mi escritorio un plano de la ciudad, y con un lápiz voy marcando distintos sectores emocionales. Luego, mediante la aplicación de la fórmula de la entropía, puedo eliminar algunos de los sectores por razones de información insuficiente. En el plano se va formando un dibujo, y aparece una zona claramente delimitada. Otros detectives, que cuentan con computadoras, carecen sin embargo de sentido estético y su trabajo resulta siempre más lento y menos eficaz. Mis detractores opinan que utilizo más la inteligencia que la perseverancia, y creen ver en ello un grave defecto.
  
  Una vez aislado un sector único, lo fotografío y hago una ampliación gigantesca. Se trata de un grupo de manzanas próximo a la costa. Ya es muy poco lo que puedo hacer, salvo tachar los nombres de algunas calles, con los cuales no puedo establecer ninguna asociación mental simpática, y destacar otros con lápiz rojo. De acuerdo con este dibujo, y volviendo a aplicar ahora la fórmula de la entropía, consigo aislar tres direcciones posibles. Ahora viene un trabajo práctico, de rutina. Es un trabajo para Tinker.
  
  A veces me cuesta mucho despertarlo. Duerme en la piecita que hay a la derecha de mi despacho, próxima a la sala de operaciones, en un camastro de madera con hojas de pino secas a manera de colchón. Duerme muy apretado y envuelto sobre sí mismo. Tiene todos los músculos agarrotados y rechina los dientes cuando duerme. En ocasiones es atacado por pesadillas sensacionales, y he logrado resolver más de un caso difícil analizando estas pesadillas por medio de las claves freudianas.
  
  —Tinker —lo sacudo con violencia—. Eh, Tinker.
  
  No hay respuesta. Tinker está duro, rígido, ovillado. No tengo más remedio que armarme de una enorme paciencia y comenzar a estirar sus músculos uno por uno. Lo doy vuelta, buscándole las manos. Unos dedos largos y finos asoman apenas por debajo de un brazo; agarro estos dedos y tiro de ellos, luego froto suavemente. Noto que la mano se afloja. Busco la otra mano. Tengo que hacer girar de nuevo el cuerpo de Tinker, pero es inútil: esta mano no aparece. Entonces, debo estirar y frotar los dedos de los pies, los pies, los músculos de las piernas. Me lleva un tiempo espantosamente largo.
  
  —Tinker —digo, de tanto en tanto—. Eh, Tinker.
  
  Por fin consigo ablandarle los músculos de las piernas, y al quedar su cuerpo desenredado compruebo con horror que su otra mano estaba amasando los cabellos rubios de la cabeza de la ¡¡¡¡¡IMAGEN ESPECULAR DE LA HIJA MENOR DE LORD PONSONBY!!!!! Naturalmente, faltaba el resto del cuerpo. Y el sexo de Tinker estaba metido adentro de la boquita sin dientes, con labios pintados en forma de corazón.
  
  —¡Oh, no! —grito—. ¡Oh, no!
  
  Me desespera que también Tinker haya entrado en mis problemas con los espejos, y de una manera aún más completa que la mía. Había logrado arrancar de los fragmentos del espejo de Lord Ponsonby esta imagen de la cabeza de la niña, asesinada por mi imagen (y volví a horrorizarme ante el recuerdo, y sobre todo al comprobar que le había roto todos los dientes, tal vez a puntapiés), y traerla a este lado del espejo, cosa que yo jamás había osado intentar.
  
  Pero es un producto de los sueños de Tinker. Cuando abre los ojos, la imagen se disipa lentamente. Está como hipnotizado; tiene los ojos abiertos y no ve.
  
  —Eh, Tinker —le digo, suavemente—. Despierta, Tinker, despierta.
  
  Finalmente lo consigo. Mientras prepara café para ambos, y toma su dosis primera de aspirina (ácido acetilsalicílico, 500 miligramos), le doy las instrucciones correspondientes. Luego lo disfrazo de mensajero, y sale a investigar las tres direcciones posibles de Watson, llevando falsos telegramas. Yo debo esperar la señal convenida. Me asomo a la ventana, con impaciencia. Aún las sombras se ciernen sobre la ciudad; sería bueno golpear a Watson en esta hora apacible.
  
  Tratando de contener la impaciencia, me pongo a revisar el bolso de mano donde usualmente transporto a mi ayudante. Está lleno, entre otras cosas, de papeles doblados; cuento los dobleces de algunos, lo que siempre me asombra. Veo que ahora ha llegado al número de 128 dobleces, y sin forzar para nada el papel. Yo intento vencer, nuevamente, esa ley absurda, y vuelvo a tomar una vez más un papel de mi escritorio y doblarlo escrupulosamente una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… Ya el séptimo doblez es dificultoso, y el octavo produce irregularidades técnicas en el papel, cosa que no se observa jamás en los trabajos de Tinker, de irreprochable prolijidad.
  
  Descubro que uno de estos papeles doblados es nada menos que una carta dirigida a mí. “Maldito Tinker” —mascullo mientras abro el sobre con la plegadera de plata. Es una carta de mi abuelo fechada en 1928. Me invita a pasar una temporada en su cabaña, cerca de los lagos, y a investigar el misterio del volcán tumbado. Han pasado muchos años. Mi abuelo ha muerto hace tiempo. Pero en homenaje a su memoria juro que, una vez finalizada la investigación en el Castillo, iré a Escocia a estudiar el problema del volcán.
  
  Con los primeros acordes del “Vals del Emperador”, Nick Carter aparece en lo alto de la escalinata de mármol. Se mueve levemente al ritmo del vals. Viste un impresionante traje de gala, del cual se va despojando mientras baja los escalones. Debajo lleva un traje negro de gimnasta, ajustado al cuerpo. La concurrencia ha quedado muda; todos los ojos están fijos en él. Sus movimientos son perfectos y van cobrando mayor vivacidad. Le abren paso y se forma un círculo a su alrededor, en el inmenso salón, bajo un techo repleto de arañas de cristal de Murano. Nick danza ahora vertiginosamente bajo las luces. Lady Dunsay, una anciana transformada en una joven de quince años por arte del maquillaje, se aproxima también danzando al centro del salón. La orquesta, disimulada detrás de unos cortinados, cambia de vals en forma casi imperceptible: ahora Nick Carter y Lady Dunsay bailan juntos, maravillosamente, “Voces de Primavera”. El resto de la concurrencia se contagia; tímidamente al principio, luego en forma masiva, se crean cientos de parejas que giran y giran en torno a la pareja principal. Las luces se van apagando; sólo quedan encendidos los candelabros y un foco que destaca a Nick y Lady. Nick se desprende brevemente de su pareja para dar grandes y armoniosos saltos en la pista.
  
  Alguien sopla en un micrófono, como probando. Esta impresión se confirma luego con unos golpecitos suaves, dados probablemente con la punta del índice. Nick se pone tenso. En efecto: de inmediato se oye la voz de Watson, el socio de los monstruos marinos:
  
  —¡El extranjero de negro es el culpable! ¡Todos a él! ¡Que no escape!
  
  La multitud sólo duda un instante, pero este instante es suficiente para que Nick Carter, aprovechando uno de sus saltos armoniosos y gigantescos, se lance hacia una de las arañas, y de allí a otra, y a otra más, hasta alcanzar el balcón abierto. Se desliza suavemente hacia el jardín y se pierde en la noche, entre los ladridos de los mastines y algunos disparos de los guardias.
  
  Nick Carter entra sigilosamente en su despacho en penumbras. Una pequeña lámpara arroja un estrecho círculo de luz blanca sobre el escritorio. Allí puede ver un bulto informe, entre sospechoso y repulsivo; a su lado, el papel de estraza y un pequeño envase de cartón, abierto sin duda por Tinker. Según reza el envase, contenía una muñeca inflable, tamaño natural. Nick sonrió: indudablemente, el regalo de uno de sus múltiples admiradores secretos. Y volvió a sonreír, pensando en la escasa capacidad torácica de su ayudante. El reducido tamaño de los pulmones y el asma le habían impedido inflar totalmente la muñeca. Luego frunció las cejas con enojo: le había recomendado no tocar nada.
  
  Se aproxima la hora del programa televisivo de LAS AVENTURAS DE NICK CARTER. Enciendo el televisor colocado frente al sofá, comprado especialmente para seguir paso a paso esta serial maravillosa. La pantalla se ilumina y muestra que aún no ha concluido el programa anterior, algo sobre detestables peleas de box. Bajo el volumen pero dejo el televisor encendido.
  
  Nick toma entre sus manos el objeto informe que hay sobre el escritorio y busca; por fin encuentra la válvula. La lleva a los labios y sopla lentamente. La muñeca se va inflando. Representa a una hermosa mujer, de cuerpo exuberante y cabellera rubia natural. Terminado el trabajo, cierra la válvula —que resultó estar situada bajo la axila izquierda— y contempla admirado el objeto: es una imitación perfecta. La piel de plástico es suave al tacto, como la de una verdadera mujer; los cabellos rubios y largos exhalan un suave perfume de violetas, y el pubis, que las piernas entreabiertas dejan al descubierto, muestra unos vellos negros, rizados, que también parecen naturales, y un sexo también entreabierto ligeramente. Nick no puede evitar acariciarlo con su mano, y nota una humedad especial, producida sin duda por un algún lubricante sintético. También acaricia los enormes pechos mientras estudia el rostro, que se parece vagamente a alguien conocido: tal vez una actriz de cine. La sonrisa es tentadora y desafiante. Nick Carter, con alguna idea en su mente, comienza a desvestirse. En la pantalla de televisión se observan algunos slides publicitarios. Se sienta en el sofá, acariciando a la muñeca.
  
  Nick Carter no sabe que está por caer en una trampa mortal. ¡Nick Carter! ¡Tu vanidad te ciega! ¿Cómo puedes pensar en el regalo de un admirador secreto? Tú no tienes admiradores, Nick Carter. ¿Cómo no te das cuenta de lo burdo de la trampa? No; Nick Carter no se da cuenta. Con sueño y cansancio, excitado por la intensidad de los acontecimientos de esta noche interminable, cae fácilmente en cualquier engaño. Ahora se dispone a…
  
  —¡Carter!
  
  Se ha abierto violentamente la puerta del despacho y Nick se pone en pie de un salto, buscando afanosamente su revólver en el bolsillo del pantalón; pero la mano roza su pierna desnuda. En la pantalla del televisor, aparece la imagen de un Nick Carter muy joven y sonriente; y luego se suceden los títulos: “LAS AVENTURAS DE NICK CARTER”. “ESCRITAS y DIRIGIDAS POR NICK CARTER”. “PRIMER ACTOR: NICK CARTER”. “El episodio de hoy: LA ZONA SINIESTRA DE PARÍS”. Los títulos son proyectados sobre un fondo mal iluminado de callejones tortuosos; se ve una figura, sin duda el protagonista, con las solapas levantadas de un impermeable oscuro, recorriendo pausadamente los callejones. El bajo volumen del aparato permite sin embargo oír la música de fondo: una música pomposa y tensa. Luego viene un corte publicitario, donde el propio Nick Carter, con una sonrisa comercial, hace una entusiasta promoción de ciertos productos porcinos.
  
  —¡Carter! —repite la voz, y Nick suspira aliviado al comprobar que se trata de la Marquesa of Delaware—. ¡Qué suerte que lo encuentro! —y al reparar en la desnudez del detective, se arregla el pelo y dulcifica el tono—. ¿Me estabas esperando? —pregunta. Cierra la puerta y da unos pasos en el despacho. Nick comienza a desvestirla desganadamente, echando por encima del hombro de la Marquesa miradas que alternan entre la muñeca y el televisor.
  
  —¡No, no! —dice ella, aunque no intenta detenerlo—. Lo buscaba desesperadamente porque necesito saber el fin de la historia de Sir Richard Overlocker. No podré dormir mientras no lo sepa.
  
  (Hay una breve discusión entre la Marquesa y el detective; finalmente llegan a un acuerdo.)
  
  —Está bien —dice Nick, sentándose en su sillón, mientras la Marquesa se desliza debajo del escritorio—. ¡Pero quítese la dentadura postiza, por Dios! No sería la primera vez…
  
  Su vista vuelve a clavarse en la muñeca inflable, quien le produce mayor interés que la vieja Marquesa. A Nick no lo atrae realmente esta mujer; casi se ha enamorado de la muñeca rubia. “Si pudiera escribir a máquina —piensa—. Si tan sólo fuera capaz de escribir a máquina. Es mil veces más atractiva que Virginia, y no tendría que pagarle los sueldos atrasados” —piensa.
  
  —¿Y bien? —pregunta Nick.
  
  —Primero tú —se oye la voz, desde el escritorio.
  
  —Bien. El asunto es muy sencillo… —empieza Carter, pero de pronto se interrumpe; en el televisor, cuya pantalla logra ver un poco de costado, ha concluido el corte publicitario y comienza la acción.
  
  
  
  
  
  III
  
  
  NICK CARTER EN LA ZONA SINIESTRA DE PARÍS
  
  La Zona Siniestra de París es un lugar que, en realidad, no tiene nombre; así es como yo la llamo, simplemente. Es un lugar de terror puro, donde en muy raras ocasiones ocurren hechos reales. Me gusta moverme por ella, ya sea en estado de vigilia o en sueños, aunque a veces la dosis de terror es demasiado alta y me resulta insoportable. Las autoridades de París han colocado grandes carteles sobre las distintas vías de acceso a la Zona, dirigidos especialmente a los extranjeros, por cuya seguridad no se hacen responsables dentro de esos límites. Estos son los carteles que se ven ahora en la gris pantalla del televisor. Virginia, quien aparece casi como una niña, con su pollera corta y un enorme moño en el pelo, muestra en un primer plano sus grandes ojos inocentes, muy abiertos por el miedo que le producen los carteles. Se protege apretando su cuerpo contra el de Nick Carter, un Nick Carter juvenil enfundado en un traje de solapas enormes y llevando un sombrero liviano de alas blandas. Los afeites televisivos del detective no le impiden desplegar una amplia sonrisa de confianza en sí mismo, tal vez un poco rígida.
  
  No hay luces artificiales ni es una noche de luna; sin embargo, la oscuridad no es total. En los estudios de televisión han logrado reproducir muy bien esta semipenumbra misteriosa en que transcurren todos mis sueños y la mayor parte de mis vigilias. Los objetos pueden apreciarse con cierta nitidez; al menos, algunos de ellos, o sus contornos. En esta zona, la edificación se va deteriorando muy rápidamente; hay balcones a los cuales faltan grandes trozos, y se ven otros a punto de caer. El suelo está lleno de escombros. No hay gente a la vista, y el silencio aumenta a medida que Nick Carter y Virginia se internan en la Zona Siniestra de París.
  
  De un edificio en demolición, o en construcción, salió un silbido agudo, que fue contestado por otro silbido a la distancia.
  
  —No temas —susurra Nick a Virginia, para darle confianza; pero su ceño está fruncido, y se calcula que algo va a suceder.
  
  Bajan de la vereda y comienzan a caminar por el centro de la calle, en silencio.
  
  Allí se respira violencia. Violencia oculta, contenida; violencia que en cualquier momento puede desencadenarse contra nosotros, bajo cualquier forma; y se siente que cuanto más tiempo tarde en estallar, con tanta mayor fuerza lo hará cuando llegue el momento. Virginia es recorrida en todo su cuerpo menudo por un ligero temblor constante. Nick Carter le pasa un brazo por encima de los hombros, en ademán protector, mientras siguen avanzando. Más allá se ve un parque, o más bien una plaza enorme y oscura con árboles y matorrales. A los costados de la pareja, de tanto en tanto, caen cascotes o trozos de mampostería que se destrozan silenciosamente o con un ruido muy apagado al tocar el suelo.
  
  El silbido se repite, ahora más cercano; tan próximo que Nick Carter gira la cabeza como esperando ver a alguien. Pero todo está desierto. Luego el silbido es contestado por otro, a la distancia, tal vez más allá de la plaza; y luego un tercer silbido, sobre la izquierda, formando aparentemente los tres vértices de un triángulo equilátero. Nick Carter toma de pronto a Virginia de la mano y corren, el detective casi arrastrando a la muchacha; llegan a la plaza y se ocultan tras los matorrales de una pequeña loma.
  
  Hay un nuevo corte publicitario.
  
  —Debí descartar —dice Nick, hablando hacia abajo, en dirección a la Marquesa—, en primer término, cualquier forma ingeniosa de asesinato por medio de los venenos. Descartados los venenos —y aquí Nick siente la cosquilla de unos labios y tiene cierta dificultad para continuar la coherencia de su discurso—, y si hubiera habido otra forma de muerte, por ejemplo algo infeccioso, podría inferirse alguna acción directa o indirecta sobre la víctima; recuerdo el caso de quien ha sido envenenado con esporas de carbunclo incluidas en la goma… en la goma… en la goma de un sobre de carta. Resumiendo: decidí aceptar que la muerte de Sir Richard había ocurrido tal como dijo el médico, por una enfermedad cardíaca de nacimiento. En tal caso, y como se había recibido una amenaza de muerte, es decir, que había realmente un asesino, la conclusión era lógica: el asesino…
  
  Vuelve a abrirse violentamente la puerta del despacho.
  
  En el vano se ve la figura del Marqués of Delaware, quien tiene un revólver en su mano derecha.
  
  —¡Carter! —grita—. ¿Dónde está mi mujer?
  
  La Marquesa, aterrada, tiene un sobresalto y se golpea levemente contra la tapa del escritorio; Nick, a su vez, le golpea la cabeza con una rodilla, indicándole que no se detenga.
  
  “Precisamente ahora…” —murmura Nick para sus adentros.
  
  —¡Ea! —insiste, colérico, el Marqués, dando unos pasos en la habitación.
  
  —En primer lugar, estimado señor, debo decirle que es de pésima educación entrar en una oficina sin hacerse anunciar, y más aún con esa terrible arma en la mano. En segundo lugar, yo podría ocuparme muy bien de su caso, pero necesito todos los detalles. ¿Cuándo ha visto a su mujer por última vez?
  
  —Mi mujer —dice el Marqués, bullendo de rabia— desapareció de la reunión y estoy seguro de que ha salido a buscarlo a usted. Ella es muy aficionada a los enigmas, y estoy seguro de que usted dejó sin concluir la historia esa a propósito, para atraerla a este maldito cubil…
  
  —… aficionada a los enigmas —repite Carter, tomando notas en su libreta— … maldito cubil… Bien —agrega, dejando el block, y su voz adquiere unos extraños matices, entre agudos y dulzones—. Usted necesita una pequeña psicoterapia, mi estimado amigo. Es evidente que sus celos provienen de un complejo de inferioridad, probablemente por hechos acaecidos durante su primera infancia. Tal vez una madre dominante… No sé; si usted averigua con mi secretaria, ella le dará hora para la primera consulta. Por otra parte, mis servicios como detective podrán ayudarlo a encontrar a su esposa. Sin embargo, el problema está centrado claramente en su superyó, que inhibe su capacidad afectiva… su capacidad… afectiva…
  
  (Nadie advierte, ahora, que la acción continúa en la pantalla de televisión. Nick y Virginia, tras unos matorrales en lo alto de una pequeña loma de la plaza oscura, divisan un automóvil que se acerca lentamente por la calle que habían abandonado corriendo; un coche negro, antiguo, cuyos ocupantes quedan ocultos en la oscuridad. Al llegar a un cruce el conductor parece titubear sobre el camino a seguir; por fin elige meterse por uno de los anchos senderos de la plaza, aunque están destinados únicamente a peatones. Prosigue su recorrida, como buscando a la pareja, con ese ritmo insoportablemente lento, a través de los senderos circulares, y la música de fondo es sorda y tensa. Por fin el coche se detiene, para dar una media vuelta y volver por donde había venido; primer plano de Nick y Virginia, atentos; el detective con una cara inexpresiva que parece una máscara de yeso; la muchacha con la boca abierta, como a punto de gritar, los ojos enormes —con negras ojeras pintadas todo alrededor— abiertos también, casi desorbitados. Fue entonces cuando apareció el otro automóvil, lanzado vertiginosamente por los senderos, con toda su potencia; a pocos metros del primer coche que intentaba dar la vuelta, se abrió la portezuela del segundo coche y un hombre se lanzó fuera, corrió unos metros y fue a detenerse junto a un árbol, a contemplar cómo su coche se estrellaba contra el otro, le pegaba justo en el medio, cuando estaba virando, y el cuerpo del conductor atravesaba el parabrisas y quedaba allí, muerto, con la mitad del cuerpo sobre la tapa del motor. Luego un estallido, y las llamas envolvieron a los dos automóviles. Nick Carter tapa la boca de Virginia, y ella le muerde los dedos. El otro hombre abandona su lugar junto al árbol y vuelve por donde había venido, ahora caminando lentamente con las manos en los bolsillos. A lo lejos se forma otra vez el triángulo de silbidos.)
  
  —Es cierto —dice el Marqués of Delaware, derrumbándose. Había dejado caer el brazo con el arma y me miraba con ojos de perro manso—. Mi superyó corresponde a una imagen paterna, y me inhibe la libido. Necesito urgentemente una terapia, Dr. Carter. ¿Cuándo puedo venir a verlo?
  
  Pero algo le está sucediendo a Nick Carter, tal vez a causa de la Marquesa.
  
  Siento que me deslizo vertiginosamente en los terribles abismos del Misterio y la Culpa. Mi cuerpo tiembla, poseído de pequeñas y rapidísimas convulsiones; me siento enfrentado a un vacío ilimitado, negro, sin referencias. Quisiera encontrar un refugio, un lugar donde ovillarme en posición fetal; quisiera llorar a gritos… Golpeo el escritorio con los puños. Sollozo. Aprieto los dientes. En mi mente revolotean inquietos pájaros negros, entrando y saliendo de zonas oscuras. Me muerdo las manos. Me pellizco la cara. El Marqués, aterrorizado, huye locamente. Escucho sus pasos, mejor dicho sus saltos y caídas al bajar a oscuras los escalones de madera hasta la calle. La Marquesa sale, gateando, de abajo del escritorio, y se apoya en mi hombro para consolarme.
  
  Un nuevo corte publicitario interrumpe la escena en que Nick y Virginia, perseguidos por una banda de forajidos capitaneada por el hombre que había asesinado al otro automovilista, están a punto de alcanzar los límites de la Zona Siniestra de París. Pero Nick ya no tolera ver su propia imagen, ofreciendo ahora graciosamente sabrosos productos de cerdo a los teleespectadores.
  
  —¡Apaga ese aparato infernal, por Dios! —ordena a la Marquesa of Delaware, y se tiende en el sofá, después de apartar, tirándola al suelo, la muñeca rubia. La Marquesa obedece, pero regresa a su lado con una idea fija.
  
  —Ahora, por favor, el final de la historia de Sir Richard —dice.
  
  Con un hilo de voz monótona, entredurmiéndose, Nick Carter accede.
  
  —Fue un crimen diabólico, preparado con dos generaciones de anticipación. El asesino, forzosamente, debía ser un científico experto en genética, quien alteró los cromosomas del padre y de la madre de Sir Richard, probablemente un tiempo antes de la boda. Así, Sir Richard llevaba en su código genético la orden de su propia destrucción, dentro de un plazo que podía ser perfectamente calculado por este hábil, genial y depravado científico… Al enviarle, ahora, la amenaza por carta, lo obligaba a encerrarse por temor, y de este modo se creaba un falso enigma de Cuarto Cerrado. Era el crimen perfecto. Sólo que no contó con la presencia de Nick Carter, a quien la esposa de Sir Richard había conocido en un baile de máscaras… A propósito; no he contado aún este encuentro. Resulta que…
  
  —No me interesa —dijo la Marquesa fríamente—. Y toda tu historia me parece estúpida y traída de los cabellos. Creo que he perdido mi tiempo. Es la peor historia policial que he escuchado en mi vida. Y a propósito: ¿qué tiene que ver el mayordomo?
  
  —El mayordomo era el científico asesino. Había servido durante muchos años a la familia esperando el momento de su triunfo.
  
  —¿Y el móvil?
  
  —¡Oh, déjame dormir! —gruñí, y me di vuelta hacia el respaldo del sofá—. Por favor, cierra la puerta cuando salgas.
  
  —No me iré de aquí sin conocer el móvil —insistió la Marquesa, mientras terminaba de vestirse.
  
  —Curiosidad científica —respondí, al tiempo que mis ojos se cerraban y mi voz se volvía más y más pastosa; estaba loco de sueño y cansancio—. Creo que era por curiosidad científica o algo así, un asunto sobre una herencia, tal vez genética…
  
  Me dormí antes de que la Marquesa saliera de mi despacho.
  
  
  
  
  
  IV
  
  
  NICK CARTER CONTRA LA ARÁCNIDA
  
  Mi atención recae nuevamente en la muñeca rubia; verla en el suelo me produjo cierta incomodidad. La levanté con cariño y la acomodé en el sofá, sintiéndome otra vez ligeramente excitado. Si pudiera ubicar a quién me recuerda esta muñeca… En principio se me ocurre desinflarla, pero esto también me apena; resuelvo que lo mejor que puedo hacer es vestirla. Voy a ver si en el guardarropa de Virginia hay algo que le caiga bien, a pesar de que los cuerpos son muy diferentes. De cualquier manera, en un cajón de mi escritorio hay aguja e hilo, y puedo entretenerme haciendo un poco de costura.
  
  El guardarropa de Virginia está inusualmente repleto de vestidos. Comienzo a seleccionar, y encuentro uno de terciopelo negro que me parece sumamente adecuado. También revuelvo los cajones de la ropa interior, pero el material es mucho más pobre porque Virginia casi nunca usa, por razones prácticas, estas prendas. Encuentro un par que tal vez no sean de muy buen gusto, pero cuyas medidas podrían coincidir con las de la muñeca. Voy hasta ella y le pruebo en primer término la bombacha, para que esos vellos no me sigan torturando la imaginación. Le cae bastante bien, aunque es preciso aflojar el elástico, cosa que no resulta difícil: basta cortar aquí y allá con la tijerita, y dar un par de puntadas. El sostén, en cambio, es totalmente inadecuado. Los pechos de Virginia son realmente muy pequeños. Lo dejo de lado, y le coloco directamente el vestido de terciopelo, que parece hecho a su medida.
  
  La muñeca queda muy elegante. Como para una fiesta. Enciendo el tocadiscos de alta fidelidad y coloco el long-play de valses de Strauss, en versión de Eugène Ormandy. Tomo a la muñeca en mis brazos, y bailamos.
  
  Sueño con el castillo de la hija de Lord Ponsonby. Es tenebroso, situado en la cumbre de una colina; hay espesos nubarrones que lo rodean y una enorme luna llena surge lentamente por detrás de sus torres picudas. En el castillo hay un viejo mayordomo, que en el sueño no es otro que el superyó del Marqués of Delaware; se parece a Clark Kent, pero yo sé que bajo sus ropas de mayordomo oculta las de Superman. Hay otras gentes que desconozco, y también están Virginia, y Lady Dunsay y la Marquesa of Delaware. Se prevén trágicos sucesos. Es algo que flota en el ambiente. Durante la cena, la mesa es presidida por el monstruo marino de fea cara humana. Nick siente terror, y se agita en el sueño.
  
  ¡Mirad! ¡Mirad al pobre Nick Carter, el-que-nunca-descansa! ¡Miradlo dormir, miradlo retorcerse en el sueño, y gemir en el sueño! Diríase que es una pobre alma atormentada en el infierno. ¡Oídlo rechinar los dientes! Ahora sueña que está echado encima de un horrible anciano, calvo y desdentado; aunque no le ve la cara, sabe que el viejo tiene una expresión de goce. Nick sufre y se debate con furia, tratando de salir de allí, pero dos manos lo sostienen férreamente: de un lado Lord Ponsonby, del otro una misteriosa mujer desconocida. Y cuanto mayores son sus esfuerzos por salir, tanto mayor es el goce que provoca en el repugnante anciano. Luego, las manos lo dan vuelta, y una tercera persona lo aferra de los cabellos. Se aproxima entonces Virginia, con el pelo suelto y un camisón vaporoso; se aproxima como para besarlo, pero tiene largos colmillos, y le busca el cuello, la yugular…
  
  Nick Carter grita de dolor.
  
  Al mismo tiempo soy sacudido con violencia.
  
  —¡Jefe! —es la voz de Virginia—. ¡Eh, jefe, despierte!
  
  Abro los ojos y la veo inclinada sobre mí, completamente desnuda. Tengo un dolor terrible en el cuello. Intento decir algo, pero estoy paralizado, como en un estado cataléptico.
  
  —¡La señal convenida! —insiste Virginia—. ¡Tinker encontró algo!
  
  Esto me despierta por completo. Me pongo en pie de un salto, sólo para tropezar con la muñeca tirada en el suelo. Me agarro de una esquina de la biblioteca, mientras la cabeza me da vueltas, a tiempo para ver cómo Virginia vuelve lentamente a la antesala, caminando encorvada y con un señor, también desnudo, que lleva acoplado a su cuerpo.
  
  —¡Tan temprano! —murmuro, agarrándome la cabeza. El hombre cierra la puerta de mi despacho con el talón del pie izquierdo. Me paso la mano por el cuello y quedan en mis dedos unas gotitas de sangre.
  
  ¡No te mires al espejo, Nick Carter! Piensas que tal vez te hayas cortado al afeitarte; esta idea te tranquiliza. Pero, ¡por Dios!, no te mires al espejo.
  
  Va hasta la puertita de la biblioteca, y extrae una botella de whisky que lleva ávidamente a sus labios.
  
  —¡Maldita Virginia! —grita. No hay una sola gota de whisky. Tinker no bebe (ni fuma, ni mastica chicle; su único vicio es la aspirina). Es Virginia quien invariablemente le vacía las botellas. Y no tiene Carter ni el consuelo de descontárselas del sueldo, ya que no le paga casi nunca.
  
  Calienta café, resignado, y toma varias tazas. Se despeja por completo. La señal de Tinker sigue sonando con intermitencias; proviene de la segunda de las casas visitadas por él, de acuerdo con las instrucciones; es, sin duda, la guarida de Watson, el socio de los monstruos marinos.
  
  Con toda lucidez, Nick Carter vuelve a entrar en acción.
  
  Salto a mi automóvil desde la ventana de mi despacho en el séptimo piso de la vieja casa de apartamentos de la calle Baker, y salgo a toda velocidad. Ignoro las luces rojas y desprecio las verdes: tengo dos o tres accidentes sin importancia. Estaciono frente a la casa en cuestión, de aspecto tétrico en esta semipenumbra de la madrugada. No veo a Tinker por ningún lado. Hago sonar el timbre de la puerta. Esta se abre violentamente y unas manos me aferran y me tiran hacia adentro.
  
  —¡Tinker! —grito—. ¡Tinker!
  
  Pero Tinker ahora es solamente Watson, y sólo quiere destruirme. Me ha hecho una llave que me inmoviliza y me aplica golpes de karate en la nuca. Antes de que sea demasiado tarde hago un esfuerzo supremo y logro liberarme de la llave. Consigo acorralar a Watson; podría descargar sobre él todas las balas de mi revólver, pero siento piedad por Tinker. De todas formas, he olvidado el revólver en mi despacho.
  
  —¡Tinker! —vuelvo a gritar, tratando de llegar a su adormecido yo—. ¡Eh, Tinker, soy tu patrón!
  
  Pero Watson ríe diabólicamente y me tira un puntapié a los testículos, que afortunadamente puedo esquivar. Cuando estoy por conseguir inmovilizarlo, logra escapar y meterse dentro de un baúl. Cierra la tapa desde adentro y yo me siento encima, mientras se oyen en el interior golpes frenéticos.
  
  Ahora lo comprendo todo. Watson nunca ha existido más que como transfiguración de Tinker, mi fiel ayudante. Y cuando yo creía tenerlo atrapado en aquel cubículo, y que Tinker me ayudaba a contenerlo, en realidad lo que él hacía era tirar hacia afuera de la manija de la puerta para hacerme creer que allí había realmente alguien encerrado. Esto me hace pensar: ¿hasta qué punto Tinker es Tinker? ¿Cuándo comienza a ser Watson? ¿Y si Tinker fuera perverso todo el tiempo? ¿Y si fuera siempre Watson fingiendo ser Tinker? Pero no; no puedo creer esto último; hay una línea sutil que los separa; incluso, cuando se transfigura, su rostro adquiere esas facetas perversas inconfundibles, que nadie podría simular o disimular. Pero el hecho es que me ha engañado, al menos una vez. Y que ha tratado de destruirme.
  
  Y si Watson es Tinker, ¿de quién era aquella carcajada burlona que sonó en la noche, mientras Tinker estaba bien ovillado dentro de su bolso? ¿Habrá otro cómplice de los monstruos marinos?
  
  Los golpes cesan dentro del baúl. Esto me parece sospechoso y lo abro, con infinita cautela. Está vacío. Adentro, un papel doblado 256 veces. Tiene un mensaje para mí: “Nick Carter, no te saldrás con la tuya. El mar triunfará. Estaré disfrazado en el castillo de la hija de Lord Ponsonby. ¿Lograrás descubrirme? FIRMADO: Watson”.
  
  El baúl está ubicado sobre la entrada de un pasadizo secreto. Enciendo mi linterna y comienzo a descender infinidad de escalones, a toda velocidad; espero atrapar a Watson antes de que llegue a una salida. Pero hay túneles que se bifurcan y pronto pierdo la esperanza de hallarlo. Es más: pronto pierdo la esperanza de alcanzar yo mismo una salida. Intento retroceder hasta el baúl, pero no he tenido la precaución de hacer marcas en las paredes. No tengo más remedio que moverme al azar. Estoy perdido.
  
  Hay túneles infectos, nauseabundos, llenos de despojos humanos. Las víctimas de los monstruos del mar. Me recorre un frío por la espalda al pensar que en cualquier momento puedo toparme con alguno de ellos.
  
  Las pilas de mi linterna se están agotando y pronto quedaré a oscuras. Resuelvo apagarla, para estar en condiciones de encenderla sólo cuando sea indispensable. Me muevo, entonces, en la oscuridad, rozando las paredes con los dedos y probando bien el terreno antes de afirmar cada paso. Así, mi exploración de los túneles es lenta y penosa. El aire se enrarece. Desde la derecha llegan emanaciones fétidas; desde la izquierda, mi fino oído cree percibir una respiración anhelante y no lejana. Trato de seguir en línea recta. Pero de alguna manera los caminos confluyen o se confunden, y pronto me encuentro en un lugar donde se reúnen las emanaciones fétidas con la respiración anhelante. Este lugar está débilmente iluminado, y con la esperanza de averiguar algo me acerco a él con mucha cautela.
  
  Es una gran caverna, y me cuesta reprimir un grito de horror. La caverna es el punto de reunión de todos los monstruos marinos. Y se están dando un espantoso festín; es algo que mi pluma se resiste tenazmente a describir.
  
  Los monstruos están en círculo, como las babosas que rodean un cebo. Son de distintos tamaños, algunos gigantescos, y de formas dispares y terribles. En el centro del círculo hay una montaña de carne, en la que reconozco dificultosamente brazos, piernas y cabezas humanas. Los monstruos comen de esa carne. Comen con gran delicadeza; algunos adelantan los labios y recogen pequeños trozos, otros simplemente estiran la lengua y lamen la sangre. Nadie, allí, tiene manos; no es por falta de delicadeza que, de vez en cuando, aquellos monstruos más grandes y provistos de dientes dan golpes de mandíbula para triturar carne y huesos.
  
  En medio del horror y la repulsión, comienza a funcionar mi mente detectivesca. Las deducciones se forman solas en mi mente, y encienden en mi ánimo una chispa de aliento. Primero: los monstruos marinos, por fuerza, tienen que estar cerca de Watson, su socio. Segundo: Watson es Tinker. Tercero: Tinker es mi ayudante, y por lo tanto, el lugar de los monstruos marinos no debe de estar lejos de mi propia oficina. Pero ¿qué ha sucedido? Ha sucedido que, habiendo descendido una larga escalera, insisto en buscar una salida horizontal. Es obvio que si he bajado, en algún momento tengo por fuerza que subir. Mi error ha sido no buscar una salida hacia arriba. Y en efecto: me alejo apenas unos pasos de la caverna y dirijo la linterna hacia el techo, y veo una abertura. Llego hasta ella trepando, apoyándome en pequeñas salientes y huecos. La abertura circular es la boca de otro túnel, vertical y breve, que tiene barras metálicas insertas, como escalones. En pocos minutos accedo a una escalera más amplia, y después de mucho ascender topo con una puerta trampa. Empujo esta pesada puerta de madera, y mi cuerpo asoma en el despacho de mi propia oficina.
  
  
  
  
  
  V
  
  
  NICK CARTER CONTRA LA ARÁCNIDA
  
  Abro la puerta de mi despacho justo a tiempo para ver salir a un hombre. En el baño de servicio se oye el ruido del bidé, y en un instante sale Virginia, respirando agitadamente aún. Extiendo la mano. Ella niega con la cabeza.
  
  —Era mi hermano Alfonso —dice—. En realidad es medio hermano, pero me parecía inmoral aceptarle una propina.
  
  —¡Lo que es inmoral —exclamo, indignado— es utilizar mi oficina para mantener relaciones incestuosas y gratuitas!
  
  Virginia baja la vista, sin decir nada. Su respiración se va normalizando; cuando se ha aquietado por completo, eleva nuevamente hacia mí sus ojos claros y enormes, alegres e inocentes. En sus labios nace una sonrisa inequívoca.
  
  —No —digo—. Por Dios, no.
  
  Retrocedo unos pasos mientras ella se acerca. Con su rapidez y elegancia habituales se quita limpiamente el vestido.
  
  —No —repito, con un temblor en la voz—. Escucha, pero si recién…
  
  Virginia no atiende razones y logra acorralarme en un rincón. Comienza a desprenderme los botones uno a uno.
  
  —Virginia… —murmuro, derrotado, dejando caer flojamente los brazos a los costados del cuerpo. Estoy muerto de sueño y cansancio, pero cómo hacerle comprender a esta mujer… Amigo lector: nunca se te ocurra emplear a una ninfómana como secretaria. Los primeros días pueden ser muy divertidos, pero luego… Un alarido interminable, el grito de dolor más espantoso que se haya escuchado jamás, nos paraliza a ambos. Yo siento que se me erizan los pelos de la nuca. El alarido se repite, más atrozmente aún si esto es posible. Proviene de mi despacho.
  
  —¡Tinker! —grito, y me desprendo de Virginia y corro hacia allá. El espectáculo es grotesco: Tinker, quien ha desnudado a la muñeca y sin duda se ha acostado sobre ella, ahora danza por la habitación, saltando y gritando, sin poder despegársele. Se ve que están unidos por su sexos, y allí hay algo terrible.
  
  —¡Me quema, patrón, me quema! —grita Tinker, en el paroxismo del dolor y terror. Pero el espectáculo tiene su gracia; Virginia, quien ha seguido mis pasos, y yo, no podemos evitar primero una amplia sonrisa, y luego una franca carcajada. Tinker se sacude y grita, pero la muñeca permanece firmemente unida a él, y parece que estuvieran bailando un desenfrenado rock and roll—. ¡Socorro, patrón, socorro!
  
  Trato de ponerme serio. Comprendo lo sucedido: el infortunado Tinker ha caído en una trampa preparada para mí. Sin duda, la muñeca contiene un ácido y un poderoso pegamento. Mi enemigo deseaba exterminarme de una manera bastante original. Pero afortunadamente Nick Carter se ha salvado una vez más. Ahora, el caso de Tinker, desde un punto de vista clínico, es clarísimo.
  
  —Hay que extirpar —digo en voz alta.
  
  —¡No! —aúlla Tinker, pero su aullido se confunde con otro más terrible que le provoca el ácido.
  
  —Tranquilo, Tinker. —Extraigo de mi bolsillo la aguja hipodérmica y le inyecto morfina en un brazo—. Tranqulio, muchacho. Todo pasará, muy pronto.
  
  En efecto: en pocos segundos Tinker se calma y luego cae redondo al suelo.
  
  —Vístete rápido con tus ropas de enfermera voluntaria —digo a Virginia—, sin olvidar la mascarilla y los guantes de goma. —Yo hago lo propio, y en instantes Tinker, aún pegado a la muñeca, yace en la camilla de la sala de operaciones—. En primer término —explico a mi secretaria— practicaremos una histerovaginotomía a la muñeca; para ello es necesario desinflarla previamente… así. Bien. Ahora, una pequeña incisión, que luego podrá subsanarse con un parche prácticamente invisible. ¡Bisturí! Gracias. Bien; hemos llegado a las partes íntimas de la muñeca. A propósito: esta muñeca me recuerda a alguien conocido, y no puedo darme cuenta exacta de quién…
  
  —Idiota —responde Virginia, faltando al debido respeto a su jefe—. Si le quitas la peluca rubia, y tú te quitas los anteojos, te darás cuenta de que es tu propia cara.
  
  Reconozco que tiene razón. Esto me inquieta sobremanera y estoy a punto de cometer errores con el bisturí. Mi mano tiembla, no sólo por la emoción sino porque fumo demasiado. Además no estoy acostumbrado a los guantes de goma, que por otra parte no son de cirujano sino comunes, de los que usan las amas de casa para lavar los platos. Y contribuye a mi nerviosismo el hecho de que esta es mi primera operación.
  
  Sin embargo logro quitar limpiamente la muñeca, separándola de Tinker; sólo queda pegada a su miembro la pequeña parte del conducto vaginal que contiene el ácido.
  
  —Ocúpate de reparar a la muñeca —ordeno a Virginia—. En el armario, junto al esterilizador, hay un cajón con parches de bicicleta —pero ella no quiere perderse la parte más divertida de la operación—. Esto ya no sirve de mucho —digo, jocosamente, señalando el pequeño miembro de Tinker—. Trataré, con todo, de extirpar estrictamente lo necesario.
  
  —Ya que estamos —acota Virginia, también en tono de chanza—, podrías arrasar con todo… ¿Te imaginas la sorpresa, cuando se despierte y encuentre…?
  
  —Por Dios, no me hagas reír —digo, entre carcajadas—. Me haces cometer errores.
  
  En efecto: el bisturí se desvía varias veces —afilado como una hoja de afeitar—, y produce diversos cortes en las piernas y el vientre de Tinker. La limpia sábana de la camilla se llena de sangre.
  
  —Más trabajo después, para arreglar todo esto —murmuro, contrariado, pero no puedo dejar de reír de tanto en tanto.
  
  —Bueno, bueno —exclama Virginia, un poco nerviosa—. Corta de una vez lo que no sirve, antes de que el ácido siga comiendo.
  
  Ya está. Un tajo decidido, una rápida cauterización, y Tinker queda fuera de peligro.
  
  —Toma —digo a Virginia, alcanzándole la parte extirpada—. Ponlo en un frasco de formol, convenientemente rotulado, incluyendo la fecha. Irá a enriquecer mi museo personal.
  
  Virginia se estremece al recordar el museo, entre otras cosas porque contiene algunos fetos, producto de sus propios abortos.
  
  —Y luego ocúpate de la muñeca, por favor.
  
  Tinker, al salir de la anestesia, parece borracho; pero lentamente va entrando en un estado de euforia. Sé que luego volverá a su depresión habitual; pero no estoy dispuesto a soportarlo mientras le dure la euforia.
  
  —¿Por qué no sales a tomar un poco de aire fresco? —le propongo, y Tinker obedece mansamente. Todavía no se ha dado cuenta del resultado de la operación.
  
  —¡Ah, patrón, no sabe lo bien que dormí! —comenta—. Tuve unos sueños maravillosos.
  
  —Luego me contarás, Tinker; luego me contarás.
  
  Tinker sale. Entra Virginia, con la muñeca reparada. Incluso ha vuelto a vestirla con sus ropas.
  
  —Encontré esto en su interior —me dice, alcanzándome una bola de papel. La desenrollo, y encuentro el siguiente mensaje: “FELIZ CUMPLEAÑOS. A MI ADMIRADO NICK CARTER, DE ‘LA ARÁCNIDA’”.
  
  —¡La Arácnida! —exclamo, dándome un fuerte golpe en la frente—. ¡Mi eterna enemiga! ¡Ha vuelto a las andadas!
  
  Ahora sí que no tendré sosiego. La Arácnida, extraña y malvada mujer a quien nunca he podido derrotar por completo. He logrado frustrar la mayoría de sus planes criminales, pero nunca conseguí ponerla entre rejas ni conocer su identidad. ¿Tendrá algo que ver con Watson? ¡Oh, Dios! ¡Cómo se me complica la vida! Mi cabeza cae, el mentón contra el pecho, y me entra un profundo desánimo.
  
  —No te deprimas, patrón —dice Virginia, cariñosamente, mientras se quita el vestido. Se sienta en mis rodillas y me acaricia la oreja.
  
  —Virginia… por favor… basta…
  
  —Un minuto, jefe, sólo un minuto —y sé que es inútil resistir.
  
  Regreso a la reunión, esperando que no se haya notado mucho mi ausencia. La orquesta tras la cortina continúa con sus valses decadentes, pero a un volumen muy bajo. De todos modos, nadie baila. Todos parecen extremadamente cansados. Los caballeros se han aflojado la corbata y los cordones de los zapatos, y están más o menos borrachos, tirados en los sillones. Las damas no se muestran mucho más elegantes, pero de alguna manera tratan de mantener la compostura. Yo, en comparación con todos ellos, parezco fresco y vivaz. Trato nuevamente de atraer la atención de la concurrencia; ensayo en privado, en un rincón, el juego de piolines, pero vuelvo a enredarme y lo descarto. Aparezco entonces en el centro de la amplia estancia con mi mazo de naipes trucados.
  
  —Damas y caballeros —digo en voz bien audible—, voy a rogar a cada uno de ustedes que tome una carta, sin que yo pueda ver cuál es.
  
  Pero soy rápidamente desplazado por una voz que llega desde arriba; apoyado en la barandilla del primer piso, cerca de la habitación de Lady Dunsay, está Tinker. Se ha vestido con ropas militares, oscuras, y en pleno usufructo de la parte más aguda de su reciente estado de euforia, comienza un encendido discurso.
  
  —Damas y caballeros; compatriotas; conciudadanos; pueblo: estoy aquí (aplausos entusiastas del público, que ha comenzado a ponerse de pie, y se va reuniendo bajo las luces, frente al nuevo líder; Tinker extiende las manos, pidiendo silencio con la amable tolerancia de los oradores que, si bien gratificados por el aplauso, quieren seguir hablando). Estoy aquí, decía (aplausos) porque la Patria me reclama (aplausos prolongados). En estos momentos de crisis (aplausos; “muy bien”, “muy bien”), y con la serenidad que nos caracteriza (aplausos, asentimientos), es preciso que hagamos llegar nuestra palabra (aplausos, comentarios aprobatorios). Porque nadie debe llamarse a engaño (“¡muy bien!”, aplausos y una pequeña ovación). Las dificultades son muchas (aplausos fervientes) y verdaderas (aplausos más fervientes aún).
  
  Miro el reloj. Según mis cálculos, el estado de euforia le durará por lo menos veinte minutos más. Es insoportable. Sé que luego irá decayendo, pero mientras tanto no puedo tolerarlo. Decido salir al jardín.
  
  La noche es fresca y hermosa. Se ven multitud de estrellas que invitan a la reflexión metafísica. Me paseo entre los árboles y las plantas, aspirando el aire dulzón. Es un hermoso, hermosísimo jardín. De pronto tropiezo con algo, siento que voy a caer, extiendo los brazos y caigo hacia adelante, pero luego reboto hacia atrás, y soy recogido por una especie de malla. Suspiro aliviado, y de inmediato noto que no puedo despegarme de la malla. No puede ser. No quiero creerlo. Sin embargo, no cabe otra posibilidad. Me debato febrilmente, y sólo consigo enredarme más, hasta quedar inmovilizado por completo. No quiero creerlo, pero sólo puede ser obra de…
  
  —Yo misma. —Una forma oscura, de múltiples brazos, salta desde la copa de un árbol y se planta ante mí, con orgullo desafiante.
  
  ¡LA ARÁCNIDA!
  
  Desde la mansión me llegan suavemente los acordes del Danubio Azul, y los picos de la voz de Tinker cuando el frenesí del discurso lo lleva a dar los agudos más altos. Y también, por supuesto, aclamaciones y aplausos. Nadie podría escuchar mis gritos.
  
  —La misma, la misma. —La Arácnida tiene una máscara repulsiva, pero siempre intuí que detrás se ocultaba un bello rostro de mujer.
  
  —¿Quién eres? ¿Qué quieres?
  
  —Ah, jajá —ríe falsamente; dos de sus brazos, los verdaderos, los que no forman parte del disfraz, están en jarras—. El Gran Nick Carter, atrapado en mi sedosa tela. Respondo a tus preguntas: sabrás quién soy un instante antes de morir. Y lo que quiero, en este momento, es apreciar mi obra. ¿Qué te pareció el regalo?
  
  No respondí. Me convenía fingir que había caído en la trampa de la muñeca, para ganar tiempo y evitar otro ataque inmediato.
  
  —¿Cómo quedó mi amiguito? ¿Hasta dónde quemó el ácido? Doloroso, ¿verdad? ¡Ah, mi querido Carter! Vamos a ver, vamos a ver.
  
  Me quitó los pantalones con suma delicadeza, y los dobló cuidadosamente antes de colocarlos sobre la rama de un limonero. Ella no se pegaba a su propia tela, y podía despegar mi ropa con facilidad; probablemente usara un disolvente especial. Tuvo buen cuidado de volver a pegar mis piernas a la red, antes de que pudiera usarlas.
  
  —Espera —dije, al verla manejar mis ropas—. No es necesario…
  
  —Oh, oh —se burló la Arácnida—. Te has vuelto pudoroso con los años, mi viejo Carter. Pero no cometeré la imprudencia de tocar tus ropas íntimas. No es propio de una dama. Dejemos que el áspid venenoso se manifieste por sí mismo. Será más emocionante, ¿verdad, Carter? Sí, sí. Lenta y seguramente va ir asomando su… no sé si decir cabecita. ¿Qué opinas, Carter? ¿Será posible?
  
  A excepción de la máscara, fue quitándose lentamente el disfraz. Ha sido el strip-tease más terrible que debí soportar en mi vida. Como si hubiesen estado combinados, la orquesta de la mansión cambió de tema, pasando del vals al blues lento. La Arácnida, majestuosamente, iba quitando y dejando caer cada una de sus prendas con extrema y elegante lentitud. Yo no podía ni quería cerrar los ojos; por un lado, la curiosidad de siempre; por otro, el temor de no poder controlar la imaginación si los cerraba. Así, en cambio, podía luchar. Traté de relajar los músculos, pero tenía la mandíbula especialmente contracturada, y la frente se me llenaba de sudor. Fue apareciendo un cuerpo hermoso, tentador, al que traté de quitar significación con un tremendo esfuerzo mental.
  
  “Esto me costará diez años de psicoanálisis”, pensé, mientras fabricaba imágenes repulsivas y tenebrosas para alejar cualquier forma de erotismo.
  
  —¿Nada, todavía? —se burla la Arácnida—. ¿O nada, para siempre? Veremos, veremos —y seguía, ahora con las medias de malla, y luego el sostén—… ¿No ha quedado nada, pero nada, Carter, de aquellos viejos buenos tiempos?
  
  Yo estaba en el límite de mis fuerzas, pero debía resistir. Sabía que la mujer completamente desnuda es menos excitante que este cruel proceso de descubrimiento lento; que si lograba que llegara al final… mi mente, mientras tanto, se ha fabricado escenas deprimentes: campos de concentración, gente con hambre, mutilados de guerra. Cuando se agotaban, pasaba a intentar por el lado de la alegría, recordando algunas historietas inocentes. De pronto se me presentó la imagen de un cuadrito de historieta: el Pato Donald montado en un chancho mientras se reía a carcajadas, por una apuesta que había hecho con sus sobrinos. No pude evitar reírme yo también a carcajadas. Esto desconcertó a mi enemiga. Y la enfureció. Me dio dos sonoras bofetadas, pero se calmó de inmediato.
  
  —Perdón —dijo—. Perdón. No sabía que habías llegado al estado de reírte de una mujer desnuda. Está bien. Mi venganza está cumplida, al menos en su primera etapa. Volverás a tener noticias mías. —Comenzó a recoger sus cosas—. Te despegarás de la tela en cinco o diez minutos —agregó—. Y ya volveremos a encontrarnos, no te preocupes. Sabrás quién soy antes de morir. Ahora te dejaré vivo un tiempo más, para que sufras.
  
  Y entonces hizo algo que no hubiera imaginado y que me tomó por sorpresa. Se había vestido, no con sus ropas de Arácnida sino con un vestido de calle, sencillo, y se levantó un tanto la pollera para arreglarse la liga. Mi sexo se irguió violentamente y asomó en forma realmente grosera sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. La Arácnida dio un grito de furia.
  
  No sé qué habría hecho; me salvó Tinker. Se encendieron todas las luces del jardín y la multitud salió llevándolo en andas. Ya comenzaba su estado depresivo, pero la gente no se había dado cuenta, y salían en manifestación, dispuestos sin duda a tomar el poder, exaltados por la vibrante palabra de mi fiel ayudante. La Arácnida recogió sus cosas y desapareció en la copa de un árbol. Los demás llegaron casi enseguida.
  
  —¡Patrón! —gritó Tinker, y pidió que lo bajaran—. ¿Qué hace allí? Y nada menos que con… ¡Oh, Dios!
  
  Se quitó el saco y me cubrió rápidamente, pero no pudo impedir que me viera la mayor parte de sus adeptos. Presentí que en adelante el prestigio de Nick Carter se resentiría en forma notoria. La carcajada burlona de la Arácnida —la misma carcajada que había confundido aquella vez con la de Watson— resonó ampliamente, y como alejándose, en el jardín repleto de gente perpleja.
  
  
  
  
  
  SEGUNDA PARTE
  
  Nick Carter en el Castillo de la hija de Lord Ponsonby
  
  
  
  
  
  I
  
  
  NICK CARTER VIAJA EN FERROCARRIL
  
  En la antesala de mi oficina veo a Virginia, sacudiéndose sudorosa y jadeante sobre un cuerpo tendido en el suelo. Al pasar extiendo la mano, pero nadie deposita nada en ella. Con un gesto de contrariedad me vuelvo hacia la pareja, y me sorprende ver que el hombre que yace en el suelo no es otro que yo mismo. Me lleva sólo un instante reponerme de la sorpresa: comprendo que Virginia no sólo ha emparchado la muñeca inflable, sino que la ha masculinizado para su uso personal. Le ha cambiado también la peluca, y ha obtenido un doble perfecto de mí mismo. Esto, en lugar de enfadarme, me produce cierto alivio. Sigo hacia mi despacho.
  
  Tinker no tiene en su rostro el menor trazo watsoniano. Duerme plácidamente, la cabeza asomando apenas del bolso, con una sonrisa en los labios, tal vez recordando su éxito como conductor de multitudes.
  
  Sobre mi escritorio hay montones de correspondencia. Me complace comprobar que la maniobra de la Arácnida no me ha desacreditado; por el contrario, la mayor parte de las cartas son invitaciones a nuevas reuniones y fiestas. También las hay ahora, en gran cantidad, para Tinker. Hay además una carta muy indignada de Lord Ponsonby, exigiéndome que ponga inmediatamente manos a la obra en el problema del Castillo, o que le devuelva el cheque. Esta carta me irrita sobremanera; ignora que los problemas provienen de Watson, y que prácticamente el asunto está resuelto. Miro con simpatía a mi ayudante, siempre dormido en el bolso. Será una pena tener que sacrificarlo; pero solamente así podré recuperar mi prestigio ante el Lord y, por otra parte, cobrar los jugosos honorarios. Después de todo, Watson me odia y busca permanentemente mi destrucción; y Watson vive en el inconsciente de Tinker, es Tinker en su yo más profundo. De cualquier manera debe ser destruido.
  
  Pobre, pobre Tinker.
  
  Pero en este momento debo responder a Lord Ponsonby como se merece. Le voy a devolver, además, el cheque doblado por Tinker 128 veces y exigirle uno nuevo. Y agregaré un par de cositas en la carta, para ponerlo en su sitio.
  
  Llamo a Virginia por el intercomunicador. Un poco a la defensiva, arrimo bien mi sillón contra el escritorio y cruzo las piernas. Ella aparece con el block de notas, y me alcanza unos billetes.
  
  —¿Cómo? —pregunto asombrado—. ¿El muñeco inflable también te ha dejado propina?
  
  —No, no —responde, arreglándose el pelo—. Esto es de otro, que recién salió.
  
  No hago comentarios. Guardo el dinero y comienzo a dictar la carta:
  
  —“Señor Lord Ponsonby. De mi mayor consideración”. No; mejor ponga “de mi más alta consideración y estima”.
  
  Me deprime escribir cartas comerciales. En realidad nunca supe escribir otra cosa que folletines. Quedé largo rato en silencio. Virginia esperaba, con el lápiz moviéndose nerviosamente sin rozar el papel.
  
  —¿Y bien, jefe? —dijo, después de un rato.
  
  —Nada. Olvídate. —Creo que nunca logré dictarle una carta entera, por uno u otro motivo—. Mejor me voy directamente al Castillo. Puedes tomarte unas vacaciones. —Separé un billete y se lo alcancé—. Toma; aquí tienes, para divertirte.
  
  —Oh, muchas gracias, jefe.
  
  Mi secretaria salió muy contenta del despacho. Malhumorado, me dirigí al cuarto de los disfraces.
  
  Y allí sales, Nick Carter, andrajo humano. ¿A quién crees que podrás engañar con tu burdo disfraz de jardinero? Allí vas, arrastrándote como un gusano, sin querer admitir el vacío perverso de tu vida. ¿Qué son las aventuras acumuladas? ¿De qué te han servido? ¿A quién han servido? Ve, hacia la estación de ferrocarril, llevando al asesino, el perverso Watson-Tinker en tu bolso de mano. Crees tener el triunfo seguro sabiéndolo todo de antemano. Pero te engañas, Carter, despojo humano. Te engañas como te has engañado siempre. ¿No han quedado resentidas tus piernas, aunque te lo niegues, por el golpe innecesario contra el vidrio de la puerta-ventana del bungalow de Lord Ponsonby? ¿No adviertes que se te ha caído el pelo, y que llevas una peluca que tú mismo te pusiste? ¿Olvidas tus sesenta y ocho años, tus pulmones llenos de alquitrán, tu corazón débil? ¡Ah, Carter! Allá vas, diciéndote: “Aquí viene Nick Carter, el detective más famoso del mundo, a resolver un enigma”. Pero en el fondo de tu almita sabes que no es cierto. El enigma eres tú, Nick Carter, el único enigma verdadero que nunca has podido resolver, el enigma de tu vida vacía, de tu verdadera identidad. ¿Cuánto dinero has entregado a los periódicos para que hinchen tus hazañas? ¿Cuántos placeres simples de la vida has dejado de lado por tu espantoso narcisismo? Sube al tren, Nick Carter, a ese tren que te llevará al Castillo en pos de una nueva victoria artificial. Llevas al asesino en tu bolso de mano, Nick Carter. Lo has llevado siempre. Y aún hay muchas cosas que se ignoran.
  
  Y tú, lector, que te apiadas del vacío de Nick Carter, ¿qué me puedes decir de ti mismo? De tu enigma, de tu identidad. ¿No te has dado cuenta de que también a ti te han asesinado? A ti también te han clavado un cuchillo en la espalda el día mismo en que naciste. Pero en tu ceguera le llamas vida a tu vida, a eso que arrastras, como tantos lectores, infectando el mundo. Todavía no ha nacido el detective que investigue tu muerte, lector. Nunca serás vengado, anónimo gusano. No eres mejor que Nick Carter, ni que yo.
  
  En el ferrocarril, el detective Nick Carter, a la sazón disfrazado de jardinero mediante un enorme sombrero de paja y un rastrillo que lleva a manera de bastón, es tentado por una mujer cuarentona, un tanto carnosa. Carter juega a desnudarla con la imaginación, y encuentra unos pechos enormes un tanto caídos, unos cuantos rollos de grasa distribuidos aquí y allá, que la dama trata de disimular manteniendo el cuerpo erguido y hundiendo el vientre, y unas piernas que se van ensanchando notablemente a medida que suben y son rematadas por unas nalgas muy anchas. No es la mujer de los sueños de Carter, pero tiene un atractivo especialmente maligno, que tal vez Freud habría catalogado de edípico. La mujer se levanta del asiento y se dirige al retrete, en un extremo del vagón. Carter se levanta a su vez, con el bolso de mano y el rastrillo, y la sigue.
  
  En el momento en que la mujer trata de encerrarse, Carter empuja violentamente la puerta y se cuela en el retrete. La mujer chilla.
  
  —¡Alto! —exclama Carter, llevándose un dedo a los labios y adoptando un aire misterioso. Le muestra el carnet de detective—. Vea quién soy. Por otra parte, de nada le sirve gritar con el ruido del tren.
  
  —¡Nick Carter! —exclama la mujer al leer el documento—. ¡El famoso detective!
  
  —Así es, estimada señora —responde Nick fingiendo modestia.
  
  —¡Ah, usted no se imagina cuánto anhelaba conocerlo! Es más: mi hijo mayor…
  
  —¿Qué edad tiene su hijo? —pregunta Carter en forma cortante.
  
  —Diez años.
  
  —¿Cuántos hijos tiene en total?
  
  —Cuatro. De diez, nueve, ocho y siete años respectivamente. Le decía que mi hijo mayor siente una ilimitada admiración por usted… Prométame que me dará su foto autografiada.
  
  —¿Su marido vive?
  
  —Sí —responde la dama, y los ojos de Nick Carter adquieren un brillo singular—. Tal vez lo conozca… vive en…
  
  —Bien. Muy bien. —Nick, lleno de ansiedad, palpa el cuerpo de la dama—. Desnúdese.
  
  —Pero…
  
  —Sin peros. Mi tiempo es limitado.
  
  La dama se desnuda lenta y pudorosamente. Nick revisa cada una de las prendas que se va quitando, con real avidez.
  
  —Le aseguro que yo…
  
  —Cállese.
  
  Nick se siente satisfecho. El cuerpo de la mujer corresponde casi exactamente con lo imaginado. Ella comienza a quitarse la última prenda, con dudas y vergüenza.
  
  —¡Alto! —dice Nick—. Ha conseguido la pose ideal. No se mueva.
  
  Desata los cordones del bolso, y asoma Tinker con la cámara pronta.
  
  —Velocidad 1/100, f 2.8 —ordena Nick, y Tinker comienza la serie de fotografías.
  
  —¿Qué hace? ¿Qué es esto? —La dama no comprende y está un tanto indignada.
  
  —No haga preguntas —ordena Nick—. Es parte de mi oficio. Ahora, continúe.
  
  La mujer obedece. Tinker sigue tomando instantáneas a ritmo febril. Nick Carter manosea a la mujer y la posee de diversas maneras en el apretado espacio del retrete. Luego, Tinker continúa fotografiando el proceso, más pudoroso aún que el de desvestirse, de ponerse las ropas. La dama está avergonzada y manifiesta no comprender.
  
  —¿Qué hará con las fotos? —pregunta—. ¡Oh, que no se entere mi marido!
  
  —Precisamente —responde Nick con frialdad, encendiendo un cigarrillo que extrae de su cigarrera dorada—. ¿Le molesta si fumo? ¿No? Gracias. Precisamente estas fotos serán enviadas a su marido. ¿Qué otra finalidad podrían tener?
  
  —¡Pero esto es un chantaje! Usted, nada menos que Nick Carter… ¿Cuánto quiere por las fotos?
  
  —Usted me confunde —responde Nick con desprecio, volviendo la cara—. Esto no es un chantaje, es algo peor.
  
  Vuelve a guardar a Tinker. El ayudante trabaja ya en el revelado del rollo; hay todo un pequeño equipo en el bolso. El psicosomatista de Tinker opina que su escaso desarrollo físico se debe a su constante presencia en ese bolso mal ventilado, lleno de papeles doblados y productos químicos.
  
  —¡Nick Carter! —gime la mujer—. ¿Por qué hace esto?
  
  —Es parte de mi oficio.
  
  Siento que mi cara se alarga, se hincha y se alarga, llena de pliegues, y que mis ojos adquieren su total dimensión del cansancio del mundo y de los siglos. Mi cuerpo se afloja, convertido en arena, y cae en pliegues interminables y monstruosos, ocupando todo el reducido espacio del retrete. La mujer me mira con incredulidad. Mi voz nace más allá de mis entrañas, de lugares que no son de este mundo, y resuena como en viejas catacumbas. Estoy cansado, extremadamente cansado, en el límite del cansancio. Mi voz sale distorsionada, como una cinta magnética pasada a velocidad muy lenta. Siento una inmensa piedad por la dama.
  
  —Es parte de mi oficio —me escucho decir, lentamente, desmayadamente—. Un oficio detestable y necesario. Como los monstruos marinos. Como el socio de los monstruos. Escúcheme: cuando yo era niño, mi abuelo me llevó por la cuesta empinada del volcán. El volcán se había tumbado, y todo su contenido se había esparcido por la cuesta. A medida que íbamos subiendo descubríamos sus secretos. Mi abuelo apartaba con el bastón las cosas superfluas y me llevaba firmemente de la mano. Nunca he vuelto a sentir en mi mano otra presión tan firme. ¡Oh, Dios!
  
  Carter derrama algunas lágrimas corrosivas, que abren surcos en su cara barrosa y cuarteada. La soledad de este hombre es espantosa.
  
  —Había formas humanas y rocas integradas a la tierra; rocas con forma humana, y vegetales podridos y restos humanos; todo era roca, y había un olor nauseabundo a rocas podridas, y rostros y brazos y troncos, y reptiles que huían a nuestro paso. Pero no logramos ver el fondo del volcán: todavía no había terminado de salir la materia que segregaba y se solidificaba en la tierra. Había un gorgoteo infame, un humo asfixiante, y no podíamos ver el fondo. No pude ver el fondo. Pedazos de materia orgánica rodaban a nuestros pies, a medida que ascendíamos, y mi abuelo Randolph apartaba carne podrida con el bastón. No llegamos a ver el fondo… no llegamos a ver…
  
  La voz de Carter se fue apagando y comenzó un lento y continuo sollozo. La mujer sintió una enorme piedad, y su mano regordeta acarició, ya sin asco, esa cabeza barrosa y calva, que se hundía fácilmente bajo la presión de los dedos. Salió del retrete sintiendo una enorme congoja en el corazón; y al cerrar la puerta oyó a sus espaldas una risotada estridente y burlona.
  
  El tren se detuvo sin ninguna razón aparente durante largo rato, junto a un terraplén rojizo. Algunos pasajeros bajaron para estirar las piernas; entre ellos, un par de ancianas que, zapato de taco alto en mano, se dedicaban a perseguir a unos pequeños animalitos. “Ratas —le oí decir a una de ellas—. ¡Hay que exterminarlas a todas!”. Y golpeaban furiosamente el suelo con los zapatos. En ese momento me pareció una propuesta razonable, y decidí bajar yo también. Con mi rastrillo sería más fácil alcanzar a los inmundos animalejos y darles fin. Pero al bajar no encontré nada parecido a una rata; y de una caseta de guardagujas me llegaron los fragmentos de la conversación de unos hombres, que hablaban mal de las ancianas.
  
  —Dicen que los animalitos son malos… que hay que matarlos… pero son buenos, no hacen daño a nadie… son hermosos…
  
  En efecto: lo único que veía eran pequeños gatos negros, de pelaje brillante, ondulantes y amables. Volví a subir al tren; no sé de dónde habrían salido, pero advertí que el vagón se había llenado de monjas. Y tal vez fuera esto lo que estaban esperando, porque de inmediato el tren partió. Partió sin ninguna señal previa, y muchos pasajeros quedaron sin poder subir; para mi regocijo, entre ellos estaban las dos viejas. Las vi correr por el terraplén rojizo, con un solo zapato calzado, gritando y tropezando; pero nos alejamos a toda marcha.
  
  Acunado por la monotonía del tren, Nick Carter duerme. Y sueña. Se mueve inquieto en el asiento, hace muecas de desagrado. Está en la Zona Siniestra de París; pero no es Virginia quien ahora está a su lado, sino un amigo de la infancia. Juntos están en la misma plaza de luz incierta, y esperan ingenuamente la llegada de un circo. Hacen comentarios al respecto, y se refieren a “el Circo”: es un Circo determinado el que esperan, en ese lugar siniestro, erizado de peligros y violencia apenas contenida.
  
  Un hombre de facciones muy duras, cuyos ojos están ocultos por el ala de un negro sombrero de gitano, y que viste impermeable, y lleva las manos metidas en los bolsillos del impermeable, avanza con paso firme por uno de los senderos circulares. Este hombre te produce miedo, Nick Carter; pero es un miedo que todavía puedes soportar. No es el temor que te sobrevendrá dentro de un instante, con la frase que te dirá tu compañero. Este hombre, la presencia de este hombre te produce una singular inquietud. Es un hombre que sabe lo que quiere, que viene como para inspeccionar, siempre con las manos en los bolsillos y esa boca tan dura, y el cinturón del impermeable apretado tan firmemente. Sí, este hombre te disgusta, Nick Carter. ¿Por qué?
  
  —Es lamentable —le dices, en sueños, a tu amigo—. Nosotros aquí, esperando al Circo, y aparece este hombre que no tiene nada que ver.
  
  Tu amigo te mira de una manera especial. Él sabe, quizás, algo que tú ignoras. Y te responde:
  
  —Este hombre es el Circo.
  
  Nick Carter gime en su asiento. Una monjita lo sacude. Nick abre los ojos, en los que se pinta el terror. Hay sudor en su frente.
  
  
  
  
  
  II
  
  
  NICK CARTER DERROTA A LA ARÁCNIDA
  
  Es de noche cuando llega el tren a la estación donde debo descender. Allí mismo pregunto por el Castillo de la hija de Lord Ponsonby. El lugareño rehúye una respuesta. Esta actitud me inquieta. Pregunto, entonces, por una posada. De cualquier manera, no sería conveniente que el jardinero que aparento ser se presentara de noche a ocupar su puesto; esto produciría sospechas en el Castillo.
  
  La posada no está lejos de la estación. Nada, por otra parte, podría estar lejos en ese pequeño pueblito. El posadero, un hombre viejo de bigote espeso, me hace firmar su registro y me conduce a mi pieza. He firmado con un seudónimo ingenioso, que estuve elaborando durante el largo viaje en ferrocarril: Cart Nicker. Bajo esta identidad me presentaré también en el Castillo. Es un anagrama perfecto: utilizando las mismas letras de mi nombre, las he cambiado astutamente de lugar para crear un nombre totalmente distinto. Ni el diabólico Watson, tan afecto a los acertijos y juegos de palabras, sería capaz de descifrarlo.
  
  La pieza que se me ha destinado está bien. Algo antigua y sencilla, tal como cabía esperar, pero limpia y con una hermosa ventana. Es en el piso alto.
  
  —¿Puedo comer algo? —pregunto al posadero, quien me ha acompañado, subiendo trabajosamente los ruidosos escalones de madera.
  
  —Baje a la sala —responde—. María lo atenderá.
  
  Aflojo los cordones del bolso, me quito el sombrero y dejo a un costado el rastrillo. Me lavo las manos en una palangana descascarada que hay en el retrete, y antes de bajar decido echar un vistazo por la ventana.
  
  —¡Dios! —exclamo. Ante mi vista, a lo lejos, sobre una colina, se alza majestuoso y siniestro el Castillo de la hija de Lord Ponsonby. Espesos nubarrones flotan sobre sus picudas torres, y una enorme luna llena emerge por detrás. Es el mismo castillo de mi pesadilla. Trato de dominar el miedo que me invade, pero no puedo evitar cerrar la ventana a pesar de la agradable temperatura exterior. Noto que me he llevado, inconscientemente, la mano a la garganta. Bajo apesadumbrado la escalera, hacia la sala.
  
  María, la posadera, es hermosa. No muy joven, pero tampoco vieja. Y de inmediato despierta una inquietud en mi memoria. Yo la conozco… yo la he visto anteriormente… Hace muchos años, claro, pero en alguna parte… Me alcanza un plato de sopa, que tomo con avidez. Luego un guiso bastante desagradable.
  
  —María —digo, al levantarme de la mesa—, sufro de acidez por las noches. ¿No me harías el favor de alcanzarme un vaso de leche, digamos dentro de veinte minutos, en mi pieza?
  
  María ríe.
  
  —¡El viejo Nick! —exclama—. No has cambiado nada, muchacho —y me propina un pellizco en el brazo.
  
  Me pongo pálido.
  
  —¿Cómo pudiste reconocerme? ¿Y quién eres, que no puedo recordar?
  
  —¡Cómo no reconocerte! ¿Quién otro puede recurrir estúpidamente siempre al mismo truco de la leche fría? ¿Y quién soy? María.
  
  —¿María cuál? —pregunto, sin atender a la rima—. ¿Ana María? ¿María Beatriz? ¿María Clitemnestra? ¿Delia María? ¿María Eduviges? ¿Fernanda María?
  
  —¡Basta! Te llevaré el vaso de leche. Tal vez recuerdes luego…
  
  Subo lentamente la escalera, tratando de hacer memoria. Esa voz… esos ojos… Pero no; no consigo recordar. En mi cuarto, vuelvo a espiar hacia el Castillo a través de los vidrios un tanto sucios. Sigue allí, tan tenebroso como en el primer vistazo y como en aquella pesadilla. Enciendo el velador y apago la luz central. Quiero crear un ambiente apropiado para cuando venga María. Se me ocurre que algo especialmente sugestivo es doblar la manta y la sábana superior, descubriendo un triángulo invitador de sábana limpia y bien estirada. Cuando lo hago, me salta a la cara una araña enorme. Estaba entre las sábanas.
  
  Consigo eludir el primer ataque gracias a mis poderosos reflejos; pero la araña da saltos fabulosos y me persigue por la pieza. Estoy tan aterrado que no puedo siquiera gritar para pedir auxilio. Les temo a las arañas.
  
  En uno de mis movimientos bruscos, vuelvo a quedar atrapado; cerca de la ventana, junto al ropero. La espalda, las manos y la cabeza han quedado pegadas a algo. Con la pierna derecha, libre, trato de patear la araña, sin poder acertarle. Finalmente se lanza sobre mi cara. Y de inmediato oigo una risa conocida.
  
  —¿Qué tal, Mr. Nicker? —se burla la voz. La araña era de juguete, movida con unos hilos por mi enemiga, la Arácnida, ubicada sobre el ropero. Ahora salta al suelo con gran agilidad—. ¿Te asustaste?
  
  No puedo responder. Todavía no se me pasa la horrible impresión, y estoy muy cansado, y pienso que esta vez no podré liberarme de la maldita tela y me llegará el fin. “Que sea breve, al menos” —pienso; pero la Arácnida no tiene ningún apuro. Me queda la esperanza de María; dentro de unos instantes subirá a traer la leche. Por otra parte tengo las piernas libres, y se me ocurre que si distraigo lo suficiente a esta mujer, en un momento dado podré patearla y alguien —tal vez yo mismo, porque el efecto del pegamento de la tela no dura mucho tiempo— podrá liberarme. Me renacen la esperanza y las fuerzas.
  
  —¿No dice nada, Mr. Nicker? ¿Le comieron la lengüita los ratones? Es una pena; recuerdo que Mr. Carter tenía una lengua hábil. —Se arranca la máscara—. Terminó el juego, Carter. Vas a morir.
  
  Hay una esperanza que se desvanece; la Arácnida es María, la posadera. Tal vez eso era lo que trataba de recordar, el cuerpo, la voz… Sin embargo, me parecía que mis recuerdos eran más antiguos. De pronto pienso en Tinker, en el bolso. Miro hacia allí; el bolso está abierto, aparentemente vacío.
  
  —Tu ayudante está en el Castillo —informa la Arácnida, quien ha seguido mi mirada—. Hace un rato se transformó en Watson. Lo dejé ir porque te quería para mí sola; Tinker, o Watson, como prefieras llamarlo, te odia casi tanto como yo y me estropearía la venganza.
  
  —¿Por qué me odias? —pregunto. Necesito hacerla hablar; ahora, la única esperanza es el tiempo. Por otra parte, el tema me interesa realmente. No puedo comprender que alguien tenga motivos para odiarme.
  
  —¿Quién no te odia, Carter? Pero yo tengo un motivo especial. Si recordaras a María, la posadera de otra posada… Le pediste un vaso de leche fría para tu acidez nocturna. ¿Recuerdas? Baden-Salz, 1935.
  
  La luz se va haciendo en mi memoria. Sí, yo estuve en Baden-Salz por esa época. ¿O fue en Marienband?
  
  —Ahora, como Arácnida, te clavaré mi aguijón con una sustancia paralizante. Podrás ver y oír, y sobre todo sufrir. Tengo un trabajito muy agradable para tu cuello —y al sonreír muestra unos colmillos largos y aguzados—. Son postizos, claro. Digamos que la vocación se me despertó muy tarde.
  
  Abre una valijita y saca una aguja hipodérmica.
  
  —Espera —digo—. Me habías prometido revelar tu identidad. Y aún no lo has hecho totalmente, ni explicado el motivo de tu odio.
  
  —Me dejaste embarazada. Quintillizos. Me vi obligada a dedicarme a la servidumbre y a la prostitución. De todos modos, mis hijos comenzaron a morir. Tuve que iniciarme en la senda del crimen para salvar a los dos que quedaron. Y no sé para qué: se desarrollaron mal, y con terribles problemas psíquicos. La mujer, Virginia, se volvió ninfómana, y nunca la volví a ver…
  
  Reprimí un grito de horror.
  
  Virginia… mi secretaria… ¡mi propia hija! Y yo…; no, no podía ser, no podía creerlo.
  
  —Y el varón —prosiguió la Arácnida, sin advertir al parecer el efecto de sus palabras— es un imbécil que te admira, y se ha puesto incondicionalmente a tu servicio. Sí, Carter: Tinker es hijo tuyo.
  
  —¡Tinker! —exclamé, deseando tener las manos libres para agarrarme la cabeza. Pero estaba crucificado en esa inmunda tela. Comencé a sollozar.
  
  —Sí, Tinker. Te admira, y le encantan tus malos tratos. Sólo que el pequeño esquizofrénico tiene su otra pequeña personalidad, el bueno de Watson, el socio de los monstruos marinos. Habría terminado por destruirte, de todos modos. Pero es un honor que me corresponde. —La aguja hipodérmica está llena de un líquido espeso y amarillento. La Arácnida empuja brevemente el émbolo para sacarle el aire—. Sería una pena que te matara con una inyección mal dada, ¿no es cierto? Necesito que sigas paso a paso el proceso de quedarte sin una gota de sangre —y pasea una lengua ansiosa por los labios rojos y carnosos.
  
  —Espera —digo, pasando a mi vez la lengua por mis labios resecos y agrietados—. Podemos arreglarnos por las buenas; yo estoy por cobrar una buena suma, cuando resuelva lo del Castillo, y podría pasarte una pensión…
  
  Pero ya no puedo demorar más las cosas.
  
  La Arácnida se acerca con la aguja. Es el momento de actuar, con precisión. Es la última oportunidad. Un rodillazo en la boca del estómago y, cuando se dobla, un puntapié que choca contra su mandíbula. Se oye un crujido y la mujer cae, totalmente inerme.
  
  Suspiro aliviado. De inmediato comienzo mis esfuerzos por liberarme de la tela; temo que la Arácnida despierte antes de tiempo. Sin embargo, el pegamento todavía está muy firme. Logro arrancar de allí la cabeza, por el sencillo procedimiento de agacharme y dejar pegada la peluca. También el saco puede quedar allí sin mi cuerpo, pero el problema son las manos. Me decido: doy un fuerte tirón, y al mismo tiempo un aullido: ahora es la piel del dorso de mis manos que ha quedado pegada a la tela. Mis manos sangran abundantemente; me enjuago en la palangana y luego fabrico unas vendas con la sábana, que corto en tiras. También fabrico una mordaza y unas ataduras para María la posadera, alias la Arácnida, criminal internacional. Con los brazos a la espalda y una mordaza en la boca, la instalo cómodamente en la cama. Me siento en una silla a descansar, y enciendo un cigarrillo.
  
  Sí, ahora recuerdo a la posaderita de Baden-Salz. Quince años, buen corazón ingenuo. Qué pena que haya elegido el camino del crimen. Todavía no han aprendido el viejo dicho: el crimen no rinde. Porque María era muy hermosa; y aún lo es. Los años no le han quitado, verdaderamente, ningún atractivo; por el contrario… Me aproximo a ella y comienzo a palparle el cuerpo. Sus carnes siguen siendo firmes. Le quito alguna prenda y me echo sobre su cuerpo. Ella comienza a reaccionar, y va abriendo unos ojos enormes en la estupefacción. Se oye una débil protesta a través de la mordaza.
  
  —Aprende esta lección —le digo—: siempre debemos devolver bien por mal. Tú querías matarme en forma cruel y sanguinaria, y heme aquí, yo vuelvo a entregarte todo mi cariño.
  
  Los ojos le bullen de rabia. Después, me hago a un lado y de inmediato quedo profundamente dormido.
  
  Al amanecer Carter despierta. La mujer sigue con los ojos abiertos y rabiosos. Nick se enjuaga los ojos y se arregla los afeites de la cara, después de comprobar que sus manos están cicatrizando bien. Decide actuar con rapidez y eficacia, sin palabras inútiles. Vuelve a adoptar el disfraz de jardinero; ahora puede desprender fácilmente la peluca y el saco de la tela. Del bolso donde usualmente transporta a Tinker extrae algunos cartuchos de dinamita de distintos tamaños, que coloca en los orificios naturales de la mujer, a excepción de la boca que prefiere dejar amordazada. Los seis cartuchos están unidos por una larga mecha común, que Nick enciende con la brasa del cigarrillo.
  
  —Tienes veinte minutos para colocar tu alma en un sitio seguro —se despide Nick. La mujer respira con dificultad a través de la mordaza, ya que dos pequeños cartuchos de dinamita le taponan las fosas nasales. Sus ojos rabiosos siguen a Nick por la pieza, hasta que sale por la puerta. No lo oye, también a causa de cartuchos en los oídos, cuando baja la ruidosa escalera.
  
  Nick ve al viejo posadero a la distancia, trabajando la tierra. Esto lo satisface, porque no necesita inventar nada para alejarlo del lugar. Y cuando cobre los honorarios por el caso del Castillo, ya le pagará la cuenta y los daños que pueda originar la explosión.
  
  Se aleja de allí a paso rápido, mirando el reloj.
  
  Falta mucho para llegar al Castillo cuando oye el estruendo. Una sonrisa, entre satisfecha y triste, se dibuja en sus labios. Pero luego, a nivel inconsciente, actúan fuerzas ocultas que lo van cubriendo de una extraña pesadumbre. Es que Nick Carter está solo, y fuera de sus lugares habituales. No está Tinker en su bolso, ni Virginia; incluso su enemiga la Arácnida ya no existe, y el enemigo jurado, Watson, es su propio hijo. Nick Carter se siente solo y viejo, culposo y abrumado, en un paraje desconocido y siniestro. Todas estas fuerzas actúan sobre su sistema neurovegetativo, con el resultado de una somatización en forma de intensa diarrea. Nick debe abandonar apresuradamente el sendero que sube caracoleando hacia el Castillo, para ocultarse tras unos matorrales. Más tarde, mientras continúa la marcha, apoyándose en el rastrillo como si fuera un bastón, extrae del bolso unas píldoras que actúan sobre las distonías del sistema neurovegetativo, una forma sintética de la belladona. Se siente muy mal mientras mastica las amargas píldoras. Tiene la sensación de que su vida ha cambiado sustancialmente, y en una dirección que no le agrada. Por un momento piensa en detenerse, volver sobre sus pasos y esperar el próximo tren a Londres, desentendiéndose de Lord Ponsonby y del Castillo. Pero la imagen que él mismo ha impuesto de Nick Carter no puede destruirse en un fracaso.
  
  
  
  
  
  III
  
  
  EL TRIUNFO DE NICK CARTER
  
  Ya está cayendo el sol cuando llego por fin a los inmensos portones del Castillo. Golpeo un par de veces, mediante el pesado aldabón de bronce. Casi en seguida me abre una criada, pulcramente vestida, que lleva un delantal y cofia.
  
  —Soy Cart Nicker —le digo—. El nuevo jardinero.
  
  —No embrome, Carter —responde con ligereza—. Lo están esperando.
  
  Soy recibido en un amplio recinto por el propio Lord Ponsonby. No esperaba encontrarlo aquí.
  
  —¡Pero qué informalidad, Carter! —rezonga—. Casi es demasiado tarde. Vea la amenaza que recibimos, para esta noche.
  
  Me extiende un papel, al que echo un vistazo desganado; no me interesa leerlo. Reconozco la letra de Tinker/Watson.
  
  —Le dije que no se preocupara —respondo, y noto que mi voz no convence; no me convence ni a mí mismo—. Que dejara todo en mis manos.
  
  —Pero, Carter… La cosa es grave, realmente grave. El criminal…
  
  —Sí, ya sé —lo corto, con fatiga—. El criminal está entre nosotros, ¿verdad? Siempre el criminal está entre nosotros. El criminal está entre nosotros, claro.
  
  —¡Matilde! —llama a la criada—. Acompaña a Mr. Carter a sus habitaciones. Ya va a ser la hora de la cena —se explica— y quisiera que usted estuviese presente, para estudiar a los sospechosos.
  
  —Estudiar a los sospechosos. Eso es. La cena para estudiar a los sospechosos. Clásico. Lord Ponsonby, usted ha leído demasiadas novelas policíacas baratas. —Me doy media vuelta, y Matilde me conduce por largos corredores del inmenso Castillo, y me indica silenciosamente una puerta.
  
  La habitación es amplia, y cuenta con una gran cama de dos plazas. Dejo mis cosas en un rincón. Mientras estoy en el baño quitándome mis inútiles afeites, y preparándome para vestir el smoking reglamentario, suenan unos débiles golpecitos en la puerta.
  
  —¡Adelante! —grito, pero llevo la mano al revólver que usualmente tengo en la cartuchera del sobaco. La puerta se abre y entra un Tinker cansado, pálido y ojeroso.
  
  —¡Patrón! —exclama al verme.
  
  —¡Hijo mío! —le digo, abrazándolo con ternura y depositando algunos besos en su frente. Noto que tiene fiebre. Preparo amorosamente un vaso con una aspirina, agua, azúcar y limón—. Toma, querido mío. Aquí tienes tu rica aspirina. Te hará bien.
  
  Tinker bebe sin respirar el contenido del vaso y su semblante se alegra con una débil sonrisa. Luego, tímidamente, y como pidiendo permiso, se mete en el bolso. Yo cierro los cordones pensando que, a pesar de todo, Tinker es Watson y no debo darle oportunidad de hacer daño. Luego termino de vestirme y me dirijo al comedor.
  
  La mesa es enormemente larga. Allí parece estar todo el mundo. Mi vista no alcanza a divisar todos los rostros, y por otra parte no tengo ganas. Me indican un lugar entre dos mujeres viejas, y frente a algunas damas y caballeros. Se come en silencio; la tensión es general. Apenas se oyen algunos susurros aquí y allá. Yo quisiera distraerlos con mis trucos, pero no tengo fuerzas. Tampoco me interesa, ahora, llamar la atención. Estoy realmente muy abatido; y, especialmente después de comer, comienzo a sentirme mal. Como si hubieran puesto alguna droga en la comida o en la bebida. Después de los postres, los caballeros se reúnen en el salón de fumar.
  
  Lord Ponsonby me lleva a un aparte.
  
  —¿Qué piensa hacer, Carter? La gente tiene miedo.
  
  Este viejo ya me resulta intolerable.
  
  —No se preocupe. Está todo bajo control —respondo—. De cualquier manera, esta noche actuaré entre las sombras. Mañana veré de dejar el caso completamente resuelto. A propósito: ¿quién es aquella mujer, de aspecto sospechoso? —pregunto, señalando a una joven que me resulta particularmente atractiva—. Aquella, junto al piano, en la sala.
  
  —Se trata de mi hija —responde el Lord, y noto que una vena está por estallarle en la frente. Trato de disimular interesándome en pequeños objetos que hay dispuestos sobre la chimenea; pero me siento cada vez peor, y me cuesta un gran esfuerzo ver las cosas con nitidez. Pronto me excuso y me retiro a mis habitaciones.
  
  Allí siento renacer lentamente mis fuerzas. Mientras espero que la gente se vaya a dormir, voy preparando mi disfraz favorito. Es todo negro: pantalón y camisa, zapatos de goma que se deslizan suavemente; una capa negra, con la cual puedo envolver todo mi cuerpo; un antifaz negro y un sombrero negro, blando. En la oscuridad puedo pasar totalmente de-sapercibido, y por otra parte, me gusta moverme sigilosamente en esos enormes caserones, cuando todo el mundo duerme. Me contemplo en el espejo del ropero. Mi imagen es realmente impresionante.
  
  El Castillo está en completo silencio; sólo se escucha el pesado tictac, o más bien bompbomp del inmenso reloj de la sala. Me muevo sigilosamente por los pasillos desiertos, en total oscuridad, dejando escapar de tanto en tanto una risita menuda. No tengo nada que temer; Tinker está profundamente dormido, el pobre angelito, en su bolso bien cerrado. Sólo que de tanto en tanto me siento aún como mareado, y continúo sospechando que algo han puesto en mi comida.
  
  Me divierto escondiéndome inútilmente detrás de enormes columnas, pegando el oído a puertas silenciosas, valseando de memoria trozos de Strauss en la amplitud de la sala. Hay una claridad progresiva que me molesta: es la luna llena, que acaba de emerger, y su luz comienza a entrar a raudales por los ventanales enormes. Es así que puedo ir notando algunos pequeños movimientos; puertas que se abren en silencio, muebles que se deslizan apenas, sombras fugaces que cruzan mi campo visual. Luego escucho pequeños crujidos, chirridos, susurros. Algunos muy cerca de mí. Comienzo a sentir un miedo espantoso. El corazón me late con fuerza, y pegado a las paredes voy deslizándome, ahora en dirección a mi cuarto. Me parece que hay pasos que me siguen, y se me crea una confusión mental que, sumada a mi malestar anterior, me desorganiza por completo las ideas y hasta me impide orientarme por los pasillos.
  
  Por fin encuentro mi cuarto. Me desvisto en la oscuridad y me tiendo en la cama, con un suspiro de alivio. ¡Al diablo con los disfraces y los juegos divertidos! Rápidamente cedo a esa terrible pesadez de mi cabeza, me voy hundiendo en un sueño profundo.
  
  Cuando despierto, a la sazón todo está iluminado débilmente por la luz de la luna, en una semipenumbra similar a la de mis sueños y vigilias. Advierto que estoy en un estado de catalepsia; por un lado, me es imposible moverme; por otro, se mezclan las imágenes de la vigilia —el cuarto, el ventanal— con las del sueño. Es un caso perfectamente descripto en los manuales de patología. De acuerdo con las imágenes oníricas (¿o serán vigiles?) yo estoy inmovilizado por el trabajo de infinidad de arañas que se mueven sobre mi cuerpo tejiendo laboriosas telas. Estas arañas, puedo comprobarlo, no son otra cosa que los fragmentos de María la Arácnida, a quien yo mismo he hecho volar en mil pedazos. Una vez que han conseguido mi completa inmovilidad se retiran, y la puerta del cuarto se abre. Entra Virginia, con sus enormes colmillos. Estoy en mi habitación, puedo verlo, pero al mismo tiempo advierto débilmente, o en forma alternada, los contornos de la Zona Siniestra de París; mi cama está en medio de la plaza de senderos circulares. Y por estos senderos se acercan siniestros personajes llenos de perversidad.
  
  Virginia se inclina sobre mí y me clava los dientes en el cuello y comienza a beber mi sangre. No siento dolor, y aun me provoca cierto placer; pero me horroriza, y quisiera poder moverme o gritar. De mi garganta escapa un sonido ronco, una incoherencia susurrada que no hace más que excitar la sensual voracidad del vampiro. Otros personajes han llegado y reptan y revolotean a mi alrededor; no son tan definidos como Virginia. Alguien me hace un tajo del otro lado del cuello, con una navaja afilada, e inmediatamente los labios de la herida se llenan de pelos rizados que la bordean, como un sexo femenino. Allí alguien introduce su lengua, que al lamer mi sangre me llena de placer. Pero el horror es creciente. Me producen otros tajos similares en distintos lugares del cuerpo, y soy penetrado por sexos masculinos y por otras formaciones carnosas más complejas. Mi cuerpo se va cubriendo de seres que de una u otra manera se llevan mi sangre y mi fuerza, y espantosas secreciones comienzan a circular dentro y fuera de mí, produciéndome un calor irritante. Hay mujeres desconocidas, o son también solamente formas, que me refriegan sus sexos malolientes por la cara, y el movimiento se acentúa sobre mí y a mi alrededor; es toda una masa confusa y pesada de carne humana y extrahumana. Reconozco a una especie de enorme gusano reptante, uno de los monstruos marinos más pequeños, que va trazando un rastro de baba en mi cuerpo. Todo el mundo está silenciosamente gozoso, mientras siento que la vida se me va escapando, y siento unos tremendos deseos de abandonarme placenteramente a todo aquello, de participar gozosamente de mi propio exterminio. Pero me han crecido unos pechos enormes, como los de una muñeca inflable, y hay bocas que se disputan el derecho de chupármelos y beber esa leche dulce y tibia. Esto enciende mi rebelión y trato desesperadamente de zafarme; pero mis intentos sólo consiguen movimientos pequeños que sólo añaden placer y alegría a la masa carnosa. Con un resto de fuerza, grito para llamar a mi madre. De mi garganta sale un sonido apenas audible, y rápidamente me tapan la boca con carnosidades innobles; también la nariz, y me voy asfixiando.
  
  Hay un desvanecimiento fugaz, una pérdida de conocimiento como un resbalón pendular, que de inmediato me devuelve la lucidez. Recobro la libertad de movimientos y puedo sentarme en la cama. Enciendo el velador. Estoy despierto. Mi cuerpo es el de siempre.
  
  Pero continúo aterrorizado, y no puedo calmar las palpitaciones. Enciendo un cigarrillo. Miro el bolso de Tinker; quisiera despertarlo, para tener alguien con quien conversar, pero temo que se transforme en Watson. Las manos me tiemblan, sudo. Creo advertir sobre mi cuerpo viejas marcas o cicatrices apenas visibles, en los lugares donde fui atacado por los monstruos oníricos. Me acomete la desesperación final.
  
  Y entonces decido abandonar todo este asunto. No sólo el caso del Lord, sino mi brillante carrera detectivesca. Voy a estudiar Notariado, como quería mi padre; y, mientras tanto, hasta obtener el título, me ganaré la vida como repartidor. Frente a mi oficina de la calle Baker hay una fábrica de pastas que desde hace tiempo solicita, mediante un cartel colocado en la vidriera, un muchacho con bicicleta para los repartos.
  
  Me levanto, me lavo la cara, y me visto con mis viejas ropas de jardinero. Tomo el bolso, pero abandono el rastrillo y el sombrero. Miro el reloj: las dos de la mañana. Toda mi pesadilla ha transcurrido en menos de una hora.
  
  El salón está iluminado. Majestuosa y severa se alza la figura de Lord Ponsonby.
  
  —¡Carter! —truena su vozarrón acusador—. ¿Adónde va?
  
  Detrás suyo hay un espejo. La imagen reflejada del salón está enriquecida por una infinita variedad de tonos verdes, una especie de selva tropical que la ha invadido. Y sobre el pasto, mi imagen especular preside una fabulosa orgía con las imágenes especulares de todas las mujeres del Castillo. Mi imagen se acerca, gozosamente cansada, a la superficie del espejo, y desde allí, a espaldas del Lord, le hace ademanes obscenos y groseros, y cuernos con dos dedos de la mano. También se dirige a mí, con una mirada de brillante simpatía y una mueca amistosa.
  
  —¡Carter! —insiste el Lord, parado ante mí en una dimensión gigantesca. Mi lucha interior es terrible, y de pronto hay como un chasquido, como si algo se quebrara, o tal vez como si dos piezas ensamblaran perfectamente en algún lugar dentro de mi cabeza. Me invade una fuerza tremenda y actúo sin reflexionar.
  
  —El caso está aclarado —digo con firmeza, nuevamente lúcido y con una absoluta confianza en mí mismo—. Reúna a todos en la sala. Incluso al personal de servicio. ¡Rápido, carajo! —aúllo.
  
  —Sí señor. —El Lord se mueve velozmente, poniendo en actividad a los criados, y en cinco minutos todos se reúnen en la amplia sala; pero yo he tenido tiempo de sacar a Tinker del bolso. Está medio dormido, y lo sacudo violentamente.
  
  —¡Tinker! ¡Escúchame bien! Tienes un minuto para huir. Dentro de un rato este castillo será un infierno. Toma —añado, alcanzándole un montón de billetes—. Corre a la estación. Nos veremos en mi oficina, mañana o pasado. —Vacilo un instante antes de proseguir, porque estoy jugando una carta peligrosa—. Si tienes alguna dificultad, recurre a los monstruos marinos. Son tus amigos. ¿Entiendes, Tinker? Goodbye!
  
  Tinker sale disparado como una flecha. Anhelo fervientemente que consiga llegar sin tropiezos a Londres. Al regresar a la sala, veo todas las sillas dispuestas en semicírculo, y cientos de ojos fijos en mí.
  
  En alguna parte, suavemente, se deja oír un vals de Strauss: “Vino, mujeres y canto”. Hay un sillón vacío en el centro del semicírculo, esperando a Nick Carter.
  
  Sin vacilar, Nick Carter se adelanta, se instala cómodamente en el sillón, extrae de su cigarrera dorada un cigarrillo rubio, con filtro, y mirando al auditorio en suspenso, comienza:
  
  —Damas y caballeros, los he reunido aquí…
  
  (fin del episodio)
  
  
  
  
  
  Montevideo, 1973.
  
  
  
  
  
  MARIO LEVRERO. Escritor, librero, fotógrafo, humorista, director de revistas de ingenio y de talleres literarios. Jorge Mario Varlotta Levrero publicó en 1970 su primera novela, La ciudad. No quiso firmarla con su nombre habitual: «Sabía que había algo ahí que me era ajeno, que Jorge Varlotta no podía escribir eso… Mi segundo nombre y mi segundo apellido fueron una solución perfecta». Sus dos novelas siguientes (El lugar, 1982; París, 1980), completan la llamada «Trilogía involuntaria», intensa aventura kafkiana nacida de su lado más inconsciente y nocturno. A mediados de los ochenta, instalado en Buenos Aires y atado a un trabajo rutinario que le permitía vivir con comodidad pero le impedía crear, confiesa su vergonzoso abandono de toda pretensión espiritual en «Diario de un canalla», anticipo de la técnica que usaría en El discurso vacío (1994) y La novela luminosa (2005), minuciosos y magistrales registros autobiográficos de su posterior experiencia en Colonia y Montevideo. Escritor de culto durante muchos años, sólo después de su muerte fue reconocido como uno de los grandes autores latinoamericanos. Caza de conejos, escrita en 1973, representa un salto liberador en la obra de Levrero: incorpora el humor que el autor prodigaba (protegido por varios seudónimos) en revistas satíricas de la época y borra los límites de sus fronteras creativas.
  
  
  
  
  
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