Carter Nick : другие произведения.

Después de los eventos descritos en Run, Spy, Run,

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Знак топора Ник Картер [Картер, Ник] 0/0 0 комментариев Картер восстанавливается в своем доме в Нью-Йорке после очередного задания, когда его назначают личным телохранителем Никиты Хрущева во время присутствия советского премьер-министра на открытии сессии Организации Объединенных Наций. Картер предотвращает два отдельных покушения на Хрущева. AX и его советский коллега (известный здесь как SIN) полагают, что убийства связаны с усилиями коммунистов Китая по дестабилизации отношений между СССР и США. Ник вместе с российским агентом направляется в Запретный город Китая и уничтожает банду террористов, известную как КОГТЬ. Некоторые факты об авторах: Майкл Аваллоне (1925–1999) Майкл Анджело Аваллоне был американским автором детективов, фантастических романов о секретных агентах, а также новелл для телевидения и кино. Его прижизненным произведением было более 223 работ, опубликованных под его собственным именем и семнадцатью псевдонимами. В данном случае Ник Картер.
  Después de los eventos descritos en Run, Spy, Run, Carter se está recuperando en su casa en Nueva York de otra tarea, cuando se le asigna como guardaespaldas personal de Nikita Khruschev durante la asistencia del primer ministro soviético a la sesión de apertura de las Naciones Unidas. Carter frustra dos intentos de asesinato por separado en Jrushchov. AXE y su contraparte soviética (conocida aquí como SIN) creen que los asesinatos están vinculados a los esfuerzos comunistas chinos para desestabilizar las relaciones entre la URSS y los Estados Unidos. Nick está emparejado con un agente ruso para ingresar a la Ciudad Prohibida de China y destruir a una pandilla terrorista conocida como CLAW.
  
  
  
  
  
  Capítulo 1
  
  
  
  
  Los titulares anunciaban: “KHRUSCHEV VISITARA NUEVA YORK PARA HABLAR ANTE LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS”.
  
  Nada había en tal noticia que pudiera llamar la atención del ciudadano común. Algunos, en especial los peluqueros y conductores de taxis, que se aprovechaban de sus oyentes cautivos, expresaban clamorosamente su desaprobación ante la próxima llegada a suelo norteamericano del primer ministro soviético. Otros se preguntaban, sin mucho interés, si volvería a repetirse la exhibición de malos modales dada el año anterior por Khruschev en circunstancias similares. Pero a la mayoría no le importaba sencillamente un comino de Khruschev ni de la guerra fría.
  
  Con todo, hubo algunas personas que leyeron aquella noticia con satisfacción e interés, y otras que vieron en ella una señal. En una docena de lugares de la ciudad, suntuosos y miserables, y en varios sitios de otra ciudad, algunos corazones latieron con más rapidez; algunas mentes comenzaron a formular nuevos planes basados en antiguas instrucciones.
  
  Personalmente, Nick Carter se contaba entre la gran mayoría a quien no le importaba si Khruschev iba o venía, si vivía hasta los ciento diez años o si expiraba al día siguiente, víctima de una apoplejía. Sin embargo, como buen profesional, se preguntó si habría problemas.
  
  En ese momento bebía buen whisky escocés y aspiraba el leve perfume de Robyn, sentado en su departamento y gozando de un merecido descanso, luego de una misión satisfactoriamente cumplida. Era un agente de la organización secreta HACHA, encabezada por Hawk, el único que podía impartirle órdenes. Sin duda, no tardaría en hacerlo. Por lo pronto, aquella noche le pertenecía. Esa noche era Nick Carter, un ciudadano común que apenas si pensaba en otra cosa que amor, cócteles, cena y más amor. Y también esa noche, la joven de ojos azules como un lago y de cabello negro como ala de cuervo, era Robyn Tyler, actriz, dramaturga y compañera de idilio, sin ninguna clase de disfraz. Quizás fuera actriz, pero junto a él recobraba su propia personalidad.
  
  —Nick, querido —le susurró al oído, quitándole el diario—No pensemos siquiera en nuestro trabajo. Al diablo con Khruschev; pensemos en nosotros. Hagamos algo lindo.
  
  —¿Por ejemplo? —sonrió él besándole el rostro.
  
  —Por ejemplo, eso mismo ...
  
  —Son las siete, querida.
  
  —¿Y? ¿Acaso es la hora de tus ejercicios de yoga?
  
  —No; es la hora del noticiero —rio él y puso en funcionamiento el televisor—. Lo siento, pero bien sabes que es parte del ritual.
  
  Ella lo sabía, sí. Hawk insistía en que sus agentes se mantuvieran informados de todas las últimas noticias; nunca se sabía cuándo alguna brizna de información podía convertirse en la clave sencilla de algún caso complicado. En la pantalla aparecieron los relatores Bunter y Hinkley.
  
  —Los funcionarios de Washington opinan que los rumores carecen de verosimilitud —dijo el primero—. Sostienen que cada vez que una personalidad prominente visita nuestras playas, en especial modo una personalidad tan discutida como la del primer ministro soviético, la precede una racha de amenazas y rumores. Sin embargo, se adoptarán precauciones. Con ustedes ahora, Pete Hinkley en Nueva York.
  
  Y continuó el nombrado:
  
  —Una vez más, los funcionarios municipales se verán enfrentados con la ingrata tarea de proteger a una personalidad impopular de todo contacto con aquéllos que le guardan rencor personal o sostienen fanáticamente sus opiniones políticas. Todavía no se han anunciado planes acerca de la protección de Khruschev, pero no hay motivos para envidiar a la policía local ni a las fuerzas de seguridad de las Naciones Unidas, tengan o no tengan fundamento los rumores.
  
  Nick apenas si prestó atención al resto del noticiero. Gracias a Dios, aquel problema no le concernía, y bien satisfecho estaba de ello. Se volvió hacia Robyn, la abrazó ...
  
  Y en ese momento sonó la campanilla del teléfono.
  
  
  
  El taxi recorrió el trayecto desde el Aeródromo Dulles hasta el centro de Washington. En la calle Catorce, Nick pagó al conductor y caminó varias cuadras hasta llegar a un bar silencioso donde hizo una rápida llamada telefónica y bebió una copa. A la primera reacción de resentimiento experimentada ante la cautelosa llamada de J-2, sucedió otra de curiosidad, cuando el agente chófer de HACHA lo llevó a toda prisa al Aeródromo de Newark, donde le hizo tomar un avión para Washington. Sus únicas instrucciones eran que Hawk requería la inmediata presencia de Carter en el cuartel general de la organización.
  
  Al salir del bar, Nick tomó otro taxi para trasladarse al edificio situado en el Circuito Dupont. En el sexto piso, en las oficinas de los Servicios de Prensa Unificados, lo aguardaba Hawk, quien en mangas de camisa y con un lápiz tras la oreja tenía todo el aspecto de un curtido periodista pueblerino. Sin embargo, esa apariencia no era sino un engaño. Su voz dominante se alzó por sobre el estrépito de las teletipos para decir:
  
  —Era hora de que llegaras. Vamos a mi oficina. ¿Cómo va tu hombro?
  
  —Bien. ¿Cuál es la emergencia?
  
  —Puede que esto no te guste, ya que se trata de algo radicado en tu ciudad, y que no es precisamente de tu especialidad.
  
  —En tal caso, ¿por qué asignármelo a mí? —Carter alzó las cejas—. No tengo inconveniente en cambiar de especialidad, pero ¿acaso no nos hemos ajustado siempre a la práctica de vivir en un lugar y actuar en otro? Y si es que no se ajusta a mi especialidad, quizás algún otro esté mejor preparado que yo para encargarse de lo que sea.
  
  —Aunque te extrañe, todo eso ya se me había ocurrido. —El jefe de HACHA lo miró fríamente—. ¿Debo deducir que rechazas la misión sin saber de qué se trata?
  
  —No ...
  
  Nick sacudió la cabeza negativamente y sacó un cigarrillo. A Hawk siempre le había gustado adornar sus respuestas; pues que hablara él, entonces.
  
  Durante un breve silencio, Hawk esperó que Nick protestara y éste aguardó la explicación de su jefe, preguntándose a que venía aquella especie de prueba. Solía apelar a ese recurso para postergar la mención de algo que no tenía muchas ganas de decir, así que Nick dedujo que su misión no tendría nada de agradable.
  
  —Como sabes, Khruschev viene a Nueva York —comenzó Hawk—. Probablemente hayas oído asimismo los rumores relativos a un complot para asesinarlo. ¿O no?
  
  —En realidad, no. He oído rumores relativos a rumores, pero sin que se mencionara un complot. No oí nada de asesinato; supuse que se trataría de lo acostumbrado ... amenazas de venganza contra un odiado dirigente comunista, y luego... ¡nada! Nada más que manifestaciones y escaramuzas.
  
  —Bueno, ojalá que esta vez tampoco suceda nada —dijo secamente el viejo—. Sin embargo, tenemos motivos para creer que habrá problemas. Hemos recibido información, proveniente en su mayor parte de Cuba, de que si Khruschev regresaba a los Estados Unidos, se cometería un atentado contra su vida.
  
  —¿Por parte de quiénes? ¿De exiliados cubanos? No debe tratarse de ningún individuo aislado, de lo contrario no tendrías informes al respecto. ¿Un grupo norteamericano?
  
  —No lo sé —admitió Hawk, malhumorado—. Si lo supiera probablemente no estarías ahora sentado donde estás. Lo único que puedo decirte es esto: hace varios meses que recibimos informes breves y nada explícitos, relativos a cierto plan para asesinar a Khruschev en los Estados Unidos. Eso es todo lo que sabemos. Por un lado no es nada; por el otro, mucho. Lo importante es la persistencia de estas informaciones. Las recibimos de nuestro agente en Cuba, de refugiados, y a veces de corresponsales en Asia. No podemos descartar la versión. Y no es sólo su persistencia lo que nos interesa; existen otros dos factores de vital importancia. Primero: la mayor parte de estos rumores provienen de Cuba, que no simpatiza nada con nosotros y que se inclina a un comunismo bastante intransigente. Segundo, aparentemente el plan requiere que Khruschev se halle, no en China ni en Cuba ni en ninguna otra parte, sino en los Estados Unidos, y casi seguramente en Nueva York.
  
  —Entonces tú supones que el plan obedece a un doble objetivo —observó el agente secreto, meditativamente—. Por un lado, deshacerse de Khruschev; por el otro, poner a los Estados Unidos, a las Naciones Unidas o ambos en una situación comprometida.
  
  —Así es, más o menos —asintió Hawk—. El resultado podría ser el fin de la organización mundial y acaso el del mundo. Es casi seguro que si Rusia considera que los Estados Unidos son responsables, deliberadamente o no, por la muerte del líder soviético, tendremos una guerra fría como para helarnos o una guerra caliente donde arderemos todos.
  
  —Supongo que tienes razón... Pero eso es insensato; no ganarían nada con ello.
  
  —No se trata de sensatez. Quienquiera suceda a Khruschev tendrá que demostrar su dureza “vengando” el asesinato. Rusia no podría permitirse el desprestigio que le significaría no ir a la guerra. Hemos tenido varios incidentes mucho menos graves que nos han llevado peligrosamente cerca del desastre. No; no busques la sensatez en este juego de la política internacional. Si el atentado llegara a tener éxito, es imposible prever adonde podría llegar el empeoramiento de nuestras relaciones con Rusia. Así es que tendremos que impedirlo. Bajo ninguna circunstancia podemos permitir que le suceda nada a Khruschev aquí. No me importa si se muere diez minutos después de su regreso a Moscú ...
  
  —De eso no estoy tan seguro —arguyo Nick—. Claro que el problema sería menor si no nos pudieran culpar de su muerte, pero aun así podríamos vernos en dificultades muy serias. ¿Quién sucedería a Khruschev? ¿Acaso otro Stalin? No; más vale malo conocido… Pero, ¿quién puede salir ganancioso con su muerte? Quizás se trate de alguien que ni siquiera piensa en la guerra. Los fanáticos no siempre toman en consideración los resultados de sus actos. Podría tratarse de un grupo fascista, o de un grupo de anticomunistas honestos, aunque estúpidos. Podría ser un grupo cubano desilusionado de Rusia y particularmente de Khruschev, o un grupo comunista rival, chino o aun ruso.
  
  —Así es, pero no tiene sentido teorizar más. Tenemos que obtener más datos y tenemos que proteger a Khruschev. Afortunadamente nos queda algo de tiempo. Antes de darnos a la tarea, me gustaría que archivaras mentalmente un par de datos: uno es la sorprendente velocidad con que se difundió la versión de un intento de asesinato, versión que hasta ahora estaba confinada en nuestros propios archivos. Alguien lo reveló en momento curiosamente adecuado. La filtración no surgió de nuestro lado. El otro detalle que deberías tener en cuenta, es la actual intensificación de la guerra fría, provocada por incidentes deliberados, destinados a causar roces entre nuestro país y Rusia. No debemos tener más incidentes de esa clase, y menos uno tan grave como un atentado exitoso contra Khruschev. —Fulminó a su agente con la mirada, como si lo sospechara de abrigar él mismo tan siniestros planes; luego comenzó a trazar garabatos en un block amarillo—. Bueno; supongo que estarás ansioso por enterarte de tu participación en esto ...
  
  —Por cierto que sí.
  
  Sin mirar a su interlocutor, el jefe de HACHA continuó:
  
  —Naturalmente, tu tarea consistirá en impedir que tal cosa suceda. Después que repasemos todos los detalles, regresarás a Nueva York y te pondrás en acción. Acompañarás al primer ministro soviético desde el momento en que llegue hasta el instante en que parta su avión.
  
  Dicho esto, Hawk alzó la cabeza y miró desafiante al boquiabierto Nick.
  
  —¿Mi tarea? —Cerró la boca y tragó saliva—. ¡Claro, por supuesto! El F.B.I., el Servicio Secreto, los guardaespaldas del propio Khruschev, la policía local y las fuerzas de seguridad de las Naciones Unidas estarán demasiado ocupadas para dedicarse a un asunto tan poco importante. ¡Sin contar con que sus recursos son tan limitados y su equipo tan deficiente, que no se pueden arreglar sin mí...! —Rio secamente—. No es misión apropiada para mí ni para HACHA.
  
  —Pues lo es —suspiró Hawk—. En primer lugar, no serás un simple guardaespaldas; tendrás que ser responsable por todas las medidas de seguridad que se tomen y predecir de antemano los movimientos de los asesinos. En segundo lugar, el jefe pidió especialmente tu participación.
  
  El interés de Nick Carter se reavivó: sólo existía en el país un hombre a quien Hawk llamaba jefe.
  
  —Le gustó la forma en que resolviste el caso Harcourt, pese a que Judas logró huir. Bueno; los jefes de Seguridad y de Información concuerdan en que un agente de HACHA, con su amplio entrenamiento especializado en explosivos, aparatos mortíferos, seguridad y traición ajena, sería el más apropiado para coordinar todos los planes y asegurarse de que se lleven adelante. Te elegimos porque el jefe te pidió ... y porque eres el hombre de quien menos puedo prescindir.
  
  —Creo que hoy no estoy muy brillante —dijo Nick, poniéndose de pie—. ¿Qué tiene que ver eso de “el hombre de quien menos puedo prescindir”? ¿Lo dices para halagarme o la misión es tan cómoda que no hay posibilidad de que sufra daño?
  
  —Al contrario. Por el amor del cielo, siéntate. No puedo hablar contigo si me miras desde arriba. Ahora sí. Ofrecemos a los rusos lo mejor con que contamos; tú. Un agente altamente especializado a quien no podemos permitirnos perder y que no queremos perder. Si alguien atenta contra Khruschev, tendrá que eliminarte a ti antes. Tú eres su seguro de vida, precisamente por ser el más importante de nuestros agentes. ¿Comprendes ahora? Tendrás que convertirte en su sombra. Su muerte es tu muerte; su seguridad, la tuya. Por esta vez correremos el riesgo de hacer público que un agente secreto de primera categoría se encarga de la misión. Conviene para nuestras relaciones públicas —rio Hawk—. Los rusos saben mejor que nadie que no exponemos públicamente a nuestros agentes secretos a menos que sea imprescindible. Por eso te arrojamos a los lobos, Carter.
  
  — Ahora que lo explicas, suena bastante razonable —admitió el agente—. Pero yo no quiero que ésta sea mi última misión. A menos que des por terminada mi utilidad para HACHA cuando me despida de Nikita, ¿no crees que debo adoptar algún disfraz para andar entre los lobos?
  
  —Claro que sí —replicó Hawk, irritado—. Ya te dije que no queremos perderte, y me refiero no sólo a tu vida sino a tu utilidad para nosotros. En cuanto terminemos aquí iremos a la sección Corrección; allí podrás pedir lo que te haga falta.
  
  La sección Corrección ejerce su oficio, no sobre pruebas de imprenta, sino sobre rostros y personalidades. Sus artistas saben prácticamente todo lo que es posible saber acerca de maquillaje, comportamiento criminal, cirugía plástica, anatomía, cabello falso y verdadero, impresiones digitales, tinturas y cosméticos, dermatología y cuidados dentales, lentes de contacto, tatuajes y marcas de nacimiento.
  
  Hawk, que en sus garabatos trazaba ahora caras redondas con cabezas calvas, continuó:
  
  —Ahora bien ... Khruschev llegará en un avión a chorro el día anterior a la sesión de apertura. Si lo crees aconsejable y concuerda con tus planes, podríamos hacer que lo inviten a alojarse en una casa privada de Nueva York o de la Isla. Por supuesto, tendrá consigo a sus propios agentes secretos. Todavía ignoramos la extensión de su visita. Probablemente no se quede más que unos días. Bueno, ahora, teniendo en cuenta lo poco que he podido decirte, dime cuáles son tus acciones. ¿Cómo harías para custodiar a Khruschev?
  
  El jefe de HACHA gustaba de enterarse así de las primeras impresiones e ideas de sus agentes; su misma frescura y espontaneidad podía darles valor.
  
  Después de meditar un minuto para poner sus ideas en orden, Nick comenzó:
  
  —Bueno, a mi modo de ver deberíamos encararlo así...
  
  
  
  
  
  En las primeras horas de la mañana, el aeródromo de Idlewild parecía más tranquilo que de costumbre. Solamente los agentes de policía armados vigilaban desde la plataforma de observación. Todos los accesos al campo estaban fuertemente custodiados, y en su mayor parte clausurados. Los vehículos detenidos se amontonaban ante las barreras; los helicópteros policiales describían círculos a escasa altura. En varios lugares, sin hacerse notar, aguardaban automóviles con los motores en marcha.
  
  El gran avión a chorro soviético permanecía sobre el asfalto como una enorme ave de regreso a su nido. Dos filas de policías militares formaban un pasaje desde el aparato hasta la puerta de acceso. Adentro, agentes de paisano custodiaban los pasillos y las salas públicas. En cada oficina se ocultaban hombres armados con ametralladoras y rifles de alto poder. Los coches oficiales esperaban afuera, manejados por agentes de seguridad y custodiados por asistentes munidos de pistolas y de credenciales gubernamentales.
  
  Junto con el grupo de visitantes rusos, Nick avanzó por entre las filas paralelas de agentes uniformados. Abría la marcha un grupo conjunto de oficiales del servicio secreto norteamericano y soviético. Custodiado por musculosos guardaespaldas, los seguía contoneándose el primer ministro ruso. Varios pasos detrás de él, avanzaba Nick, acompañado por el general Zabotov.
  
  Zabotov había llegado al país poco después que Nick fuera convocado a Washington. Como jefe de un contingente de avanzada de funcionarios soviéticos, el general había conferenciado con Carter y los más importantes agentes de seguridad del país. Algunas de sus exigencias le parecieron fantásticas a Nick. En cuanto a él, expresó su opinión acerca de ciertos arreglos hechos por Carter con una mueca despectiva, pero como parte de la tarea de éste consistía en ser tranquilizador y condescendiente, accedió a todas las demandas rusas y se aseguró al mismo tiempo de que también se llevarían a la práctica sus propios planes. Al avanzar, Zabotov contempló al hombre que iba a su lado, a quien conocía con el nombre de Richard MacArthur, y de quien se decía que era uno de los más valiosos agentes especiales del país. Era aún más alto que él, de vigorosa contextura; tenía ojos oscuros y cabello negro, matizado de gris. Su mandíbula era algo pesada; en el costado de un ojo tenía una cicatriz. Era un tanto obeso en la cintura y parecía cojear un poco al caminar.
  
  Ni los mejores amigos de Nick lo habrían reconocido, acostumbrados como estaban a sus ojos de color gris acerado, mandíbula enjuta, esbeltez y andar felino.
  
  Un grupo de funcionarios municipales y federales sumamente destacados recibió a Khruschev y sus acompañantes dentro del edificio del aeródromo. Al detenerse la comitiva, Nick paseó la mirada rápidamente a su alrededor, a fin de verificar la presencia de los hombres apostados por él en los alrededores. Todos los que por allí estaban, habían sido objeto de pruebas exhaustivas; cada cara le era familiar y de confianza.
  
  La procesión volvió a ponerse en camino, y Zabotov inclinó la cabeza hacia Nick.
  
  —Confío en que recordará lo dicho en nuestra primera reunión. Si alguien llega a acercarse siquiera al primer ministro con la intención de hacerle daño ... si Khruschev llegara a morir... —Hizo una pausa.
  
  —No morirá —repuso Nick con una confianza que estaba lejos de sentir.
  
  —Muy bien —asintió el general con sonrisa sardónica—. En tal caso los Estados Unidos tampoco.
  
  Poco después una comitiva de automóviles, con las sirenas a todo vuelo, partió del aeródromo rumbo a Manhattan. Las motocicletas cerraban la marcha.
  
  Durante cinco minutos no se permitió salir ningún otro vehículo del aeródromo ... y sin embargo hubo dos personas que sí salieron y se dirigieron hacia la ciudad.
  
  Gradualmente se fue normalizando el tránsito. Los guardias armados levantaron el bloqueo de los caminos una vez que pasó la comitiva motorizada.
  
  En la entrada del túnel de Queens a Manhattan, estaban sucediendo dos cosas: un oficial se daba a pensar por su cuenta y un camión detenido parecía dispuesto a ponerse en marcha.
  
  A la distancia se oyeron las sirenas de la comitiva. El camionero, que se afanaba febrilmente ante la misma entrada del túnel, volvió a subir a su cabina y apretó una vez más el arranque. Esta vez logró hacer marchar el vehículo, que avanzó lentamente hacia el interior del túnel con gran chirrido de engranajes. El oficial que pensaba por su cuenta notó que los vehículos se apiñaban en las rutas de peaje y oyó las sirenas. Se le ocurrió que tendría entre manos un gran lío cuando intentara hacer pasar la comitiva por entre las filas de coches que esperaban. Ahora, antes de que llegara la comitiva, era el momento de hacerlos pasar y sacarlos de en medio. Después demoraría a los vehículos que vinieran luego, ajustándose estrictamente a las órdenes. Impartió instrucciones para que se hiciera pasar rápidamente por el túnel al primer grupo de coches.
  
  Dentro del túnel, el camión parecía estar en dificultades, ya que avanzaba lentamente, como un elefante herido. Pero al conductor no le importaba. Tendió la mano hacia una pequeña radio portátil que tenía sobre el asiento y subió el volumen. Se oyó una voz:
  
  —Calculamos un minuto para la entrada. Siga allí. Un minuto para la entrada. Mantenga velocidad; avance lentamente. Espere señal.
  
  El motor del camión tomó velocidad, apenas lo suficiente como para contentar al agente que ocupaba la cabina de peaje, pero no como para batir ningún record de velocidad. La voz de la radio se hizo oír otra vez.
  
  —Verifique mecanismo para tres. Repito: verifique mecanismo para tres. Listo para la acción. Ahora... ¡utilice la primera oportunidad inmediata y ya!
  
  El camionero verificó el aparato que tenía en las manos; luego observó su posición en el túnel. No se veía la garita de guardia siguiente. Con un movimiento rápido y controlado, arrojó un paquete alargado por la ventanilla posterior de la cabina al interior del camión. Faltaban dos minutos; uno o dos coches pasaron junto a él; luego cesó el flujo de vehículos y por un momento pareció que ya ninguno entraba en el túnel.
  
  Súbitamente, el trepidar de dos motocicletas rompió la relativa calma. Velozmente se adelantaron para esperar, a la salida del túnel, el paso de un huésped muy especial.
  
  En la parte de atrás del camión, algo empezó a humear.
  
  Afuera, cerca de una de las cabinas de peaje, alguien gritó:
  
  —¡Detengan ese coche! ¡Les dije que no debían entrar más autos durante dos o tres minutos!
  
  El coche mencionado estaba ya en el interior del túnel e iba a buena velocidad. Un automóvil policial se lanzó en su persecución.
  
  —¡Atención! —se oyó otra radio en el túnel—. Un vehículo no autorizado entró en el túnel a gran velocidad. Un Master Special negro. Hizo caso omiso de la orden de detenerse ...
  
  Los ocupantes de los cuatro autos que formaban la procesión principal oyeron el anuncio con variada aprensión. En el segundo, el agente norteamericano sacó un arma de su pistolera y se dirigió secamente al alto militar que estaba junto a él. El hombrecillo bajo y calvo los miró.
  
  Adelante, a cierta distancia, un humo espeso se elevó del camión, que no se detuvo. Un guardia salió de su puesto con un extinguidor de fuego y corrió tras él. Una llamarada envolvió la parte posterior del camión; el humo surgió en oleadas sofocantes. Detrás de él, los coches frenaron, chocando unos con otros. Algunas personas gritaron. Súbitamente el camión patinó hasta detenerse... cruzado ambas avenidas y bloqueando así el túnel.
  
  Mucho más atrás, el Master Special comenzó a perder velocidad; el coche policial lo alcanzaba. El conductor del primero lo detuvo bruscamente; describió una curva tras el auto policial y dio contra la pasarela con terrible fuerza. Cuatro hombres saltaron afuera; dos de ellos estaban armados de metralletas, los otros dos asían objetos de forma irregular en sus manos levantadas. Los cuatro usaban máscaras antigases.
  
  Las balas policiales despertaron ecos en el túnel. Dos objetos volaron por el aire y estallaron; los cuatro enmascarados se abrieron paso a tiros y avanzaron por entre el humo.
  
  
  
  
  
  Capítulo 2
  
  
  
  
  —¡Gas lacrimógeno!
  
  Varias voces repitieron el grito dentro del túnel. Adelante, el camión estaba en llamas.
  
  Los cuatro coches principales de la comitiva bullían de actividad. En uno de ellos, una voz incisiva daba instrucciones por un radiomicrófono, mientras otro hombre sacaba máscaras antigases de un compartimiento. Hombres bien armados, con las caras cubiertas, surgieron de los otros automóviles y se desplegaron por el túnel, que era un infierno de fuego y calor. Se oían los alaridos lastimosos de un guardia atrapado en su cabina de cristal, cuya puerta habíase hinchado con el calor.
  
  El hombrecillo regordete y calvo seguía silencioso en el segundo vehículo de la que fuera una comitiva. Por espacio de un instante se preguntó qué habría sido del conductor de aquel camión incendiado, pero pronto lo supo. Súbitamente el que estaba a su lado levantó su pistola, apuntó con cuidado e hizo fuego contra una figura que avanzaba agazapada por la pasarela. Atravesado por una bala, el desconocido se desplomó.
  
  La humareda se hacía cada vez más densa. Las descargas de metralleta repercutían en el túnel; se oyó una voz que impartía órdenes, y de alguna parte surgió ayuda.
  
  Momentos después, el túnel era un campo de batalla, donde las fuerzas del mal estaban en desventaja de diez a uno. Policías y bomberos se precipitaron por entre el humo. Aun en pleno holocausto, varias ambulancias se estacionaron a cada extremo del túnel, y enfermeros de blanco uniforme se arriesgaron a avanzar entre las llamas.
  
  Cuando todo terminó, dos mujeres se habían desvanecido; un anciano sufría un ataque al corazón. Una niñita daba muestras de histerismo. Había muchas gargantas doloridas y ojos irritados. Varios patrulleros pasarían algunas semanas fuera de combate. Cinco hombres yacían muertos; uno era el camionero, los demás, los cuatro ocupantes del Master Special negro.
  
  Al fin el túnel quedó libre y la comitiva, reforzada, reanudó la marcha.
  
  En el segundo automóvil, el gordo de reluciente calva desenvolvió una tableta de goma de mascar y se la llevó a la boca.
  
  —Bueno, señor Khruschev; ¿cómo se siente? —le preguntó el gigantesco agente especial norteamericano que iba a su lado.
  
  —Bastante bien, teniendo en cuenta todo lo sucedido —respondió el interpelado.
  
  
  
  El grupo entró en el departamento que en Park Avenue tenía el industrial norteamericano Elmer K. Forrest. Este, que solía declarar públicamente su aversión por el comunismo ruso, era en realidad un ardiente partidario de mejores relaciones comerciales y culturales entre ambas grandes potencias.
  
  Cada ocupante del edificio de departamentos donde habitaba el millonario estaba vigilado. En el personal de maestranza, había varios reemplazos, cubiertos por personas esencialmente adiestradas para llenar dobles papeles: agente especial y cocinero, agente especial y limpiaventanas, agente especial y ascensorista, etcétera. Inspectores de seguridad habían revisado todo el edificio. Sin hacerse notar, policías de paisano, armados, vigilaban el departamento, el edificio, el techo y la calle.
  
  En el estudio de Forrest, Nick Carter repasaba mentalmente las medidas de seguridad adoptadas. Habría viajes de ida y vuelta al centro, y después las Naciones Unidas. Pero días enteros de entrevistas con los agentes de seguridad de la ONU habían dado por resultado un plan que parecía perfecto.
  
  Entró en el estudio el general Zabotov, seguido por uno de los más fieles sirvientes de Forrest, que traía consigo una bandeja con hielo, vasos y vodka. Ante una señal del ruso, dejó la bandeja y salió. Nick miró a Zabotov con aire inquisitivo.
  
  —El primer ministro Khruschev le envía sus felicitaciones —declaró el ruso—. Admira la perfección de su plan y desea que brindemos por su salud.
  
  —Lindo brindis —asintió Nick— . ¡Qué considerado de su parte! Bueno, no quiero decepcionarlo.
  
  —:No le conviene —dijo Zabotov alzando la botella.
  
  Tres días con sus noches de incesante vigilancia dejaron a Nick tenso y con los ojos enrojecidos. La disciplina yoga mantuvo alerta su mente; los ejercicios yoga mantuvieron su cuerpo en condiciones y le permitieron algún descanso. De todos modos, se alegraba de que el jefe ruso partiría pronto de regreso a Moscú.
  
  El mismo Khruschev mostraba señales de intranquilidad. Evidentemente, prefería exhibirse en público y no tener que ocultarse.
  
  Y su aburrimiento lo impulso a complicar las cosas durante su último día de permanencia en Nueva York.
  
  Sentado en la última fila del sector soviético de la Asamblea General, Nick pensó en la perversidad del hombre. Frente a él, la cabeza calva se agitaba, dejando escapar andanadas de palabras. Aparentemente, no tenía ninguna importancia para él el hecho de que otro ocupara el estrado.
  
  El líder soviético había anunciado que, al finalizar la sesión de la mañana, se proponía pasearse por el rosedal con el secretario general, U Thant. Peor aún; periodistas y fotógrafos estaban invitados.
  
  Nick maldijo entre dientes: ¿no podía haber esperado a estar de regreso en su país para pasearse por su maldito rosedal?
  
  La reunión concluía, al menos para la delegación rusa. Entre un murmullo de conversaciones enigmáticas abandonaron la gran sala de asambleas. A su salida no hubo silbidos ni gritos de “Rusos asesinos”, ya que se prohibió la entrada en las galerías durante la estada de Khruschev.
  
  Al presenciar su partida, el orador que ocupaba la plataforma concluyó apresuradamente su discurso. Si algo iba a suceder en el rosedal, no quería dejar de presenciarlo; su país tenía especiales motivos para detestar a Khruschev y al sistema soviético.
  
  También los salones públicos estaban envueltos en un silencio casi sobrenatural. Miles de airados turistas habían sido alejados de los portones. Guardias de seguridad, armados, patrullaban el edificio y sus alrededores, mientras los helicópteros policiales sobrevolaban el Río del Este.
  
  Khruschev y su séquito colmaron dos ascensores que los condujeron hasta la planta baja. Se conversaba mucho, en voz alta y nerviosa, con gran variedad de acentos regionales. Nick, cuyo ruso, aunque bueno, era muy ciudadano, logró entender que les resultaba divertido tener que recorrer tan gran distancia dentro de un edificio para poder salir.
  
  Cuando se dirigieron hacia las puertas de cristal que daban al jardín, Nick se abrió paso por entre un apretado grupo de delegados rusos para ocupar su puesto junto al primer ministro visitante.
  
  Afuera, apenas unas cuantas rosas florecían aún en esa época del año. Nick decidió hacer un nuevo intento.
  
  —Señor, ¿no quiere reconsiderar su decisión? —preguntó en ruso—. Por lo común estaría perfectamente seguro, pero ...
  
  El rollizo ruso lo interrumpió con una frase breve y enfática antes de darle la espalda. Zabotov, que iba junto a Nick, sonrió.
  
  —Usted ha sido demasiado concienzudo, amigo mío —manifestó—. Ahora él supone que no existe peligro alguno. ¡En cualquier caso, espera que usted lo proteja de cualquier incidente!
  
  —Ya oí lo que dijo —replicó secamente Nick—. Le conviene mantener los ojos tan abiertos como los oídos; no creo que a usted le den una medalla si a él le sucede algo.
  
  El general ruso le echó una mirada maligna.
  
  El sereno e imperturbable secretario general de la ONU recibió en el jardín al grupo ruso. Poco después llegaron destacados periodistas y fotógrafos; el grupo se convirtió en una multitud.
  
  Nick miró intranquilo a su alrededor. Se dijo que, en verdad, no tenía motivo de preocupación: todo parecía estar en paz. Por todas partes estaban apostados los agentes de seguridad, ojo avizor. Los periodistas no solamente eran todos de confianza, sino que estaban desarmados. No se veía en los alrededores un solo rostro que no fuera familiar. Durante las últimas dos semanas transcurridas, Carter se había entrevistado con cada uno de los hombres que tendría alguna relación con la custodia de Khruschev. Tenía memorizado cada rostro como si su vida o el futuro de su patria dependiese de su memoria.
  
  Cuatro helicópteros policiales circundaban los alrededores: uno patrullaba la Primera Avenida, otro el río, un tercero daba vueltas por sobre el edificio. El último describía zig-zags encima del jardín. ¿Un proyectil disparado desde el otro lado del río? No tendría fuerza suficiente. ¿Un traidor en el grupo ruso? Descabellado. Los habían investigado hasta que ellos mismos protestaron ante el Departamento de Estado, lo cual no causó desagrado alguno a Nick Carter. Ahora, si alguno de ellos evidenciaba un súbito deseo de terminar con la vida de su primer ministro, los rusos no podrían sostener que algún norteamericano los había sobornado. Nada malo podía suceder, ¡qué diablos!
  
  Y sin embargo, su mano seguía estando a escasos centímetros de la culata de su poderosa Luger, Wilhelmina, que le pertenecía como botín de guerra.
  
  El rollizo ruso estaba ahora en el medio del grupo; Nick y Zabotov se hallaban directamente detrás. Cualquiera que intentara atacarlo en ese momento tendría que abrirse paso entre cuatro hombres de cada lado, por lo menos.
  
  Se paseaban ahora por el amplio prado que se extendía desde el sendero hasta la zona pública. Nick tenía la impresión de que caminaban con suma lentitud. Llevaba consigo un pequeño radiotransmisor, una seguridad más contra lo inesperado. Si era necesario, podía obtener refuerzos en escasos segundos.
  
  Los guardias permanecían firmes en sus puestos o se paseaban por rutas establecidas. Los dos agentes secretos cerraban la retaguardia inmediata del grupo; Zabotov mantenía la vista fija en la nuca de Khruschev; la mirada de Nick estaba en todas partes.
  
  Un helicóptero se cernía sobre el lado sur del edificio: el segundo iba río abajo; el tercero acababa de pasar frente a ellos, sobrevolando la avenida; el cuarto iba y venía en zig-zag. El quinto ...
  
  El quinto pendía como un enorme moscardón sobre el otro lado del río, justo enfrente del grupo de paseantes. Nick vio que empezaba a moverse en su dirección.
  
  —Señor ministro —dijo rápidamente en ruso—. Debo pedirle que ocupe inmediatamente ese banco, bajo los árboles, y se quede allí. Enseguida, por favor. —En inglés se dirigió a sus colegas del servicio secreto—. Que el grupo se disperse; háganlos permanecer bajo los árboles. Que uno de ustedes y Zabotov se queden junto con Khruschev y el secretario general. —Volvió a expresarse en ruso—. Un aparato no autorizado vuela por los alrededores; quizá no tenga importancia alguna, pero hasta asegurarnos debemos hacer lo que sugieran los oficiales.
  
  U Thant frunció el entrecejo, pensativo. Khruschev hizo una mueca. El quinto helicóptero descendía; parecía tener dificultades... o buscar algo.
  
  Buscando con la mirada los otros helicópteros, Nick encendió su radio. En ese instante, sólo uno estaba lo bastante cerca como para poder ser de utilidad. Nick llevó la mano a la Luger.
  
  El helicóptero número cuatro trasmitía un mensaje:
  
  —NY028 a NY1B20... ¡hable e identifíquese! ¡Hable e identifíquese! ¿Qué hace aquí? ¡NY1B20, identifíquese!
  
  No hubo respuesta. El quinto helicóptero descendía, volando cada vez más bajo por encima del prado cercano a los árboles, cerca del visitante ruso y sus acompañantes. Aparentemente, el motor no andaba bien: ¿podía tratarse de un aparato policial que tuviera dificultades a la vez con su motor y con su radio? Nick decidió lo contrario.
  
  —NY1B20, quítese en seguida de la zona —ordenó por el minúsculo micrófono—. Repito: ¡aléjese en seguida de la zona! NY028, trate de alejar al aparato no autorizado. Si es necesario, dispare. Todos los otros aparatos: vuelvan en seguida al extremo norte del jardín de la ONU.
  
  Rápidamente empezaron a converger ... pero otra cosa sucedía con rapidez aún mayor. El helicóptero no identificado se alejó velozmente del aparato policial que se aproximaba y descendió verticalmente hasta casi tocar el césped. En la ventanilla abierta apareció una cabeza con antiparras, seguida de una mano que empuñaba algo. Ese algo voló por el aire hacia Nick, quien como en un sueño en movimiento lento, dejó caer a Wilhelmina, atajó el objeto y lo arrojó casi al mismo tiempo hacia el atacante. En una fracción de segundo tuvo tiempo para rogar que acertara al aparato del asesino, para advertir que no acertaría, para recoger su Luger y para ver el profundo cráter que se abrió en tierra, poco más allá del helicóptero. Un estallido ensordecedor lo envolvió; grandes trozos de césped, arrancados de la tierra, llovieron sobre el aparato, que se bamboleó, se estremeció y al fin cayó con gran estrépito.
  
  Nick corrió hacia él mientras el aparato policial número cuatro descendía tambaleante no lejos de allí. Algo se movió en el helicóptero derribado; algo que empuñaba un arma. Nick se agazapó y disparó dos veces; el asesino dejó caer la pistola, sus antiparras volaron, desprendidas. Un hilo de sangre apareció en su sien.
  
  En cuestión de instantes, el prado, antes liso, cobró la apariencia de un campo de aterrizaje bombardeado. Milagrosamente, el atacante aún estaba con vida; Nick y uno de los guardias lo sacaron del asiento mientras dos agentes armados registraban el aparato.
  
  —Ayúdenme ... ayúdenme —musitó el moribundo—. Bolsillo. Busquen en bolsillo.
  
  —¿Para quién trabaja usted? ¿Cuántos son? —lo interrogó Nick mientras le revisaba las ropas.
  
  —En el bolsillo... carta. Ayuden a mi esposa; no es su culpa. Corea... lean carta. —Suspiró y la cabeza le cayó sobre el pecho.
  
  Para cuando la ambulancia llegó y se fue, ya Nick había radiotelegrafiado un breve informe para Hawk y vuelto junto a Khruschev. Un detalle lo llenaba de consternación; el frustrado asesino era casi seguramente un norteamericano. Iba a arder Troya.
  
  Se puso en acción el Plan A de Emergencia: un sólido automóvil cerrado que esperaba a la salida con el motor en marcha, se deslizó por el ancho sendero para recoger a Khruschev y los miembros principales de su comitiva. Nick se estremeció al pensar lo que podía haber sucedido; gracias a Dios no era así.
  
  El sedán bajó por una rampa al garaje del sótano, desde donde el asustado grupo fue conducido a unas habitaciones privadas. Allí todos, salvo el imperturbable U Thant, sufrieron colapsos. Esperaron hasta que apareció Nick.
  
  —Así que algo anduvo mal en sus ingeniosos planes, Mac Arthur ...
  
  Nick tardó un instante en darse cuenta de que Zabotov se dirigía a él; su cansancio casi le había hecho olvidar su nombre fingido.
  
  —No, general; esto es lo que sucede cuando se desvía del plan. Y ahora, quizá puedan conducir al señor Khruschev a su cena.
  
  Pero el robusto mandatario no estaba de humor para cumplir con obligaciones sociales; un pequeño grupo de azorados rusos abandonó el edificio, cumpliendo estrictamente las cuidadosas instrucciones de Carter. Zabotov no volvió a formular comentario alguno en el viaje de vuelta hacia el departamento de Forrest; su expresión denotaba una extraña mezcla de malevolencia y respeto.
  
  Poco después de su llegada a la lujosa residencia, los acompañantes del primer ministro comenzaron a formular planes para su partida. Luchando contra el agotamiento, Nick se obligó a concentrarse en la última fase de su misión; varios altos funcionarios de Washington llegaron y se fueron, pero él sólo conferenció con la voz de Hawk, transmitida por radio.
  
  Al fin, ya en el aeródromo, Khruschev hizo una pausa para encararse con el agente norteamericano.
  
  —Como primer ministro de la Unión Soviética, estoy escandalizado —declaró—. Pero como Nikita Khruschev... le doy las gracias.
  
  Luego se bamboleó hasta subir al avión a chorro y perderse de vista.
  
  
  
  
  
  Capítulo 3
  
  
  
  
  La carta hallada en el bolsillo del atacante muerto decía:
  
  "Cambié de idea menos de tres meses después, pero ya era tarde: me tenían atrapado. Al principio solamente pretendían información, y yo no tenía mucha para dar, más luego lograron que delatara a dos de mis compañeros. Creo que no necesitarán que les explique el método empleado. Finalmente, me dieron algo de dinero y me dejaron regresar a mi país. Dijeron que podía ganar dinero en cantidad si les hacía un par de favores, de modo que lo hice. Me hacía falta ese dinero. Luego fue siempre una tarea más, y otra, y otra. Como quisieron que entrara a trabajar en la fábrica, así lo hice. Al principio exigieron rumores, después cartas de los archivos, al fin planes y especificaciones. Me harté y quise apartarme de ellos, pero tenía que pensar en Janie y mis hijos: temía lo que pudiera sucederles. Así que esta vez se aseguraron que tenían una última misión para mí. Cuando me dijeron de que se trataba intenté rechazarla, negarme, pero ...”
  
  Era una carta incoherente, llena de divagaciones, a veces autocompasiva, pero en cierto modo tenía sentido.
  
  —En realidad, no es una historia tan poco común, desdichadamente —declaró Hawk, devolviendo la carta al archivo—. Los chinos sacaron un gran partido de lo de Corea. Lástima que no nos dé más datos.
  
  Nick asintió con la cabeza. Ambos se hallaban en una las oficinas del edificio donde se alojaba el cuartel general de HACHA.
  
  —Al menos, le demostrará a los rusos que no fue ningún complot nuestro. ¿O acaso suponen que falsificamos esa carta?
  
  —No están seguros —admitió Hawk, sombrío—. Pero, como han intentado este tipo de chantaje tan a menudo, saben que puede ser verdad. Por el otro lado, también están familiarizados con los procedimientos para falsificar pruebas, de modo que, en resumen, no se obtiene otro resultado que el de arrojar una duda razonable acerca de nuestras malas intenciones. Lo que más nos favorece es tu parte en el caso; debo decir que adhiero a la opinión del jefe respecto de ti. —Hawk se puso al hojear papeles; era tan parco en sus elogios como un avaro con su dinero—. Claro que era tu misión, pero lo hiciste bien. Y ahora al asunto que tenemos entre manos ... ¿Recuerdas a Julie Baron?
  
  —Claro que la recuerdo, y espero que se halle otra vez entre nosotros —declaró alegremente Carter.
  
  —No lo está —repuso el jefe—. Después del caso de Judas, regresó a Pekín y reanudó sus tareas, claro que con un nuevo disfraz. No existe motivo para que te vuelvas a encontrar con ella.
  
  —Oh...
  
  —Me refiero al futuro inmediato —concedió Hawk—. Por ahora, su importancia para nosotros reside en los informes que nos ha estado enviando, relativos a las actividades subversivas de los chinos rojos... no sólo en Asia, sino aquí mismo, en los Estados Unidos,
  
  —¿Relacionados con nuestro amigo el piloto del helicóptero?
  
  —Parece que sí, si bien no ha dicho nada acerca de él personalmente. Sin embargo, podría figurar como parte de un plan mucho más amplio. Bueno; hemos estado recogiendo información y formulando un plan que te obligará a viajar un poco; necesitas unas vacaciones.
  
  —¿Vacaciones? Pensé que se trataba de una misión.
  
  —Y de eso se trata. Vas a ser un turista. Antes que te marches de aquí, te daré un legajo para que leas. Quiero que repases todo lo que sabes acerca de los dos países incluidos en el informe; después recogerás las maletas de viaje provistas por la Sección Documentos y te alojarás en un hotel. Deja dicho dónde estarás, ya que te entregarán una llave que deberás utilizar para obtener más información y documentación en el lugar de costumbre. Creo que está todo dicho. Lee esto —agregó, entregándole un fajo de papeles—. Una vez que termines, devuélvelo a Archivos; yo me voy a Washington.
  
  —¿Así como así, sin decirme nada?
  
  —Ya volveré. Lo que hallarás te mantendrá bastante ocupado. —En la puerta se volvió—. Si quieres las cintas grabadas de lenguaje, pídeselas a J-2; ya investigó esto, así que sabe lo que te hace falta.
  
  —¿Con qué margen de tiempo contamos?
  
  —Con ninguno. Quiero que estés listo un poco más pronto que lo humanamente posible. —Asintió con firmeza y salió.
  
  Nick dedicó toda su atención al abultado legajo. Después de hojear todo, se concentró en los que parecían ser los documentos más importantes.
  
  El primero era un conciso informe relativo a la escena local; comenzaba con los escasos datos concernientes a Larry Mason y concluía con la reacción en Washington. Mason, el desertor que cambió de idea demasiado tarde, murió pocas horas después de ser hospitalizado. Todo que podía agregar a lo que decía en su carta, era que “ellos” se comunicaban con él en varios bares, esquinas y bibliotecas públicas, y le pagaban en efectivo cada vez que concluía una tarea. No conocía por su nombre a ninguno de sus contactos, como tampoco sus domicilios. Sabía que trabajaban para los chinos comunistas, aunque ninguno de ellos tenía mucho aspecto de chino. A esto seguían sus descripciones. Por cierto que no parecían chinos, pero, salvo Mason, el del acento sureño era aparentemente el único norteamericano. Mason no sabía nada más; imploró que se cuidara de su mujer e hijos y murió.
  
  El informe finalizaba refiriéndose a las repercusiones en Washington. Las relaciones entre la URSS y la USA se volvieron tensas, pero el presidente intervino en persona, de modo que los ánimos se calmaron un tanto. Aliviado, Nick dedicó su atención al informe enviado por Julie Baron. Al leerlo creía verla: alta, elástica y grácil, de ojos felinos y ardientes, piel cobriza y satinada ... “Lee el informe, Carter”, se dijo y sonrió.
  
  “Tal como se hizo notar en anteriores informes, las actividades de espionaje de China Roja aumentan constantemente, a tal punto que hasta los civiles lo advierten. En Pekín, es del dominio público que sus agentes están por todas partes. Hace un tiempo se hizo evidente que una sección especial de los servicios de información unificados ha emprendido una maniobra en vasta escala. Se dedican a crear problemas y disensiones en países que no simpatizan con la actual política china. Sus métodos son: infiltración, sabotaje, falsificación de pruebas, accidentes deliberados y así por el estilo. Dado que los rasgos faciales chinos son difíciles de disimular, al menos durante un lapso más o menos largo, han hallado medios de obligar a hombres blancos a que actúen para ellos. Este agente recibió la impresión de que el principal objetivo de la sección especial era el crear roces entre los Estados Unidos y la URSS. En el informe adjunto se incluyen pruebas suplementarias. Estoy convencida de que el propósito final es crear deliberadamente un incidente que provoque la guerra entre nuestros países, la que sólo podría beneficiar a la República Popular China.”
  
  Nick se dijo que ése era el único país en el mundo que podía sobrevivir a una catástrofe nuclear: aunque sobreviviera apenas un décimo de su población, bastaría para apoderarse del mundo devastado que quedaría.
  
  “Sigo estando segura de esto después de mi entrevista con el agente soviético Guren, quien insiste en dudar de la integridad de los Estados Unidos”, continuaba el informe.
  
  ¿Agente soviético? ¿Qué demonios ... ?
  
  “Como se detalla más abajo, Guren está convencido de que la sección especial china se dedica a perjudicar al comunismo soviético y a la URSS. Señala los incidentes que han tenido lugar en Albania, Cambodia, etc., e insiste en que los chinos rojos están saboteando las fábricas soviéticas, diques y construcciones y haciendo todo lo posible por apoderarse de los secretos atómicos. En general. Guren se resiste a creer que China Roja es responsable por los incidentes antisoviéticos que tienen lugar en Occidente, y hasta en los Estados Unidos. Sostiene que esta posición es simplemente una cobertura norteamericana para sus propias actividades «criminales». Yo no discutí con él.”
  
  Nick rio al pensar en la idea que tenía Julie de no discutir; probablemente había arrancado a tiras la piel de este Guren.
  
  “Sin embargo, admitió que tal organización indudablemente dedicaría su atención a los Estados Unidos en cuanto estuviera preparada, y puso bien en claro que su gobierno está sumamente preocupado por sus actividades antirusas. Tiene instrucciones de localizar su cuartel general y reunir información al respecto, posiblemente con vistas a su ulterior destrucción. Hasta ahora cuenta con muy poca cosa. Sólo admite saber que probablemente esos cuarteles generales se encuentren aquí mismo, en Pekín, que trabaja en estrecha alianza con los amos chinos del crimen, y que se la conoce con el nombre de “La Garra”. Dado que todo Pekín está prácticamente cerrada para el extranjero y es sumamente difícil obtener información, se marcha a Tokio. Allí, agitadores pro-chinos intentan unir lo que se podría llamar el “Oriente Amarillo” contra todos los demás intereses y culturas. Guren cree que en una ciudad más amistosa y occidentalizada, como Tokio, podrá actuar con mayor libertad. También cree que Tokio está colmada de espías chinos, uno de los cuales se mostrará más que dispuesto a entregarle el secreto de La Garra”.
  
  Lo esencial del informe concluía con esta burlona observación. El camarada Guren no parecía haber causado gran impresión a Julie. Nick tuvo la impresión de que aquél, al hallar a Pekín demasiado peligrosa, había escapado a Tokio para mayor seguridad.
  
  Pero su impresión era errónea. Alguien de la sección Archivos de HACHA en Washington había preparado un resumen relativo a las actividades subversivas de los chinos en Asia. Un significativo párrafo se relacionaba con la racha de desapariciones de agentes occidentales que visitaban Tokio, ya fuera en alguna misión o de paso por allí. Varios de ellos desaparecieron después de entrar en casas de baño japonesas.
  
  Nick se dijo que aquello resultaba singular: ¿por qué después de los dos o tres primeros casos, los agentes no permanecían sencillamente alejados de las casas de baño?
  
  Claro que, siendo él mismo un agente, conocía la respuesta: en primer lugar, querrían averiguar el porqué de la desaparición de los otros; en segundo lugar, probablemente seguían idénticas pistas.
  
  Todo aquello indicaba una nueva amenaza oriental; una organización sumamente activa e inescrupulosa, dedicada a sembrar el odio, la muerte y las semillas de la guerra. Su nombre era LA GARRA.
  
  
  
  La sección Documentos, encargada de pasaportes, identidades y aparejos de viaje especiales, le entregó unas maletas de viaje que, aunque livianas, eran sólidas y bien construidas. Los compartimientos secretos resultaban invisibles aun para ojos expertos.
  
  La más pequeña contenía ropas, artículos de toilet y algunos libros y folletos que exaltaban las bellezas del misterioso Oriente. Alojado en el hotel Torres, Nick hojeó los libros. Empezaba a sentir la necesidad de alimentarse y beber, cuando un botones llamó a la puerta para entregarle un sobre que contenía una nota y una llave. La nota daba instrucciones para un encuentro con Hawk al día siguiente: la llave abría un armario de la Estación Gran Central. De regreso en su habitación luego de un rápido viaje de ida y vuelta por la ciudad, Nick abrió sus paquetes. Una vez que se sirvió un trago del primero, se dedicó al segundo.
  
  En los próximos uno o dos días, debía transformarse en Henry Stewart, joven negociante de Detroit que había hecho una fortuna comerciando con repuestos de automóvil y volvía al Japón, que conociera durante la guerra, para una gira de negocios. En realidad, se trataba principalmente de unas vacaciones, más el señor Stewart pensaba aprovecharlas para aumentar sus conocimientos acerca del estado económico del Japón. Visitaría comerciantes, comería en los mejores restaurantes, así como en aquellos pequeños que los turistas ordinarios no solían frecuentar, y visitaría una vez más la escena de sus días de soldado. De modo especial, se deleitaría en las casas de baño.
  
  Con un suspiro de satisfacción, Nick bebió: le encantaba el Japón, que no veía desde hacía años.
  
  Como de costumbre, Hawk y sus adláteres de HACHA habían trabajado concienzudamente. Nick sabía que si alguien hacía averiguaciones en Detroit acerca de Henry Stewart, hallaría respuestas satisfactorias. Según el pasaporte, Stewart era un hombre esbelto y bien parecido, con un toque de gris en las sienes. Su biografía revelaba que era un viudo reciente, que sus únicos parientes vivos eran un hermano, una hermana y sus familias ...
  
  Nick se sumergió en su nueva identidad. Cuando se encontró con Hawk al día siguiente, a la hora del almuerzo, ya era Henry Stewart de pies a cabeza.
  
  El jefe de HACHA lo esperaba en una mesa apartada, leyendo el Wall Street Journal. Se saludaron como colegas de negocios que tuvieran algún asunto de segunda importancia que discutir. Luego que un camarero les trajo un martini muy seco y un whisky, Nick anunció:
  
  —Creo que me gusta esto. Almorzar a costa de tu cuenta de gastos es infinitamente preferible a merodear museos y parques; casi me siento humano.
  
  —Que no se te suba a la cabeza —dijo cáusticamente Hawk—. Bueno; supongo que ya estás familiarizado con los detalles.
  
  —Con todos los detalles disponibles —asintió Nick—. Deduzco que quieres que me haga secuestrar en una casa de baños de Tokio para así averiguar todo lo relativo a La Garra. ¿Y después?
  
  —Después, quiero que localices el cuartel general de La Garra y neutralices sus operaciones.
  
  —¿Neutralizarlas, dices? No me parece que esa clase de actividades sean accesibles a ningún razonamiento. ¿Acaso pretendes que me una a ellos?
  
  —No es eso precisamente. Quiero que los desbarates. La mejor manera será adelantarse constantemente a sus actividades. Sería preferible introducir a alguien entre ellos, pero no a ti. Tu misión será crear el aparato que tarde o temprano los derribará. Pero ésa podría ser una operación a largo plazo, y te necesito para otras cosas, Investígalos, prepara el plan de ataque y regresa.
  
  —Así, sin más ni más. De puro sencillo, ya está prácticamente hecho.
  
  Mientras el mozo les servía ensaladas y el plato especial del día, conversaron acerca del precio del acero. Luego Nick reanudó el tema anterior.
  
  —¿Estamos seguros de que las desapariciones ocurridas en Tokio están relacionadas con La Garra?
  
  —No estamos seguros de nada, pero sí lo creemos probable. Hay que empezar por alguna parte, y bien puede ser Tokio, que es la única pista con que contamos. Pekín es una ciudad grande y extraña, donde podría llevarte meses el solo empezar. No; tendrá que ser Tokio.
  
  —Bueno, a mí me parece bien. ¿Quiénes son mis contactos allí... y en Pekín?
  
  —En Tokio nadie, por ahora; haremos arreglos para que se comuniquen contigo si es necesario. En caso de emergencia, utiliza la dirección de Tokio. En Pekín, tu contacto será la señorita Baron. Para su seguridad, no debes abordarla en persona en ningún momento ni directamente. Tendrás que utilizar también una dirección en código para Pekín; así ella recibirá cualquier mensaje tuyo. Junto con tus definitivas te proporcionaremos instrucciones en código para ocasiones especiales, así como las dos direcciones. Por tu parte, te alojarás sin tapujos de ninguna clase en el Hotel Diplomat, de Tokio. Todo, claro está, dentro de límites razonables. Y ahora... ¿se te ocurre algo más que desees?
  
  —Una docena de encantadoras bailarinas —repuso animadamente Carter.
  
  —Hum —rezongó su jefe, dedicándose a la ensalada.
  
  
  
  
  
  Capítulo 4
  
  
  
  
  Así fue cómo Nick Carter empezó a enfrentarse con Pekín en una casa de baños situada en el corazón de Tokio. Parecía un lugar bastante inocente, inadecuado para encontrarse allí con un peligro mortal.
  
  Visitó las casas de baños hasta sentirse despellejado, hasta creer que ya se le veían los huesos. Recorrió en todas direcciones la abigarrada ciudad oriental, que desde el fin de la guerra se asemejaba a Times Square. Solamente los capullos de loto y los sauces recordaban el pasado legendario de la capital japonesa.
  
  Visitó hermosas pagodas, rollizos Budas, grandes casas de comercio y restaurantes ocultos. Y visitó casas de baño, típicas casas de baños japonesas, donde se conservaba una de las más antiguas costumbres orientales. Comenzaba a preguntarse si todo aquello valdría la pena, cuando recibió el mensaje. Lo encontró en la casilla, debajo del número correspondiente a su pieza, cuando regresó de una larga gira por la ciudad durante la cual visitó dos casas de baños. En el bar pidió un Martini con vodka y leyó el mensaje, un telegrama de la Western Union fechado en Detroit, firmado “Bird”, y que decía:
  
  “SERIOS REVESES COMERCIALES CAUSADOS POR COMPETENCIA ILEGAL INDICAN TERCERA Y DEFINITIVA CRISIS CASI INEVITABLE A MENOS QUE LOGREMOS ACUERDO CON CORPORACIÓN RSS PARA MAYOR FACILIDAD HEMOS ARREGLADO QUE SU PRINCIPAL REPRESENTANTE SE COMUNIQUE CON USTED ESENCIAL QUE COLABOREMOS EN REBAJA DE COSTOS MEDIANTE CONSULTA Y AYUDA MUTUA HASTA ENTREVISTA REDOBLE NEGOCIACIONES SU PARTE JOHNSON COMUNICARA RESULTADOS REUNIÓN DIRECTORIO MAÑANA CINCO HORAS.
  
  Nick sintió que la sangre se le helaba.
  
  Una nueva serie de incidentes prefabricados había causado serios problemas en la ONU, hasta el punto de que la tercera guerra mundial se hacía casi inevitable. De algún modo, Hawk había logrado convencer a su similar soviético para que cooperara en una acción contra el enemigo común. Un miembro del servicio secreto ruso, cuyo nombre en código para HACHA era “Corporación RSS”, se pondría en contacto con Nick, para trabajar en conjunto. El “Johnson” mencionado no era sino una radio de onda corta.
  
  La situación era gravísima. ¡Dios santo! ¡Colaborar con un agente ruso! Era monstruoso... pero también lo era la perspectiva de una guerra nuclear.
  
  Pidiendo otra copa, Nick decidió volver a recorrer las casas de baños, a la espera de las nuevas instrucciones que le transmitirían al día siguiente. Esta vez probó en una cercana al centro de Tokio, donde sometió su cuerpo a las atenciones de una masajista, quien se presentó murmurando que se llamaba Taka. Era una belleza de ojos almendrados, envuelta en los pliegues de un albornoz. Concluido el experto masaje, lo rociaba con agua fría cuando súbitamente inquirió:
  
  —San ... ¿Qué es esto, por favor?
  
  Su delicado índice señalaba el minúsculo tatuaje que Carter lucía en el interior del codo derecho, una pequeña hacha azul, la insignia utilizada por los más destacados agentes de la agencia secreta llamada HACHA. Muy pocos conocían el nombre de la organización o el significado del tatuaje, que sólo usaban agentes extraordinarios, dedicados a la defensa de su país v dispuestos a encarar lo imposible.
  
  _—Oh, no es más que un tatuaje —aseguró él—. Me lo hice durante la guerra, cuando no era sino un muchacho; todos lo hacían. Algunos se hicieron tatuar mujeres desnudas en el pecho; otros, corazones y flores en sus brazos peludos. Yo no ...
  
  Ella sonrió, aparentemente incrédula.
  
  —Una hachuela —gorjeó—. Como en el Tong chino; una hachuela.
  
  Se refería a las hachas empleadas por los asesinos. No estaba muy lejos de la verdad; hacía más de siete años que Nick Carter mataba para HACHA. En el cumplimiento de su deber ya había matado... Para su horror, descubrió que había perdido la cuenta.
  
  —Sí, una hachuela —asintió—. ¿No querrás decir que jamás viste un tatuaje?
  
  —Tatuajes, sí, pero nunca hachuelas. Corazones y flores —rio—. Un minuto, por favor; en seguida vuelvo.
  
  Se marchó con una nueva sonrisa. Nick se preguntó qué iría a buscar. ¿Qué quería con eso de la hachuela?
  
  Echó una ojeada a la pila de sus ropas, que no había querido depositar. Se habría sentido incómodo, desnudo en una bañera mientras todas sus armas estaban en otra parte. No podía permitirse la menor concesión en su vigilancia; el agente que se descuidaba no volvería a hacerlo nunca más: con una falla bastaba para morir. Por eso, la pistola Luger, Wilhelmina; el estilete, Hugo, y el guijarro lleno de gas, Pierre, estaban a mano ocultos entre las ropas ... Y su mente estaba alerta.
  
  Taka se demoraba en exceso.
  
  Nick se envolvió en la gran toalla de baño; se sentó en un banco de madera, encendió un cigarrillo y vigiló la puerta, que colgaba de lo alto, permitiendo ver las extremidades inferiores de quien estuviera del otro lado. No era habitual encontrar una mujer japonesa como Taka, que se atrevía a formular preguntas personales. Tampoco resultaba común hallar una mujer tan hermosa trabajando en una casa de baños; por lo general, algún ricacho las reservaba para su propio placer. Y una empleada bien educada no dejaba solo a su cliente tanto tiempo ...
  
  Por debajo de la puerta aparecieron las piernas de Taka. Nick las admiró; eran muy bien torneadas, pero las que estaban junto a las suyas resultaban mucho menos atrayentes: los pantalones bajaban hasta un par de zapatos negros, de cuero, que calzaban pies desusadamente grandes. Nick retiró la pistola de su funda y la puso bajo un pliegue de la toalla que lo envolvía. Veloz y silenciosamente, las piernas de Taka desaparecieron de debajo de la puerta, que se abrió hacia adentro: en la abertura apareció una mano oscura y enorme. En seguida entró el visitante esperado: un asesino.
  
  Por espacio de un segundo, se mostró sorprendido al ver que Nick lo aguardaba; luego una sonrisa carente de alegría le desfiguró el chato rostro.
  
  No iba armado; su cuerpo era más grande y alto que los de otros japoneses; sus hombros, enormes; sus brazos, gruesos como ramas de roble. Pero lo que lo delataba era, sobre todo, sus manos, manos preparadas para el Karate, con nudillos quebrados durante la niñez para desarrollar superficies planas, destructivas, capaces de atravesar veintisiete tejas de un solo golpe. Nick y el gigante de hierro se miraron.
  
  —Aaaaah —exclamó suavemente el último, adelantándose.
  
  Nick permaneció donde estaba, todos sus sentidos fijos en aquella amenaza contra su vida. Wilhelmina apareció a la vista, apuntando al vientre del japonés, que se detuvo con una mueca de burla.
  
  —¿Es usted una mujer para defenderse con eso? ¡Vamos, pelee conmigo como un hombre! —Levantó las manos, con las palmas hacia arriba, anhelante.
  
  —No vine a pelear. ¿Quién es usted, y por qué quiere asesinarme?
  
  —¡He venido a vengar el honor de mi familia, y vengarse no es asesinar!
  
  —¡Venganza! —rio Nick—. ¿Qué es lo que finge querer vengar?
  
  —¡No finjo! Tiene el símbolo del hacha en el brazo ... no mienta, mi hermana lo vio. El Tong asesinó a mi padre en el Barrio Chino, año atrás. Usted usa su marca, y yo lo destrozaré a mano limpia. He esperado mucho esto.
  
  Tendió las manos; Nick levantó un poco la Luger.
  
  —¡Espere un minuto! Esta marca no tiene nada que ver con el Tong; no es sino un tatuaje personal, como muchos norteamericanos usan. No significa nada. Quédese donde está; no quiero hacerle daño. Un movimiento más y ...
  
  Con ágil movimiento, el agente se alejó del banco.
  
  —Miente —tronó el gigante—. Taka conoce los tatuajes y vio el símbolo; usted es un asesino del Barrio Chino y yo lo voy a matar.
  
  La situación era descabellada; Nick no se decidía a matar a un hombre equivocado, ni tampoco someterse a un encuentro con ese gigante de manos destructoras.
  
  —Escúcheme... No tengo nada que ver con el Barrio Chino; ni siquiera soy chino, como no lo es usted, de modo que ¿qué tenemos que ver con el Tong? Es mejor que me diga la verdad o se vaya en seguida; puedo matarlo de un tiro antes de que me alcance.
  
  Pero estaba en un error. Con la agilidad de un gran simio, el japonés se puso en movimiento haciendo volar la Luger de manos del agente. Wilhelmina resbaló sobre las baldosas húmedas para detenerse contra la pared opuesta.
  
  —Y ahora ... ¡prepárese! —tronó el amarillo.
  
  Su mano voló hacia la cara de Carter en un salvaje golpe de Karate.
  
  
  
  
  
  Capítulo 5
  
  
  
  
  De haber acertado, ese golpe habría terminado con Nick Carter. La mano destructora habría hundido su sien, destrozándole los huesos en pedazos. Pero la autodefensa era un hábito en el agente norteamericano, y uno de sus mayores talentos: como un gimnasta, saltó hacia atrás, alejándose del peligro, para erguirse dos metros más allá, en equilibrio sobre sus pies descalzos. El asesino atacó, rugiendo como un toro, agitando los brazos con el vigor de un samurai, aunque sin nada de su tradicional caballerosidad. Ágilmente, Nick se hizo a un lado y descargó un golpe en el costado de su enemigo: tanto valía haber golpeado una pared. Luego retrocedió velozmente, sin apartar la mirada del japonés, pero poniendo distancia entre ambos. Ya no era tiempo de discutir.
  
  Cautelosamente, el gigante describió círculos alrededor de Nick, surcando el aire con amplios y rítmicos ademanes. Nick se movió al mismo tiempo; ante esa máquina de músculos no existía otra defensa que escapar o atacar, y no tenía armas para atacar: Wilhelmina estaba fuera de su alcance.
  
  El norteamericano contuvo una maldición: ¡vaya forma de morir! Atrapado en una casa de baños japonesa por una hermosa y traicionera mujer y un feo gigante... y sin haber comenzado siquiera a cumplir su misión.
  
  El gigante dio un salto súbito; Nick esquivó, mas no con bastante rapidez: un largo brazo asió el suyo, y sintió que lo atraían como a un pez al extremo de una línea. Afirmando bien sus pies, el gigante apretó al agente en un mortal abrazo.
  
  Sólo centímetros separaban sus rostros contorsionados.
  
  Las manos entrenadas para el Karate japonés se aplicaban ahora a otro arte; la lucha griega, destinada a paralizar y aplastar. Nick contuvo el aliento, enganchó la pierna tras la corva del gigante y dio un violento tirón. El nipón,, perdido el equilibrio, se tambaleó, pero sin aflojar su apretón. La toalla de Nick cayó al fin, por fortuna para él, ya que ocultó la rodilla que levantó para hundir sólidamente en el abdomen del gigante. Con un gemido de dolor, el otro aflojó su abrazo, apenas lo suficiente como para que Nick pudiera unir sus manos y lanzarlas hacia arriba en un golpe demoledor. Se oyó crujir un diente del japonés; Nick lanzó un golpe de judo a su cara distorsionada. Antes de que el otro pudiera reaccionar, Carter abrió ambos brazos como alas y los unió rápidamente en la zona de la cabeza. Con ruido violento, las palmas de sus manos se cerraron, como puertas de acero, sobre ambas orejas del gigante, quien lanzó un rugido de dolor, soltando al agente.
  
  Consumido por la cólera y el dolor, rugiendo incomprensibles obscenidades en japonés, el asesino bajó la cabeza y se precipitó como un ariete. Nick sujetó su grueso cuello en una llave mortal; bien plantado sobre las baldosas, apretó con todo su peso y su fuerza. El gigante jadeó; Nick se mantuvo firme, con todo su ser concentrado en lo que estaba haciendo. El japonés se debatió con desesperación; los ojos se le salían de las órbitas, los labios le descubrían los dientes en un penoso esfuerzo por librarse, pero Nick fue implacable. No aflojó su abrazo hasta oír aquel espantoso crujido; entonces dejó caer a su antagonista al piso.
  
  No se veía a nadie detrás de la puerta. Pasando por sobre su víctima, Carter se vistió con celeridad. Durante su aprendizaje con Hawk, lo entrenaron hasta que aprendió a vestirse en el término irreductible de cincuenta y cinco segundos. Los años le habían enseñado que ser sorprendido sin ropas era una de las cosas más peligrosas que podían sucederle a un agente; no era posible predecir, en términos de seguridad personal, lo que tal habilidad podía significar para un hombre de HACHA. Devuelta Wilhelmina a su refugio acostumbrado, Nick se inclinó sobre el gigante, cuyos ojos sin vida estaban fijos en el techo. Entre sus ropas no halló nada de importancia: una billetera con unos pocos yens, unas llaves, un paquete de cigarrillos. Nada indicaba que la extraña historia del gigante, relativa a una venganza familiar, fuera otra cosa que la leyenda que aparentaba ser. Abriéndole la camisa,. Nick descubrió un torso macizo y lampiño. Tatuada sobre el corazón se veía la tosca reproducción de una letra “G”. Sin duda, la palabra en chino habría resultado demasiado difícil de reconocer para la mayoría de las personas. Y probablemente querían que la vieran cuando fuese necesario, que la reconocieran y la temieran.
  
  Nick sabía que esta “G” había sido vista por agentes occidentales e incluso civiles, malheridos y a veces horriblemente desfigurados. Sus torturadores usaban este tatuaje. También se había descubierto la misma marca en cadáveres hallados en los sombríos callejones orientales.
  
  Ya no quedaban dudas, para Nick, de que aquella “G” era el símbolo de La Garra, organización secreta china, dedicada a fomentar la guerra entre los Estados Unidos y la URSS. Guerra que, sin duda, sería el preludio de la caída del poder mundial en manos de China Roja. Era natural que hicieran todos los esfuerzos posibles para deshacerse de los espías extranjeros, pero ¿cómo podían saber lo del hacha tatuada?
  
  No quedaba otra cosa que hacer más que salir de la casa de baños con el pellejo a salvo, dejando que sus compañeros se hicieran cargo del japonés muerto. Sólo vivo podía ser de utilidad para HACHA.
  
  Pero le faltaba todavía ocuparse de Taka, quien quizás le resultaría útil. Silenciosamente, Nick traspuso la puerta: no se veía a nadie. Debían estar muy seguros de su gigantesco asesino. Sin embargo, tenía que haber otros agentes de “La Garra” en algún lado de la casa.
  
  El norteamericano se deslizó hasta el descanso siguiente, vigilando atentamente los alrededores. Tarde o temprano regresaría Taka para asegurarse de su muerte; Dios sabía quién más podía aparecer. Una cosa era segura: los informes recibidos por Hawk eran fidedignos. Carter era un agente occidental; por eso intentaron asesinarlo en una casa de baños de Tokio. Una vez más se preguntó como el tatuaje del hacha pudo haberlo delatado ante La Garra; ni sus íntimos amigos lo había visto jamás. ¿Quién podía haber...?
  
  Al volver una esquina, se encontró en un amplio y tenebroso corredor, que desembocaba en el vestíbulo de entrada. Un hombre delgado, de rostro duro, ocupaba la mesa de entradas. De espaldas a Nick, conversaba en tono apremiante con el guardián de la puerta, un robusto japonés ataviado con quimono y sandalias. Su actitud distaba de resultar tranquilizadora; lo estaban esperando.
  
  Mentalmente, buscó otra salida. Quizás alguna ventana en uno de los reservados del otro lado ... Con Wilhelmina en la mano derecha, se deslizó silenciosamente por el pasillo. Halló cerrada la primera puerta.
  
  Se acercaron livianos pasos de pies pequeños. Nick aspiró una ráfaga de perfume; asió firmemente la Luger y aguardó. Cuando Taka pasó junto a él, la tomó por el hombro, mostrándole la pistola.
  
  —Me abandonaste a mi suerte, ¿eh, Taka? —le preguntó con naturalidad.
  
  —San no debe hallarse aquí —susurró ella, alarmada—. Venga por aquí, por favor.
  
  Se oyeron pesados pasos en la escalera.
  
  —¿Acaso me quieres llevar al encuentro de otros amigos tuyos, Taka? ¿Esos encantadores caballeros que quieren enseñarme Karate?
  
  —¡Por favor, San! Esta es la única salida. Te buscan, y otros te esperan afuera. ¡Por favor! t La urgencia de su tono resultaba innegable. Nick la asió fuertemente, sosteniéndola delante de él; casi pegados traspusieron el umbral.
  
  Nadie lo esperaba en el minúsculo cuarto, donde apenas si cabían tres personas. Carter cerró la puerta a sus espaldas; Taka, retorciéndose, se liberó y miró a su apresado con algo semejante al desafío. Los pasos se alejaron; se encontraron con otros en medio del descanso; hubo una conferencia a media voz y al fin los pasos se separaron en distintas direcciones.
  
  —Así que Ka Tanaki fracasó... Me alegro —susurró la mujer.
  
  —¿De veras?
  
  El pequeño cuarto parecía un depósito, iluminado sólo por una lámpara de querosén y con estantes llenos de toallas, lienzos, jabón, y óleos, sin ventanas y con una sola puerta.
  
  —Si te alegras, Taka, ¿por qué enviaste a ese hombre para que me matara? No te hice ningún daño aunque ahora sí puedo hacerlo. Podría matarte antes de que lograras emitir un sonido —continuó amenazante, acariciándole el cuello con terrible suavidad—. ¿Para quién trabajas? ¿Quién me espera afuera? ¿Alguien que tú llamaste? ¿Y para qué me trajiste aquí?
  
  —Son demasiadas preguntas a la vez, San.
  
  —Prueba contestarlas de a una.
  
  —Estás destinado a la muerte —dijo ella, aferrándole la mano—. Me dijeron que te buscara ... y yo no deseaba avisarles de tu venida. En mi interior tenía miedo, pero tuve que decírselo.
  
  —¿A quiénes?
  
  —A los de La Garra. Afuera hay más. con autos y armas. ¡Quiero ayudarte, San, quiero ayudarte!
  
  —¡Ayudarme! —repitió él con acritud—. ¡Para eso me rodeas de asesinos y me encierras en un armario! ¿Y esperas que te crea? —rio.
  
  — Pude haberte dejado salir —respondió ella, con ojos velados y labios temblorosos—. Sólo necesitaba alejarme; adentro te buscan y en la calle te esperan. ¡Te hice entrar aquí, donde por ahora estás a salvo! Debes creerme...
  
  Sin dejarse convencer, Wilhelmina continuó apuntado hacia la mujer su boca amenazadora. La mano de Nick siguió en el cuello de Taka.
  
  —¡Primero me tiendes una trampa, luego me ayudas! ¿Por qué?
  
  —Cuando te vi, mi corazón se estremeció —suspiró ella—. Desde ese instante soy tuya. Sentí una enorme tristeza cuando vi el hacha azul en tu brazo; tenía órdenes de informar a mis superiores en cuanto la viera. Nadie podrá decir que no seguí sus instrucciones; ahora ya no puedo hacerte más daño. Quédate aquí; jamás se les ocurrirá buscarte en este lugar.
  
  —Nada de eso —replicó secamente Nick—, En seguida abriré la puerta y tú irás delante de mí, pero no sin que antes me digas para quién trabajas y dónde lo puedo encontrar.
  
  Inesperada y súbitamente, llamearon los ojos de la joven.
  
  —Te lo diré; de nada te servirá. De todos modos, te matarán. Si sabes alguna cosa, debes haber oído hablar de La Garra. Yo pertenezco a La Garra y al Mandarín. Vine desde Pekín. Un hombre llamado Judas habló de ti. Con gusto iré delante de ti; nos matarán a los dos. ¡Vamos, abre la puerta!
  
  Nick, mirándola fijamente, comprendió que decía la verdad. Al ver su cambio de expresión, sus ojos se suavizaron.
  
  —Ahora no hay nadie en el pasillo y podré llevarte hasta una puerta que se emplea rara vez. Quizás no se les ocurrirá vigilarla, creyendo que tú ignoras su existencia.
  
  —¿Dónde está esa puerta?
  
  —Abajo. Es como una puerta trampa qué da a la calle lateral. Tenemos que volver por este descanso y después bajar. Vamos; todo está tranquilo ahora.
  
  Nick sacudió lentamente la cabeza.
  
  —Todavía no confías en mí —susurró ella.
  
  Él reflexionó con rapidez, sopesando posibilidades, considerando la perspectiva de una nueva traición. Pero su misión no consistía solamente en conservar la vida, sino en averiguar mucho más.
  
  —Sé de un modo mejor —decidió al fin—. ¿Qué te pasará si no vienes conmigo?
  
  —Nada. Si supieran que estuve contigo y que te dije todo esto, me matarían, pero lo ignoran.
  
  —¿No te culparán por dejarme escapar?
  
  —Era Ka Tanaki quien debía terminar contigo; otros esperaban para reemplazarlo. No es a mí a quien corresponde matar.
  
  —Si consigo salir de aquí, ¿puedo contar con que más tarde te comunicarás conmigo para darme la ayuda prometida?
  
  —Por favor, San, déjame ir contigo. Aborrezco ese lugar y esta gente.
  
  —No es posible, Taka —objetó él, sacudiéndola con suavidad—. Es seguro que nos matarán si nos llegan a ver juntos. Separados nos irá mejor, pero más tarde quiero verte. ¿Me buscarás?
  
  —Si puedo, lo haré —asintió ella.
  
  El riesgo era grande, pero algo le decía que el tiempo escaseaba y que no era momento de formular planes complicados. Tendría que estar en guardia.
  
  —Bueno; me alojo en el hotel Diplomat. Henry Stewart, habitación 514 —le dijo mientras retiraba toallas de los estantes—. Aguarda a que se calme la conmoción y después llámame; acordaremos un lugar de cita.
  
  —¿Qué estás por hacer?
  
  —Salir de aquí.
  
  
  
  
  
  Capítulo 6
  
  
  
  
  Las toallas estaban apiladas en confuso montón, junto con papel del que cubría los estantes. Satisfecho, Nick observó que la pila llegaba desde los estantes hasta la puerta. Buscó a su alrededor cualquier cosa utilizable: trozos de envoltorios, envases plásticos y de celuloide, un par de cajas de cartón. Luego, cuidadosamente, derramó sobre ellos casi todo el contenido de su encendedor, guardando una gota para otro fin. Después derramó también la mayor parte del querosén de la lámpara, que volvió a cerrar antes de echarse al hombro dos toallas más.
  
  —Jamás hubo un incendio aquí antes —dijo Taka al comprender el motivo de los preparativos—. Me dejarás salir, ¿no es así? ¿No permitirás que muera quemada aquí?
  
  Él tuvo la malignidad suficiente como para sonreírle.
  
  —¿Me crees capaz de tal cosa? No, Taka; no soy como tus amigos.
  
  —¡No son amigos míos! —exclamó ella, indignada.
  
  —Pondré fuego a esto —le explicó el agente—. Luego abriré la puerta; tú irás a paso rápido, pero con naturalidad, hacia la escalera. Si alguien pregunta por mí, demuestra sorpresa porque no me han hallado todavía. Suceda lo que suceda, reacciona 'con normalidad, ¿entiendes?
  
  Ella asintió con la cabeza. En cuanto el agente aplicó la mortecina llamita de su encendedor a la pira, saltó una llamarada.
  
  —Bueno; ahora abre la puerta y sal inmediatamente.
  
  Ella obedeció. Cautelosamente, Nick asomó a su vez la cabeza: no se veía a ninguna otra persona en las inmediaciones. Satisfecho, avivó el fuego. Recogiendo la lámpara, salió al corredor y la arrojó contra la pared, agregando una toalla ardiente y las dos que había reservado.
  
  —¡Fuego, fuego! ¡Auxilio! ¡Fuego! —gritó.
  
  Aquella antiquísima treta resultó. Súbitamente se abrieron puertas, asomaron cabezas; aparecieron hombres semidesnudos, envueltos en enormes toallas; las empleadas chillaban y gritaban. El pequeño depósito originaba un infierno de humo, llamas y confusión; la lámpara ardía en el corredor con gran efectividad. Se oyó una algarabía de voces que gritaban en japonés, mezcladas con los acentos norteamericanos de los turistas que en ese momento se encontraban en la casa de baños. Hombres a medio vestir pasaron junto a él sin verlo siquiera; pasos más pesados retumbaron desde la escalera. Una campana de alarma resonó en el edificio. Al tiempo que corría, Nick se abrió la chaqueta y se arrugó la camisa, arrojándose en medio del torbellino humano que se precipitaba en el vestíbulo, presa del pánico. Casi todos estaban semidesnudos; Nick fingió ser uno de los pocos que tuvieron la buena suerte de estar casi listo para partir cuando estalló el incendio. No estaba dispuesto a recorrer Tokio desnudo, seguido por una gavilla de asesinos.
  
  La ciudad, bajo el sol, parecía esperar. Alguien más esperaba también: los reemplazantes de Ka Tanaki. Imposible confundirlos.
  
  Cuando la multitud empezó a surgir de la casa de baños, una fila de cuatro taxis, ocupado cada uno por un conductor y un pasajero, comenzó a moverse con suma lentitud.
  
  Nick pensó que, ahora que estaba fuera de la trampa mortal, le resultaría más fácil huir. Abriéndose paso por entre la turba, se deslizó por la acera, alejándose de los taxis. Súbitamente la multitud lo abandonó: el extraño instinto que impele a un grupo de desconocidos a actuar al mismo tiempo los impulsó de vuelta hacia la entrada, dejándolo aislado y en evidencia. Carter echó a correr, decidido a cruzar la playa de estacionamiento para llegar al bulevar colmado de transeúntes.
  
  Al mismo tiempo que aparecía una bomba de incendios, los cuatro taxis dieron una vuelta cerrada en su dirección.
  
  Era el viejo truco de Al Capone durante la década del treinta. Entonces, una fila de autos negros solía pasar velozmente ante una tienda o el hogar de un rival, barriéndolo con disparos de ametralladora, con la teoría de que el segundo coche acertaría a lo que errara el segundo, y así sucesivamente.
  
  Agazapado, seguido por el primero de los automóviles, Nick corrió hacia el bulevar. Una descarga de balas pasó por sobre su cabeza; a sus espaldas, en la multitud, alguien lanzó un alarido de agonía.
  
  Describiendo zig-zags, cruzó la plaza abierta en dirección a un banco de piedra. Por fin un golpe de suerte: el pétreo dorso del banco llegaba hasta el suelo. Con las balas silbando sobre su cabeza, se arrodilló tras el banco, frente a la mortífera comitiva de taxis. Wilhelmina apareció en su mano. Le bastaría con aguantar: el primero de los coches ya se había perdido de vista.
  
  Una salva de proyectiles azotó el banco, desprendiendo trozos de piedra. Pasó el segundo taxi; Nick seguía aplastado contra el suelo. Desde atrás vino una nueva descarga, que pasó por sobre su hombro izquierdo: el segundo coche, al alejarse, hacía fuego desde el otro lado. Tendría que cuidar ambos lados a la vez.
  
  Pasó el tercer automóvil entre el tableteo de una ametralladora; el banco pareció estremecerse, pero aguantó. Nick se agazapó a lo largo del banco para esquivar el ataque por la retaguardia. Ya llegaba el cuarto coche de la muerte. Cuando apareció en la ventanilla una cara y un arma mortífera cuya primera descarga lo haría trizas, Nick hizo fuego con su Luger. Su primera respuesta al ataque explotó de lleno en la odiosa cara: una metralleta cayó a la calle. El taxi patinó un poco, pero siguió yendo hacia la playa de estacionamiento. Cautelosamente, Nick volvió a levantar a Wilhelmina y disparó contra el fugitivo perfil del conductor, acertándole en el cráneo. El volante escapó de los dedos sin vida; el taxi patinó sin control. Irguiéndose, el agente corrió hacia la esquina a tiempo para ver que el vehículo chocaba violentamente contra un poste de teléfono, en el extremo más alejado de la playa de estacionamiento.
  
  Hubo una vivida llamarada y luego explotó el tanque de nafta, llenando el aire con fragmentos de metal y carne humana. Desde el bulevar y desde la casa de baños se oyeron gritos de espanto y horror. No quedaba nada por esperar; los otros tres taxis no habían reaparecido ... todavía. Acudía gente desde todas partes. ¿Cómo demonios explicar todo aquello a la policía japonesa? ¿Y cómo salir de allí? Una vez más, probablemente diera resultado una de las tretas más antiguas. Corrió hacia los llameantes restos y los contempló con simulado horror. Los transeúntes que acudían desde el bulevar no podían haberlo visto haciendo fuego. Permaneció así un momento, como atónito; luego se volvió hacia un grupo que se aproximaba y les hizo señas.
  
  —¡Policía! ¡Policía! —tartamudeó—. Mis amigos... ¡tengo que buscar una ambulancia, la policía!
  
  Fingiendo angustia, se abrió paso por entre la multitud que se reunía y cruzó el bulevar para luego escabullirse por una calle lateral. Tras recorrer con rapidez una cuadra, volvió otra esquina. Nadie lo perseguía; ya no corría prisa.
  
  Una alta figura ataviada con un quimono se confundió entre los transeúntes, manteniendo discreta distancia.
  
  Luego de toda aquella conmoción, el cuarto que Nick ocupaba en el Diplomat resultaba un refugio de paz. Cerró la puerta, revisó las ventanas, observó con disgusto la escalera de incendios cercana y se dispuso a preparar un informe en código.
  
  Poco después lo ensobraba, escribía la dirección y se preparaba para una breve ausencia del hotel. Ahora se hacían necesarias precauciones que no había tomado durante los primeros días de su estada en el hotel. Ajustó bien la ventana y acondicionó ciertos objetos de tal modo que, al regresar, sabría en seguida si alguien lo había visitado en su ausencia. Luego partió hacia otra parte de la ciudad.
  
  Esta vez siguió una ruta tan complicada que el hombre que lo vio salir no pudo seguirla. Pero no le importó; tenía otra cosa que hacer.
  
  Más de una hora después, Carter volvió al hotel. Abrió la puerta de su cuarto con cuidado y entró cautelosamente. Después de comprobar que nadie había entrado, cerró la puerta con doble cerrojo y se tranquilizó. La intrusión que en cierto modo anticipaba no se había producido.
  
  Quitándose casi todas las ropas, se puso en cuclillas para hacer sus ejercicios de Yoga. Su concentración no le impidió pensar en La Garra y en cuál debía ser su plan de acción; quizás podría utilizar a Taka ... si es que alguna vez la volvía a ver.
  
  No vio la serpiente hasta que fue demasiado tarde para escapar, demasiado tarde para echar mano a la pistola. Estaba cruzado de piernas en medio de la habitación, frente a la ventana, cuando una cobra real surgió silenciosamente de debajo de la cama, balanceando la cabeza, con la lengua afuera.
  
  Creyó que su corazón se detenía. Aquello era obra de La Garra... ¡y seguramente por medio de Taka! ¿Cómo habría entrado el reptil? Por la ventana, desde la escalera de incendio ...
  
  Todo lo que había en aquel cuarto pareció disolverse ante la presencia mortífera de la cobra, la más ponzoñosa de las serpientes. Aquella forma enroscada ondulaba; su cabeza se levantó, acercándosele centímetro a centímetro. Nick, con el cuerpo cubierto por una pátina de sudor, se obligó a permanecer inmóvil: un movimiento en falso y la cobra hundiría sus colmillos en él, con tanta rapidez que no lo sentiría hasta que el veneno empezara a detener su torrente sanguíneo. Luego se hincharía y moriría en medio de un dolor inenarrable.
  
  Lo único que podía salvarlo era una completa rigidez, que cada vez le costaba más mantener. La atmósfera hablaba de muerte inminente.
  
  La lengua del reptil siseó en medio del absoluto silencio de la habitación. El corazón de Nick dio un vuelco; pensó en saltar hacia la cama o apoderarse de una silla para defenderse, pero sabía que jamás le sería posible actuar con la celeridad necesaria: no le quedaba otra alternativa que permanecer inmóvil... y rezar.
  
  Un ruido sumamente leve provino de la puerta que tenía detrás. La cobra alzó la cabeza amenazante, como si escuchara: ya no se oía nada. ¡Una serpiente delante y Dios sabe qué cosa por la espalda! Debían considerarlo una amenaza muy seria, ya que recurrían a tales extremos para eliminarlo.
  
  Se oyó otro ruido insignificante; la cobra balanceaba su cabeza en lo alto. Nick se forzó a permanecer rígido; si se abría la puerta, tendría que hacer algún movimiento desesperado: saltar, esquivar, arrojarse hacia la cobra o hacia afuera. Rodar y morir.
  
  No se dio cuenta de que la puerta estaba abierta hasta que sintió una leve corriente de aire en la espalda. En seguida un crujido, detrás por encima suyo; el cuerpo del reptil se sacudió, se retorció y quedó inmóvil. Con él murió la amenaza que significaba.
  
  Aspirando profundamente, Nick se incorporó. El vano de la puerta enmarcaba a un hombre alto, ataviado con un traje discreto, de chaqueta más bien corta. Empuñaba una automática de cañón corto, provista de silenciador, que guardó en su funda al tiempo que cerraba la puerta. Recién entonces miró a Carter.
  
  —Por lo general, prefiero que mis visitantes llamen —declaró Nick con ligereza—. Esta vez me alegro de que no lo haya hecho.
  
  —Esos canallas actúan con rapidez —repuso el desconocido, con muy leve acento—. ¿Es usted Stewart, de Detroit?
  
  —Así es. ¿Puedo vestirme? —Por favor.
  
  —¿Siempre viene de visita con una ganzúa y un silenciador? —preguntó el agente norteamericano mientras se vestía—. Siéntese, por favor. Créame que no me gusta pensar en lo que podría haber sucedido de no haber aparecido usted.
  
  El desconocido de plácido rostro y ojos penetrantes rio de buena gana.
  
  —Usted es sereno, señor Stewart. Esas serpientes son horribles; yo las detesto.
  
  —Y usted tiene muy buena puntería, señor…¿Cómo debo llamarlo? ¿Guren?
  
  —¿Por qué ese nombre? ¿Y qué importancia tiene?
  
  Estoy seguro de que usted se llama de cualquier manera menos Henry Stewart.
  
  —No esté tan seguro de ello —murmuró Nick—. Tampoco yo estoy seguro de usted. ¿Le parece bien que lo llame Camarada?
  
  —Perfectamente. —Llevó una mano a un bolsillo interior—No, no se alarme; no mato cobras para usted sólo por el gusto de matarlo yo mismo. Tengo algo que entregarle; algo que me dio para usted un amigo suyo. Es muy poco dinero ... —agregó, ofreciéndole un billete de un dólar.
  
  —¿Nada más? —inquirió Nick al tiempo que lo guardaba sin mirarlo.
  
  —¿Tendría que haber algo más? Su amigo sólo me entregó eso.
  
  —Está bien —replicó Nick, observando al fin el billete.
  
  Seguramente ya Camarada habría intentado descifrar en aquel billete un mensaje oculto, sin hallarlo. Era demasiado sencillo: el retrato sin alteraciones de George Washington, el hombre que no podía mentir.
  
  Fuera quien fuera aquel visitante, HACHA lo enviaba ante Nick Carter.
  
  
  
  
  
  Capítulo 7
  
  
  
  
  —Así que se propuso echar una ojeada antes de nuestra entrevista, ¿eh? —inquirió Carter, divertido, pensando que él habría hecho lo mismo.
  
  —Naturalmente. Aunque debo admitir que no sabía que usted estuviera adentro; ese estúpido empleado del hotel me aseguró que usted no había vuelto aún.
  
  —Pues me alegro de que haya venido, de todos modos —rio Nick—. Y ahora, ¿qué se propone hacer?
  
  —No tenemos por qué andarnos con rodeos, Stewart. —Camarada frunció el entrecejo—. Sé que es usted el que busco, por que vi el hacha azul tatuada en su brazo. Es evidente que alguien más la ha visto... ¿o no estuvo usted implicado en lo ocurrido en esa casa de baños de que hablan tanto los noticieros de la tarde?
  
  —Eso no contesta mi pregunta —objetó el agente norteamericano—. Quiero que me diga el motivo de su visita, nada más.
  
  Aunque habló en tono razonable, Nick sentíase disgustado: todo el mundo parecía saber lo del símbolo del hacha; primero unos asesinos japoneses, ahora los espías rusos.
  
  —Debemos actuar juntos, Stewart. Supongo que ya habrá recibido instrucciones ...
  
  —Las he recibido; entre ellas figura la de emplear mi propio criterio. Mi criterio me indica ahora que usted también debe tener instrucciones. ¿Cuáles son ...?
  
  —No soy lacayo suyo, Stewart —repuso despectivamente el ruso—. Yo también soy un agente de primera clase; normalmente, seríamos mortales enemigos. Pero ahora, el azar nos coloca lado a lado. A mí no me agrada la experiencia más que a usted ...
  
  —Mire, amigo, usted vino aquí con un propósito. Hasta que me entere de qué se trata, no seré para usted otra cosa que un turista que halló una serpiente bajo la cama, y usted para mí sólo una persona a quien le estoy agradecido por haberme salvado la vida. Ya que vamos a unir nuestros esfuerzos, ¿por qué no se explaya?
  
  —Usted no es el que yo suponía —replicó al fin Cama rada—. Esperaba a un hombre más viejo y corpulento, algo cojo y con una cicatriz. ¿Acaso Norteamérica cuenta con tantos agentes de primera? ¿O se trata de uno con muchas caras?
  
  —Usted no se parece mucho a Zabotov ... ni lo es, ¿no? —rio francamente Nick—, Vamos al grano, Camarada. Según mis instrucciones, alguien se entrevistaría conmigo con vistas a una misión conjunta. Por ahora le diré hasta allí, ¿y usted?
  
  —Un poco más —se burló el ruso—. Sé que ha llegado el momento de que rusos y norteamericanos se unan en una causa común. Existe una amenaza contra ambos países; proviene de la China Roja y se llama La Garra. ¿Ha oído hablar de ella? —inquirió despectivamente.
  
  —Me encontré con ella.
  
  —En tal caso, quizás sepa que es la siniestra contrafigura de vuestra HACHA o de nuestro... lo que ustedes llaman RSS. Sí, lo sé; ya no tiene importancia. Esta Garra no fue formada originariamente para su actual propósito; en realidad, en cierta época fue algo similar a la Maffia ... un sindicato del crimen, resultado de los antiguos agrupamientos del Tong. Hace un tiempo, dio su apoyo al gobierno chino. Sus crímenes son de carácter internacional. Han llegado al atrevimiento de enfrentarse con nosotros, los soviéticos. ¡Con nosotros! —repitió indignado.
  
  —Un crimen imposible de concebir —murmuró Nick.
  
  —Absolutamente. Por supuesto, a su gobierno no le interesó esto hasta que él mismo sufrió el ataque de La Garra. Pero no crea poder cargarle todo...
  
  —Está bien, Camarada, está bien —suspiró Nick—. Tampoco crea usted que puede culparnos de todo a nosotros. Volvamos a La Garra. Supongo que su misión es ir a Pekín y cortarle las uñas a La Garra, pero ¿cómo?
  
  —¿Pekín? —repitió el ruso, sorprendido—. Así que no es tan ignorante como parece... Sí, Pekín. Quizás vayamos juntos. ¿Sabe usted adonde? —Complacido ante el gesto negativo de Nick, prosiguió—. El jefe de La Garra tiene su cuartel general en la Ciudad Prohibida, un lugar conocido por muy escasos hombres blancos, ya que de los pocos que han entrado, menos han logrado salir. Su destino ... —El ruso se encogió de hombros con elocuencia—. La Garra ha desarrollado sus métodos de persuasión y castigo en el transcurso de siglos. Reúnen en sus técnicas una mezcla de lo bárbaro y lo moderno. Con eso basta por ahora. Se me asignó la misión de penetrar en esa Ciudad Prohibida y eliminar al jefe de La Garra. Por supuesto, ignoro cuáles son sus instrucciones específicas, aunque sé que la sugerencia de que trabajemos juntos provino de su país. A mí no me complace, pero he recibido órdenes. ¿Y usted?
  
  —Las de trabajar con usted. ¿Qué información tiene relativa a ese jefe a quien, según tengo entendido, llaman el Mandarín?
  
  —Así que sabe eso... Él asegura ser un Mandarín. Ignoro quién es en realidad, cuál es su apariencia ni cómo logró dominar a la Ciudad Prohibida. Pero puede tener la seguridad de que es el demonio en persona. Bueno; ahora me parece que es tiempo de que hable usted, Stewart.
  
  —Lo siento, Camarada. —Nick miró su reloj y sacudió la cabeza—. Tendrá que disculparme. Póngase cómodo. En el cajón de arriba hay una botella.
  
  —¿Acaso llama cooperación a esto? —protestó el ruso—. Si trata de tenderme una trampa ... Debí adivinar que los norteamericanos son capaces de cualquier cosa con tal de ...
  
  —Cálmese, hombre; no es ninguna trampa. —Sacó del armario una valija—. Es que tengo que hacer una llamada; después conversaremos.
  
  Entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y abrió los grifos antes de poner en funcionamiento su aparato de onda corta. Envió a Hawk un mensaje largo y detallado, que comenzaba con una descripción y concluía con una pregunta. La respuesta de Hawk fue breve y adecuada:
  
  —Sí; ése es el hombre con quien debe entablar negociaciones. Comparta con él toda la información. La única forma de solucionar la crisis actual es liquidar por completo la compañía de ultramar. Las negociaciones y el futuro quedan en sus manos. Buena suerte.
  
  Aunque no le sirvió de gran ayuda, al menos aclaró la situación con respecto a Camarada. Al salir del cuarto de baño, lo halló olfateando la botella abierta.
  
  —Magnífico whisky, Stewart. Claro que el vodka es mejor. Tal vez con esto hable más de buen grado. —Sonrió casi amistosamente. Parecía haber recobrado su ecuanimidad.
  
  —Está bien ... Pero dígame una cosa más; ¿obtuvo aquí en Tokio la información relativa a la Ciudad Prohibida?
  
  —En su mayor parte, sí —asintió el soviético—. Esta ciudad es como un crisol; nosotros tenemos aquí nuestros agentes, ellos los suyos. A veces se pasan de uno a otro lado ... Hay mucha maldad en estas grandes ciudades. Demasiados espías.
  
  “Canalla hipócrita”, se dijo Carter, pero asintió.
  
  —Ya lo noté; me he topado con uno o dos. Bueno; según mi punto de vista, el asunto es así...
  
  Dejando de lado sus anteriores reservas, Nick contó a su colega ruso todo lo que sabía acerca de la misión que tenían entre manos.
  
  —Esta muchacha, Taka ... —comentó Camarada una vez que Nick concluyó su relato—. ¿No fue arriesgado concertar una entrevista con ella?
  
  —Sin ella, no contaba con nada. Valía la pena correr el riesgo. Espero que acuda; entonces podremos utilizarla.
  
  —Puede ser... Más tarde volveremos a hablar de ella. Pero no ha dicho nada de la Ciudad Prohibida. ¿Sabe algo acerca de ella, Stewart?
  
  —Poco más que los mitos que suelen rodearla. Se trata de una ciudad amurallada, similar a vuestro Kremlin. Se supone que una orden religiosa de monjes budistas la domina. Creo que sus orígenes se remontan a los clanes manchúes, que dominaron a las fuerzas chinas más débiles y establecieron un santuario en algún lugar de Pekín. Este santuario era, o es, prohibido, ya que allí estaba el Hijo del Dragón, un rey, el único hombre que podía permanecer en la Ciudad Prohibida de noche. A la puesta del sol, cuando sonaban los clarines, todos los demás hombres abandonaban la ciudad, y el emperador quedaba solo con sus concubinas y sus eunucos, a quienes no se consideraba hombres. No sé cómo será hoy en día; tengo entendido que hay pobladores que la visitan de día, presumiblemente llevando víveres, y vuelven a salir antes de la noche. También existen Guardias que vigilan los muros por dentro de día y por fuera de noche. Quizás podamos utilizar esta circunstancia de algún modo. Mi país sospecha que ahora podría estar allí el cuartel general de una organización terrorista, o quizás uno de los escondites utilizados por los mandatarios de China Roja. Como dice usted, pocos hombres blancos han entrado allí antes, y personalmente no conozco a ninguno que haya vuelto a salir. Francamente, hasta hoy no la había relacionado con La Garra, pero ahora veo que una organización tan especializada podría muy bien aprovechar el lugar. Supongo que el pueblo chino siente aún por la Ciudad Prohibida un considerable temor reverencial.
  
  —Exacto —sonrió el ruso—. Sabe usted más de lo que yo suponía, pero créame que nos hemos acercado más que ustedes al secreto. Contamos con algo más que rumores ... sabemos que un hombre, que se hace llamar el Mandarín, ha logrado ocultar sus actividades ante sus mismos compatriotas. Se ha rodeado de monjes y guardaespaldas mongoles; cuenta con un harén de concubinas, pero, bajo esta aparatosa fachada religiosa, dirige la más peligrosa organización secreta china. Se inmiscuyen en la política internacional por medio del crimen. Sabemos de horribles torturas y odiosa brutalidad. Tienen ritos sexuales paganos, llevan a cabo ejecuciones, y tienen la agradable costumbre de enterrar vivos a sus enemigos en las murallas. ¿Le parece interesante, Stewart?
  
  —Fascinante. Brindemos por el éxito de nuestra misión. Salud, Camarada ... ¿cómo era su nombre?
  
  —Camarada, nada más —sonrió el agente ruso—. Y así seguirá siendo durante nuestra asociación, que espero sea breve. Mientras tanto, será un honor colaborar con usted. Hasta que hayamos terminado con el Mandarín seremos, podría decirse, compañeros de trinchera. Tiene mi palabra.
  
  Nick se encontró estrechando la mano de Camarada, fría, pero potente. Sin embargo, no pudo evitar un sombrío pensamiento: tendré que matar a este bastardo cuando termine todo. Y no le habría sorprendido mucho enterarse de lo que pensaba en ese momento su colega: Lo mataré antes del fin, porque vivo es demasiado peligroso para nosotros.
  
  Sin expresar sus pensamientos, se sonrieron.
  
  —Está bien, Camarada; comencemos. Dado que saben tanto más que nosotros acerca del secreto, le corresponde a usted la primera jugada. ¿Cómo piensa empezar?
  
  —Necesitamos más información en cuanto a la ubicación exacta del lugar y cómo llegar allí. —Camarada sacó del bolsillo una guía de Pekín—. Haré discretas averiguaciones. En cuanto a usted... ¿espera ver de nuevo a esa muchacha, Taka?
  
  —No lo sé; tengo la impresión de que tendré todavía noticias suyas —repuso Carter, pensativo—. Si no, trataré de hallarla; creo que aún puede ser útil.
  
  —Y cuando la encuentre, mátela; después partiremos hacia la Ciudad Prohibida —sugirió tranquilamente el ruso.
  
  
  
  
  
  Capítulo 8
  
  
  
  
  —¿Matar a Taka? —repitió Nick, incrédulo—. Yo sólo mato cuando es imprescindible. ¿Acaso sabe algo acerca de ella que no se haya molestado en contarme?
  
  —Sé lo mismo que usted, yanqui —sonrió el otro—. Lo traicionó una vez, probablemente dos; volverá a hacerlo si puede, y está enterada de su identidad. Es lógico que habría que eliminarla.
  
  —¿No recuerda que también me ayudó una vez?
  
  —Bah... No es sino un instrumento de ellos. Quizás todavía le hagan pagar por haberlo ayudado a escapar, amigo mío. Es preferible que usted mismo se deshaga de ella antes de darle más que hablar.
  
  —No saben que me ayudó, y no es probable que ella lo revele. En cambio puede ser una útil fuente de informaciones para nosotros.
  
  —Stewart, insisto en que es demasiado peligrosa para que se le permita vivir. —Los ojos de Camarada lanzaron chispas heladas—. Su sola existencia puede ser el fin de nuestra misión. Sugiero que, si lo llama, arregle una entrevista con ella aquí mismo y luego la estrangule.
  
  —¿No se le ocurre nada mejor? ¿Qué es lo que tanto le atemoriza en ella, que quiere matarla antes de haberla visto siquiera?
  
  —¡Yo no temo a nada! —El agente ruso se puso rígido—. Usted es un tonto, Stewart. Ella misma confesó pertenecer al Mandarín, lo cual significa que siempre pertenecerá al Mandarín.
  
  —No creo que usted sepa gran cosa al respecto. Es evidente que nos sería de gran utilidad la ayuda de alguien que estuvo dentro de la Ciudad Prohibida y que prácticamente puede trazarnos un mapa con nombres y ubicaciones.
  
  —Usted es crédulo en exceso —adujo Camarada, incorporándose de un salto—. Es un norteamericano idiota. ¡Ella mentirá y nos atraparán a los dos! En cuanto nos vean con ella, estaremos marcados. No, Stewart; ¡esa mujer debe morir!
  
  —No nos verán con ella —arguyó Carter, tratando de contener su ira creciente—. Lo que necesitamos no es su compañía, sino sus informaciones. No hace falta que sepa de nuestros planes. ¿No entiende que podemos utilizarla en vez de matarla?
  
  —Utilícela todo lo que quiera, pero mátela después.
  
  —¡Basta! ¿Qué clase de pervertido es usted?
  
  Los ojos del ruso parecieron congelarse; los músculos de su mandíbula se agitaron, pero una sombra de vergüenza apareció en su expresión. Al fin, cuando habló, lo hizo en tono suave, aunque tenso. Sin embargo, insistía en el mismo tema.
  
  —No tiene por qué hablarme así, Stewart. No pienso inmiscuirme en sus placeres, pero usted no debe permitir que sus sentimientos personales lo desvíen de su cometido. No la suponga una mujercita indefensa; si su estómago no se lo permite, yo mismo la mataré.
  
  —No hará nada semejante —repuso fríamente Nick, que ya estaba harto—. Ni siquiera un agente secreto ruso de primera puede sobrevivir a la reputación de ser uno que mata por gusto. ¿Me entiende, Camarada? El crimen por el crimen mismo no es bien visto ni siquiera en su país. Ya no quiero discutir más; si esa joven me llama, la haré venir aquí, la interrogaré y usted podrá escuchar desde el armario, si quiere. Si pienso que puede ayudarnos, lo hará; si ambos consideramos que es imposible fiarse de ella, ya me encargaré yo. No tengo reparos en matar cuando es necesario.
  
  —Ah. ahora sí que lo conozco, Stewart—exclamó vivazmente el ruso. No esperaba otra respuesta de un hombre de su calibre ... pero no creo que ella lo llame.
  
  Y tenía razón: Taka no llamó, sino que vino. Acababa
  
  de formular aquellas palabras cuando alguien llamó suavemente a la puerta.
  
  Sin hacer ruido, Camarada se puso de pie y se ocultó en el armario, con la mano bajo la chaqueta, donde ocultaba la pistolera. Dejó la puerta apenas entreabierta, mientras Nick empuñaba la Luger y se colocaba a un lado de la puerta del cuarto.
  
  —¿Quién es?
  
  —Taka —se oyó la respuesta, apenas un susurro.
  
  —¿Está sola? Si no, mataré a quienquiera que entre, incluida usted.
  
  —Estoy sola. Dese prisa, por favor.
  
  Siempre a un lado, Carter abrió la puerta y entonces entró Taka, radiante de hermosura con su vestido estampado, aunque sus labios estaban descoloridos y sus facciones tensas.
  
  —¡Oh, San, está vivo! Tenía tanto miedo... —susurró—. Entonces él mentía al jactarse ... ¡Oh!
  
  —¿Quién mintió? ¿Qué era lo que temías?
  
  —Akitaro estuvo aquí... —Clavó la mirada en la cobra muerta y se estremeció—. Cómo pudo escapar de ... ¡Oh, no! —continuó al notar su expresión—. ¡No fui yo; lo juro! Créame, por favor ...
  
  —¿Quién, entonces? —insistió él sin miramientos—. No revelé mi paradero a nadie sino a ti. ¿A quién se lo dijiste?
  
  —A nadie... a nadie. Akitaro le siguió, y esta tarde, al volver, se jactó de haber terminado contigo, aunque no dijo cómo. ¡Tiene que creerme!
  
  —¿Por qué viniste en lugar de llamar? —preguntó el agente, creyendo a medias en sus palabras.
  
  —Temía que no respondieran; entonces no sabría si vivía o estaba muerto, así que tuve que venir. Stewart San, le amo y jamás le haría daño. La primera vez tuve que obedecer a una antigua orden; moriría antes de repetirlo. ¿No me crees? —Le tuteó. Las lágrimas corrieron por sus mejillas—. ¿Qué quieres de mí? Haré cualquier cosa por ti.
  
  —Necesito tu ayuda, Taka; algunas informaciones.
  
  —Cualquier cosa —asintió ella, enjugándose las lágrimas.
  
  —¿Qué sabes de la Ciudad Prohibida?
  
  Con los ojos bajos, ella se paseó de un lado a otro.
  
  —Demasiado... Ya ves en qué me he convertido; un objeto de placer, dada al engaño y la traición. ¡Pero ya no! Ya no —repitió desafiante—. Te dije que soy del Mandarín; ahora te digo que lo fui. Pasé cuatro años prisionera en su harén. Es horrendo; parece un cadáver secado por el fuego. Él me convirtió en su espía en casas de té, en casas de baño, hasta que me instaló en esta. Aunque lejos del Mandarín y fuera de la Ciudad Prohibida, no era libre... él seguía siendo mi amo, y para él espié. Más que de ningún otro, debía cuidarme de los hombres que tuvieran tatuada un hacha azul... Tú eres el primero que encontré.
  
  —Ah, sí. ¿Qué dijiste de un tal Judas?
  
  —Lo vi una sola vez, cuando llevé mi informe al Mandarín. Hablaba con odio de los hombres que lucían el hacha, particularmente de uno de ellos, que estuvo a punto de matarlo. ¿Acaso fuiste tú?
  
  —¿Qué sabes de La Garra? —Nick hizo caso omiso de su pregunta—. ¿Es legítimo el Mandarín?
  
  —Al principio así lo creí, más pronto me enteré de la verdad. Los huesos del verdadero Mandarín están encerrados en la muralla. Este hombre es un criminal, un sádico, un demonio, un provocador de guerras.
  
  —¿No existe duda de que sea él el jefe de La Garra?
  
  —Él es La Garra... Controla personalmente todos los planes de chantaje, asesinato, torturas, tráfico de drogas y de esclavos, falsificaciones... todo lo que pueda dañar a un país. ¡Oh, es vil! ¡Lo odio!
  
  —¿Lo bastante como para ayudarme a penetrar en la Ciudad Prohibida?
  
  La joven contuvo el aliento y lo miró con fijeza. Él hizo lo propio, tratando de leer sus pensamientos.
  
  —No espero que me conduzcas hasta allá —continuó Nick al cabo de un silencio—. Sólo quiero saber exactamente dónde está y cómo son sus instalaciones; todo lo que puedas decirme al respecto ... y que sea verdad.
  
  —Está bien —asintió ella al fin—. ¿Tienes papel?
  
  —Empecemos por el mapa —dijo el agente, aliviado—.
  
  Siéntate...
  
  Sentados en la cama, hojearon la guía de Pekín que pertenecía a Camarada.
  
  —¿Un lápiz? Bien. Aquí hay una marca, pero si supones que ésta es la Ciudad, te equivocas. Está más afuera... en este punto, cerca del desfiladero. ¿Ves la ruta y el río? ¿Y esta arboleda dentro del valle? Aquí es. Está muy bien custodiada, por fuera y por dentro. El papel, por favor... Primero hay una muralla exterior, luego los patios y al fin las paredes interiores. Aquí, otro patio; aquí las cámaras interiores. Un gran pasadizo, otros más estrechos. Aquí hay puertas... Ésta se halla siempre cerrada y tiene barrotes. Ésta conduce a un pasaje que baja así... Aquí tenemos, de un lado y otro, las habitaciones de los monjes... aunque los de este lado ya no son ocupadas por ellos sino por agentes de La Garra.
  
  —¿Cuántos son?
  
  —No lo sé; llegan y se van... quizás haya ocho o diez por vez.
  
  —¿Es posible entrar en esa habitaciones?
  
  —Sí; muchas veces llevé comida ... Podría entrar con mucha más facilidad que tú.
  
  —No sería capaz de sugerir tal cosa, Taka. Y ahora háblame de los otros que tienen acceso a la Ciudad Prohibida: mongoles, monjes, pobladores, guardias y demás.
  
  Ella los describió con rapidez.
  
  —Pero, San, se me acaba de ocurrir... No hay motivo que impida mi regreso a la Ciudad, para informar al Mandarín acerca de los torpes que trabajan para él. En tal caso, yo podría estar allí y ayudarte cuando llegues. Quizás ... Aunque si llegaran a descubrirme... —Se estremeció—. Sea como fuere, haré lo que tú digas.
  
  —No me gusta la idea de que estés allí, aunque tendré que discutirlo con mi colega, cuyas ideas difieren de las mías.
  
  —No me hablaste de tu colega, San... —murmuró ella, atemorizada.
  
  —Sí, Capullito de Loto; tiene un colega —proclamó el agente soviético saliendo del armario—. Uno que ha debido adoptar una decisión muy difícil. ¿Usted ya decidió, Stewart?
  
  —Sí, ¿y usted? —inquirió a su vez Nick, encrespado.
  
  —Yo también ... Podremos utilizarla ... con cautela. Ya no se hablará más de matarla.
  
  —No hiciste bien en permitirle que escuchara, San. —Taka lo miró con aire de reproche—. Dije muchas cosas que no estaban destinadas a otros oídos.
  
  —Lo siento, Taka, pero no sabíamos nada de ti. Lo que tratamos de lograr es vital para la paz mundial; debíamos asegurarnos de que eras digna de confianza.
  
  —Claro que todavía no confiamos del todo en ti —interrumpió el ruso—. Y yo, por lo menos, no confiaré jamás por entero. He descubierto que no conviene... —Apartó de un puntapié el cuerpo de la cobra—. Uno nunca sabe lo que puede pasar ... A ver ese mapa. Ah, sí, sí; tal cosa parece muy posible —admitió al verlo—. Quizás nos resultes de utilidad allá. Sólo necesitas saber que algún día, de alguna manera, hemos de terminar con tu amo, el Mandarín.
  
  —¡ No es mi amo! — respondió ella, colérica—. Y si llego a volver, no será por ti.
  
  —Ya lo sé, pero tus motivos no me interesan —admitió Camarada—. De todos modos, creo que ha ganado la partida, Stewart. La información proporcionada por ella es muy útil. Acaso pueda hacer más todavía por nosotros ... es decir, por usted. Creo que con esto ya podemos formular algunos planes preliminares. Es evidente que usted está más calificado que yo para tratar con ella —agregó con una reverencia burlona—. Lo subestimé.
  
  —Camarada, si tiene algo que hacer, póngase en marcha —dijo el supuesto Stewart con voz queda—. Tengo que trabajar con usted, pero no estoy obligado a estimarlo. Nos encontraremos aquí dentro de un par de horas, o cuando sea que termine con sus tareas. Y esta vez golpee a la puerta, o mejor aún, llame desde abajo.
  
  —Quizás debí hacerlo la primera vez —repuso el ruso con amplia sonrisa.
  
  —Quizás —admitió Nick—. Touché, viejo.
  
  —Adiós, viejo. —El agente soviético cerró la puerta a sus espaldas.
  
  —Lo lamento —dijo Carter con suavidad—. Es un verdadero canalla, pero le debo la vida, tanto como a ti. Taka... ¿piensas poder regresar a la Ciudad sin peligro?
  
  —Por ti, San, lo haré.
  
  
  
  
  
  Capítulo 9
  
  
  
  
  Después de discutir planes con la mujer, Carter le entregó dos pequeños objetos que consideró seguro dejarle llevar. Luego la condujo por los fondos hacia la calle, listo para recurrir a Wilhelmina si alguien demostraba excesivo interés al verlos juntos. En la puerta lateral la despidió con un beso; ahora sólo le quedaba rogar que nadie la hubiera visto, que nadie llegara a sospechar de ella.
  
  Preparaba sus valijas cuando sonó la campanilla del teléfono: era Camarada, que lo llamaba desde el bar.
  
  —¿Stewart? Estoy dispuesto a discutir los planes, pero opino que debe mudarse del hotel.
  
  —Estoy listo e inmediatamente estaré con usted. Pida un vodka martini para mí,, ¿quiere?
  
  :—Muy sensato —aprobó el ruso.
  
  Momentos más tarde, ya pagada su cuenta, Nick se reunió con su colega.
  
  —Bueno, Stewart... ¿La tarde fue satisfactoria? —le preguntó el ruso a modo de saludo.
  
  —Más o menos. ¿La suya?
  
  —Interesante.
  
  —Bueno, empecemos —propuso el agente norteamericano después de brindar—. Me mudo al Hotel Emperador; allí podremos conversar.
  
  —Tengo un coche afuera —asintió el ruso.
  
  Cruzaron el vestíbulo, donde Nick se detuvo momentáneamente para recoger sus valijas, y se encaminaron hacia la amplia puerta principal. En ese momento entraban tres hombres; el norteamericano supuso que se apartarían, mas no lo hicieron.
  
  Súbitamente se hicieron inconfundibles y amenazantes. Con un gruñido gutural, Camarada disminuyó el paso. Nick se detuvo, dejando sus valijas. En el vano, el trío se abrió en abanico, cerrando el camino, apenas a dos metros de los agentes secretos.
  
  —Hemos venido en busca de ustedes, criminales extranjeros —anunció uno de ellos con un extraño canturreo.
  
  — Cometen un error —declaró Camarada—. Déjennos pasar.
  
  —No, no han de escapar —rio el del medio—. Sabemos quiénes son; ya no seguirán cometiendo crímenes. Están arrestados. ¡Llévenlos! —exclamó súbitamente.
  
  El soviético retrocedió. Los tres desconocidos se adelantaron. Sin ostentación. Nick echó mano a Wilhelmina.
  
  —Apártense —insistió Camarada—. No sabemos nada de ningún crimen ni los conocemos a ustedes.
  
  Cuando dio un paso hacia adelante, la ficción terminó; tres mortíferos cuchillos aparecieron a la vista, cada uno en una mano china, similar, a una garra. Tenso, Nick dio un violento tirón a Camarada; aquellos cuchillos eran para arrojar. Wilhelmina se hizo oír una vez y uno de los hombres cayó, pero al caer lanzó su arma; Nick la esquivó con agilidad. Se disponía a disparar otra vez cuando Camarada lo apartó de un empellón. Al recobrar su equilibrio, Nick presenció un cuadro asombroso: el que estaba en el suelo, todavía vivo, con una mano sobre el pecho, y los otros dos, cuchillos en mano, eran la imagen del pánico. Con veloz movimiento, Camarada había extraído de entre sus ropas un objeto en forma de huevo. Los tres asesinos, paralizados por el terror, se pusieron bruscamente en movimiento; uno de ellos se volvió, tropezando sobre su compinche caído. El tercero se estrelló contra los otros dos e intentó pasar. Con toda calma, el agente ruso tiró de una pequeña palanca en el objeto que arrojó en el vano, apartándose al mismo tiempo de un salto hacia Nick. Como en una película con acción retardada, el norteamericano vio que el brillante huevo daba contra el hombro de uno de los asesinos. Instintivamente, Nick se arrojó al suelo y ocultó la cara entre los brazos.
  
  Un trueno retumbó en el vestíbulo; alguien lanzó un
  
  penetrante alarido de agonía; hubo una horrible desintegración de yeso, madera ... y algo más. El humo oscureció el vano y flotó hacia el vestíbulo; luego hubo un silencio mortal y un hedor insoportable.
  
  —Vamos; ya está. —Camarada tironeaba del brazo de Nick, quien recogió sus valijas.
  
  Pasaron de prisa sobre los cadáveres sangrientos y destrozados que yacían ante la puerta: los tres asesinos del Mandarín ya no existían.
  
  Tras ellos se alzó un clamor de voces y un estrépito de campanas de alarma. El ruso arrastró a Nick hasta la calle lateral, donde un MG semejante a un escarabajo mecánico los esperaba. Al volante de ese vehículo, Camarada parecía enorme; Nick lo observó a hurtadillas con una mezcla de repulsión y respeto.
  
  —Me parecen medidas demasiado drásticas para sólo tres hombres —hizo notar.
  
  —Usted tira bien, Stewart, pero no estaba seguro de que nuestras armas bastarían. —Camarada se encogió de hombros—¿Para qué correr riesgos?
  
  —No creo que el riesgo fuera grande; eran dos armas de fuego contra tres cuchillos. Una granada de mano es demasiado.
  
  —Están muertos, ¿no? —adujo el ruso mientras tomaba por el bulevar—. Además, no era una granada, sino un Huevo Ruso de Pascua. No tenemos tiempo para reyertas en Tokio.
  
  —Con eso estoy de acuerdo. De paso, no vaya al hotel Emperador; la policía de Tokio podría buscarnos. ¿Dónde se aloja usted?
  
  —Ese es asunto mío.
  
  —Ocúpese de él entonces —repuso Carter con irritación—. En la esquina siguiente, tome a la derecha y siga por allí cinco cuadras; luego le daré nuevas instrucciones. —Se dirigía hacia un escondite descubierto durante los últimos días para un caso de emergencia—. Al menos uno de nosotros debe revelar lo bastante como para que se pueda trabajar.
  
  Camarada gruñó, pero obedeció sus indicaciones.
  
  Les llevó una semana prepararse para partir hacia la Ciudad Prohibida; se hacía necesario preparar transporte, disfraces y provisiones. Mediante cosméticos adecuados, Nick Carter logró cubrir el tatuaje del hacha con bastante eficacia. Ya había enviado informes detallados a Washington; pronto Julie Baron, en Pekín, recibiría un mensaje con la ubicación de la Ciudad Prohibida y una descripción del plan a seguir. Hawk ya había recibido informes radio telegráficos, antes de que el aparato fuera bien guardado.
  
  Una vez más, el MG cruzó el Tokio nocturno. A dos cuadras del puerto. Camarada dejó el auto en manos de un hombre ataviado como un estibador; luego ambos agentes secretos siguieron a pie hasta llegar a un muelle.
  
  Las aguas del puerto estaban literalmente cubiertas con juncos, sampanes, barcas pesqueras y esbeltas lanchas. Nick y el ruso se dirigieron hacia una lancha minúscula, anclada en medio de la aglomeración. Antes de ponerla en marcha, el ruso revisó un cajón de madera que estaba a popa.
  
  —¿Está todo? —preguntó Nick desde el timón.
  
  —Sí, todo.
  
  —Perfecto ...
  
  El norteamericano maniobró la embarcación para pasar por entre un grupo de sampanes, antes de darle velocidad.
  
  Primero a Shangai, a fin de recoger provisiones en un escondite ya acordado por Camarada. Luego por tierra hasta Pekín ... sin otra ayuda que la suerte y su propia inteligencia. Pronto perdieron de vista la costa y el moderno perfil de Tokio. Carter y Camarada guardaron silencio largo rato; al fin el primero observó su reloj y detuvo bruscamente el motor.
  
  —Bueno, Camarada; es tiempo de que ambos desaparezcamos —anunció.
  
  El interpelado asintió con la cabeza mientras levantaba la tapa del cofre de madera. Con cierta expresión de disgusto empezó a retirar su contenido.
  
  —Lamentablemente, amigo mío, son un tanto viejas y hediondas. Pero supongo que no podemos quejarnos, ya que me costó bastante obtenerlas.
  
  —Mientras sean auténticas... ¿Está seguro de que lo son?
  
  —Tan seguro como es posible estarlo. Fíjese usted mismo.
  
  La caja contenía el ingenioso equipo de maquillaje de Nick, completado por uno o dos objetos especiales y toscas vestimentas confeccionadas con cuero y lana cruda, que exhalaba un penetrante olor. También había zapatos con suela de tela y gorras redondas de zorro rojo, adornadas con un material similar al fieltro. Eran las ropas usadas por la antigua orden de los Guardias que desde hacía siglos custodiaban las murallas de la Ciudad Prohibida y seguían haciéndolo. Era imposible averiguar qué clase de hombres eran, dónde y cómo vivían, qué dialecto hablaban.
  
  Nick hablaba en chino con bastante fluidez, pero en la lengua de los mandarines; Camarada empleaba el dialecto de Shangai. En voz alta, el primero se preguntó si con esos conocimientos bastaría.
  
  —Tendrán que bastar, amigo mío —replicó el ruso—. De todos modos, no hace falta que hablemos mucho; nadie interrogará a dos Guardias de la Ciudad que regresan, digamos, de una licencia en Shangai.
  
  —Así lo espero. Hasta cierto punto, siempre podemos aparentar altanería y negarnos a trabar conversación, aunque no creo que eso nos sirva de nada frente a policías o agentes de contraespionaje. Bueno; ya veremos cuando llegue el momento; por ahora vistámonos.
  
  Observando al ruso mientras se cambiaba de ropas, Nick no pudo menos que reconocer que era un magnífico ejemplar humano: grande, pero sin exceso de grasa; de músculos poderosos, aunque no deformes, y en óptimas condiciones físicas. No tardó en estar vestido con las ropas de cuero y lana, y en cubrirse la cabeza con el gorro de piel de zorro. Entre los pliegues de su disfraz ocultó la pistola con silenciador y un corto puñal. Ocultó en el antebrazo su reloj pulsera de tamaño poco común, y guardó en un bolsillo su cigarrera y encendedor.
  
  Nick Carter siguió casi idéntico procedimiento, con una excepción. El ruso, reemplazándolo al timón, lo vio vestirse con las malolientes vestimentas. Se sujetó al brazo el estilete, Hugo. Llevaba a Wilhelmina junto a la cintura. En cuanto a Pierre ...
  
  Camarada, que lo vio vendarse juntos dos dedos del pie izquierdo, observó:
  
  —Es una lástima que se haya herido el pie, Stewart, eso podría demorarnos.
  
  El vendaje abultaba ligeramente ... pero no a causa de ninguna herida. Nick alzó la cabeza.
  
  —Si en algún momento grito “¡Aguante!” contenga la respiración y corra. Me parece que aquél es nuestro junco, ¿no?
  
  Al ver aquella luz parpadeante, Camarada hizo brillar una lámpara de señales. Cinco minutos más tarde debían encontrarse con un junco muy singular, equipado con motor Diesel y un cañón de cuarenta milímetros, que aparentemente no era sino un junco como todos. Con él esperaban poder llegar a Shangai sin que les saliera al paso ninguna lancha patrullera japonesa, china o rusa. Una vez en suelo chino, comenzaría para ellos la verdadera odisea.
  
  Otra lámpara de señales respondió desde las tinieblas. Carter sacó de la popa una lata de gasolina que utilizó para saturar las ropas que se quitaron, además de toda la madera y la lona en el interior de la embarcación. Con un gruñido de satisfacción, Camarada señaló:
  
  —Allí, por estribor ... ¿Listo, Stewart?
  
  Al aproximarse el junco, Carter alcanzó a distinguir las facciones de dos hombres, pese a la niebla. Aseguró el timón y recogió la caja de maquillaje; Camarada impartió una orden en ruso, y alguien ayudó a Nick a trasponer la distancia entre ambas embarcaciones. Camarada lo siguió, inexpresivo. Uno de los dos hombres le ofreció una pistola para disparar señales; él apretó el gatillo y una llamarada saltó en arco hacia la cubierta de la pequeña lancha, empapada en gasolina. Casi simultáneamente, como por propio impulso, el junco se alejó.
  
  Por espacio de un instante, una oscuridad completa envolvió las aguas alrededor. En seguida la embarcación estalló en llamas, convirtiéndose en una hoguera que ardía en medio del mar. Cuando el ruso impartió una nueva orden, el marino se apartó en silencio. Poco después el junco trepidaba en movimiento y surcaba las aguas.
  
  —Bueno, Stewart —sonrió satisfecho el agente soviético—. Ahora empezamos de veras.
  
  —Bueno, Camarada ... Pero ahora tengo otra identidad y otro nombre. Soy Lo Mei Ting, Guardia, ¿y usted?
  
  —Hong Tu Lee, también Guardia. —El ruso se inclinó—. A su servicio. Y ahora, espero que logre darnos la apariencia de chinos.
  
  —No se preocupe, amigo —repuso Nick, que tenía consigo la caja—. Para cuando lleguemos a Shangai, ni su propia madre lo conocería... por lo cual, sin duda, se mostraría profundamente agradecida. Vamos abajo, donde hay más luz.
  
  Juntos hicieron su entrada en la pequeña cabina principal, donde Nick abrió la caja y se puso a transformar el rostro de su colega. Mientras lo hacía, no podía dejar de preguntarse cuál sería el resultado de aquella extraña misión.
  
  
  
  
  
  Capítulo 10
  
  
  
  
  Mientras en todo el mundo, ante las mesas de conferencia hombres preocupados hablaban de la amenaza contra la paz que significaba la existencia de una banda de terroristas internacionales, en la desembocadura del Río Amarillo dos Guardias se detuvieron para alimentarse con pescado frío, arroz y té. El día era gris; fríos vientos soplaban desde el turbulento Pacífico. Sucios y fatigados tras el largo viaje desde Shangai, los dos hombres comieron con apetito. Desde allí podían vigilar la actividad en la ribera; juncos y sampanes surcaban la bahía. Lo Mei Teng se limpió las manos en la blusa y sonrió.
  
  —¡Mi Dios, qué no daría por un cigarrillo! —exclamó.
  
  Su compañero, Hong Tu Lee, lo miró con escarnio.
  
  — Amigo mío, los Guardias no fuman en público.
  
  —Supongo que tampoco llevan consigo encendedores, y tú sí —rio el otro.
  
  —Es para otro fin —repuso severamente Camarada—. Tú mismo puedes apreciar ahora las ventajas de nuestro disfraz; ¿ves cómo todo el mundo se aparta de nosotros?
  
  Era verdad. Por cierto que los uniformes y los gorros de piel de zorro surtían su efecto. Asombrado, Nick comprobó que todos apartaban la mirada y se alejaban ante ellos.
  
  — Vamos ya —exclamó, ávido por entrar en acción—. Si no descansamos con mucha frecuencia, podremos llegar ante las puertas de la Ciudad el miércoles por la noche.
  
  —Estás impaciente, Lo Mei Teng ... Pero de acuerdo; .sigamos.
  
  El norteamericano, que se encaminaba hacia la pequeña plaza del poblado, se detuvo súbitamente. El ruso siguió su mirada; había una conmoción: los transeúntes se detenían, retrocediendo como ante una orden no expresada.
  
  —¡Allí viene ella! ¡Allí viene ella! —se oyó un susurro unánime.
  
  Con mucha cautela, Nick y Camarada se abrieron paso hacia las primeras filas de la multitud. En ese momento se hizo un silencio, y no era de extrañar, ya que en aquella callejuela adoquinada, impregnada con el olor del pescado y de la sal marina, se materializó algo que parecía surgido de un sueño.
  
  Se trataba de un palanquín como de las Mil y Una Noches, sostenido por cuatro chinos de físico poderoso y ataviados a la usanza de los guerreros mongoles. Pese al día opaco y gris, el palanquín resplandecía gracias a sus adornos dé oro y esmeraldas. Los cuatro mongoles avanzaban con pasos medidos y el ritmo suave de una mecedora. A medida que se aproximaban con su preciosa carga, el populacho se inclinaba torpemente hasta el suelo, en homenaje a la reina que iba tendida en el palanquín.
  
  Nick contuvo el aliento: la mujer era increíblemente hermosa. Tenía facciones clásicamente esculpidas; cejas negras como la pez, nariz perfecta, boca escarlata que, entreabierta, revelaba dientes parejos y luminosos como perlas. De sus orejas pendían aros de jade, cuyo sutil resplandor verde agregaba belleza a la piel marfileña y al cabello negro. Sus ojos eran tan oscuros como una noche sin luna, y tan dominantes como los de una emperatriz. En su cabeza, una tiara brillaba con los rayos aprisionados en rubíes, diamantes y esmeraldas.
  
  Camarada tironeó la manga de Nick y se inclinó, pero demasiado tarde: el norteamericano parecía hipnotizado por la belleza que tenía ante sí. Su sexto sentido, alerta, le decía que aquel encuentro era importante, que no debía confundirse con aquella multitud informe y obsequiosa.
  
  Aquella mujer murmuró algo y el palanquín se detuvo ante los pobladores silenciosos.
  
  —¡De rodillas, idiota! —gruñó entre dientes el soviético, que se arrojó al suelo como un suplicante.
  
  Por su parte, Nick permaneció orgullosamente erguido,
  
  con la mirada fija en aquella visión. Ella hizo una señal, sin apartar de él la vista; uno de los mongoles se volvió hacia él y le dijo rápidamente en chino:
  
  —La Hija del Dragón ordena que te acerques.
  
  Con las manos unidas en el acostumbrado ademán de cortesía, Nick se aproximó con paso firme al palanquín. Ella lo miraba con interés.
  
  —Vosotros sois Guardias —dijo con voz sensual—. ¿Adónde os lleva vuestro viaje?
  
  —Al sitio de los todopoderosos, la Ciudad Prohibida —repuso Carter.
  
  —Muy bien —sonrió ella—. Buda os ha puesto en mi camino. ¿Cómo os llamáis?
  
  —Lo Mei Teng y mi camarada, Long Tu Lee. Hemos estado gozando de una licencia y ahora regresamos a nuestros deberes en la Ciudad.
  
  —Sabed, entonces, que yo soy Yasunara, la Flor del Laúd, concubina del Mandarín. Ordeno que me escoltéis tú, Lo Mei Teng, y tu camarada, Hong Tu Lee.
  
  Aunque la exaltación inundó el corazón de Carter, su rostro permaneció sereno.
  
  —La Flor del Laúd ordena y nosotros obedecemos —dijo.
  
  —Bienvenidos —repuso ella con grácil ademán—. Ponte junto a mi hombro derecho, y él a mi izquierda; os necesito.
  
  —Serviros es mi humilde deseo; ojalá sea digno de él.
  
  —Sea. Y ahora, partamos.
  
  Volviéndose, Nick llamó con un ademán a Camarada, que ávidamente intentaba oír la conversación, y se adelantó.
  
  —Hong Tu Lee —le dijo Nick con gravedad—; hoy se nos hace un gran honor. Podremos escoltar a Yasunara, la Flor del Laúd, Hija del Dragón y concubina del Mandarín, hasta las puertas sagradas de la Ciudad Prohibida.
  
  Afortunadamente, la expresión de alegría que asomó a los ojos del ruso pudo ser erróneamente interpretada por la dama, quien sonrió y les señaló sus posiciones. Una vez más, ante su silenciosa orden, los cuatro mongoles reanudaron la marcha, arrastrando al compás su calzado con suela de tela. Nick ocupó su lugar a la derecha de Yasunara, mientras Camarada se ubicaba del otro lado. Una vez más, los pobladores asustados les abrieron paso. Carter miraba adelante, resistiendo la tentación de contemplar aquella belleza increíble, aunque sentía con masculina certeza que ella lo estaba observando, ya que sabía también que un humilde Guardia no debe mirar audazmente a la mujer de su amo.
  
  —Lo Mei Teng ...
  
  —Sí, Hija del Dragón.
  
  —¿Qué has sabido en Shangai?
  
  Nick tuvo un sobresalto. ¿Cómo podía saber ella de dónde venían? Acaso fuera la costumbre que los Guardias pasaran sus licencias en aquella ciudad. De todos modos, no le quedaba otra cosa por hacer sino arriesgarse a una generalidad.
  
  —Existe descontento. Gran parte del mundo parece estar contra nuestro país, y los estudiantes y nuevos dirigentes claman por una China más poderosa.
  
  —¿Y tú, Lo Mei Teng? —preguntó ella con cierto dejo de burla, como sino esperara que un simple Guardia tuviera opinión propia.
  
  —Yo también, mi ama —repuso él ingenuamente.
  
  La oyó suspirar, luego de lo cual pareció tranquilizarse una vez más. El norteamericano advirtió que Camarada lo miraba de reojo, preocupado: era comprensible. La favorita del Mandarín no era una persona con quien se pudiera discutir de nada ... especialmente política.
  
  Las dudas de Nick relativas a sus disfraces y maquillaje se habían desvanecido; ahora estaba casi convencido de su eficacia. Ambos estaban bronceados, con las caras lisas y suaves y el aspecto sólido de los montañeses del Norte. Finas tiras de tela adhesiva de color carne, oscurecidas con la misma tintura que cubría sus brazos y caras, otorgaban a sus ojos una oblicuidad oriental.
  
  Así cruzaron el poblado, siguiendo el camino hacia las bajas colinas que marcaban el último trecho hasta Pekín. Ya se veía en el horizonte la Gran Muralla China.
  
  En la cresta de un altozano la procesión se detuvo para descansar. Mientras la mujer se aseaba refugiada detrás del palanquín, sus portadores aprovechaban la sombra de un eucaliptus. Por su parte, Nick y Camarada se reunieron para cambiar impresiones.
  
  —¿Qué opinas de los portadores, Camarada? —preguntó el primero—. ¿Pertenecerán a la ciudad, o sólo serán sirvientes de la encantadora dama?
  
  No lo sé. De todos modos, cuidémonos de lo que decimos ante ellos.
  
  —¡Cuidado! Aquí viene uno —anunció apresuradamente Nick.
  
  El jefe aparente de los cuatro mongoles se acercaba y no tardó en detenerse frente a ellos, con rostro inexpresivo y párpados bajos.
  
  —¿Cómo se llaman ustedes, amigos?
  
  Con ceremonia típicamente china, el ruso efectuó las presentaciones. El mongol asintió y dijo llamarse Kwan Too.
  
  —¿Comerán más tarde con nosotros? Veo que no llevan alimentos.
  
  Al ver que era sincero, le agradecieron.
  
  —No pensábamos viajar hacia aquí con la señora —explicó Nick.
  
  —Ah, esa ... —murmuró Kwan Too con admiración—. Un ser de otro mundo; una concubina como jamás se ha visto. Si algo le sucede durante el viaje, lo pagaremos con la cabeza, pero aun así es un honor. El Mandarín paga bien y en oro ... Claro que ustedes, los Guardias, saben más que yo acerca de ella.
  
  —Somos muchos —repuso Nick—, y para una señora como ella, no somos sino ralea. Jamás nos hemos hallado tan cerca de ella; la admiramos desde lejos, pero no tenemos el privilegio de saber gran cosa a su respecto.
  
  El mongol, a quien esto parecía lógico, asintió.
  
  —Dinos, Kwan Too —prosiguió el norteamericano—, ¿por qué la Flor del Laúd abandonó la Ciudad Prohibida?' No sabíamos nada de su partida. Supongo que el Mandarín no permitirá a su flor favorita vagabundear como cualquier costurera de palacio ...
  
  —Fue a Shangai para conferenciar con la gente que hay en esos grandes edificios —repuso el mongol con vago ademán— Quizás con hombres de más allá de los Urales; no lo sé. Pero ella es algo más que una mujer; tiene poder.
  
  —Entonces, ¿cómo es que sólo cuatro hombres custodian a un ser tan precioso? —Carter frunció el entrecejo con seriedad—No me parece apropiado.
  
  —El Mandarín pensó que una expedición más numerosa atraería demasiada atención. Además, —se irguió con orgullo—no existen otros cuatro hombres como los de Kwan Too; ya lo verán si se presenta la oportunidad.
  
  —Seguramente lo que dices es verdad —asintió Nick, pensando que no convenía mencionar las multitudes que el palanquín atraía a su paso—. Nos honra el ser una pequeña parte de vuestra escolta.
  
  Kwan Too se mostró complacido, pero antes de que respondiera, la voz tintineante de Yasunara lo conminó, de modo que se alejó de prisa. Nick miró al ruso.
  
  —Bueno, parece que hemos hallado un filón. Por intermedio de Yasunara, podremos llegar hasta el Mandarín, pese a sus guardias y sus murallas... tal vez.
  
  —Sí; aunque no lo creo fácil —repuso Camarada, preocupado.
  
  La noche resultó una odisea, con los huracanados vientos del norte. La pequeña comitiva acampó tras un grupo de olmos.
  
  Nick, el ruso, Kwan Too y sus hombres se echaron a dormir cerca del palanquín y de una fogata. Pese al temporal y a un insistente deseo de ir a ver a Yasunara en su palanquín, Nick durmió bien. Al fin, la aurora transformó el cielo y los hombres se lavaron con el agua fría de un arroyuelo cercano. Yasunara no había hecho aún su aparición. Después de compartir su desayuno con los falsos Guardias, los mongoles dejaron una bandeja con frutas y dulces junto al palanquín y esperaron órdenes.
  
  Una hora más tarde, la mujer asomó su encantadora cara; Kwan Too se inclinó, impartió rápidas órdenes en cantonés y una vez más se pusieron en marcha, cada uno en la posición indicada. Así avanzaron bajo un sol brillante y frío. Súbitamente Yasunara interpeló a Nick:
  
  —¿Cómo es que no te he visto antes en la Ciudad Prohibida. Lo Mei Teng?
  
  —No soy digno de ser notado por alguien como vos, Flor del Laúd, ya que no soy sino un humilde Guardia. Muchas veces he contemplado vuestra belleza y rogado a los dioses del cielo para que me concedierais una mirada.
  
  —No pareces nada humilde —rio ella con cierta coquetería—. Caminas erguido y orgulloso como el mismo Dragón.
  
  —Perdonadme, oh Hija del Dragón; es mi defecto el creerme mejor de lo que soy.
  
  —Y sin embargo, eres erguido y orgulloso, Lo Mei Teng. —La Flor del Laúd es bondadosa en exceso.
  
  —¿Bondadosa? —repitió ella con amarga risa— Soy muchas cosas, pero bondadosa jamás. Ya lo comprobarás, Lo Mei Teng, si vives lo suficiente.
  
  Nick se dijo que aquélla era una observación algo amenazante. La mujer se volvió sin agregar palabra.
  
  La comitiva aminoró el paso; al aguzar la mirada, Nick comprobó que una sombra larga y oscura los aguardaba más adelante. Al fin llegaron junto al automóvil; entonces Kwan Too levantó un brazo para detener la marcha. Camarada dejó escapar una leve exclamación de sorpresa o incredulidad.
  
  Se trataba de una limousine Daimler, abierta, conducida por un chófer uniformado. Alguien más la ocupaba: un sujeto enormemente gordo, en traje de paisano, que se movía con cautela para salir del asiento posterior. Seguramente no podía ser aquél el Mandarín!
  
  Los cuatro portadores bajaron con suavidad el palanquín; Kwan Too se acercó apresuradamente al coche entre torpes reverencias. Camarada hizo una mueca de exasperación; Nick pensó con rapidez. Ahora la Hija del Dragón recorrería en auto el resto de su ruta; sus escoltas y los Guardias quedarían de a pie. ¿Acaso aquel cerdo podía ser el Mandarín? No; imposible. Taka lo había descripto como similar a un cadáver secado por el fuego. Fuera quien fuese aquel corpulento sujeto, no era el Mandarín. Lástima, ya que en tal caso su tarea habría sido casi demasiado fácil. De esa forma, parecía que sus planes y sus esperanzas se verían frustrados; la Flor del Laúd no tendría lugar ni necesitaría de ellos en aquel vehículo.
  
  El gordo abandonó pomposamente el asiento y se contoneó en dirección del palanquín. A discreta distancia, se detuvo y aguardó. Al incorporarse, Yasunara hizo señas a Nick para que se acercara. Él la ayudó a bajar, sintiendo el cálido apretón de su mano al apoyarse en la suya.
  
  —¿La Flor del Laúd permitirá que suframos de tristeza durante el resto de nuestros días? —murmuró él.
  
  Ella se irguió sorprendida.
  
  —Ya veremos, Lo Mei Teng —repuso con extraña sonrisa—Ya veremos.
  
  El gordo se adelantó.
  
  —Hija del Dragón —exclamó—, Flor del Laúd, Concubina Favorita del Mandarín, yo, Wong Fat, he venido a guiaros hasta mi señor, el Emperador de la Ciudad Prohibida.
  
  —Wong Fat, te saludo. ¿Cómo está nuestro amo?
  
  —Bien, muy bien. Por favor, sentaos antes de que vuelva a levantarse el viento,
  
  Kwan Too se adelantó, solemne. Los agentes secretos aguardaron, alerta ante cualquier posible peligro. Estaban en territorio enemigo y no sabían qué podía pasar.
  
  Lo que pasó sucedió con tanta velocidad que nadie estaba preparado para ello. En un instante, el cielo claro y sereno se vio turbado por el tronar de un motor. Una sombra cayó sobre los allí reunidos, que, atónitos, alzaron la vista. Un pequeño avión, sin marcas que lo identificaran, se precipitaba hacia ellos con inequívocas intenciones.
  
  
  
  
  
  Capítulo 11
  
  
  
  
  EL efecto fue instantáneo; Nick se arrojó al suelo, observando al mismo tiempo cómo corrían los demás en procura de refugio. La misma Yasunara, sin rastros de su languidez oriental, se arrojaba detrás del asiento de su palanquín. El avión bajó en picada, con el ruido característico de un aparato a chorro; una ametralladora tableteó ensordecedoramente. Alrededor del agente norteamericano se levantaron innumerables nubes de polvo; trozos de tierra volaron por el aire. Un hombre gritó histéricamente en cantonés mientras el avión, hecha ya su primera pasada, se alejaba hacia el sur. Nick se incorporó de un salto. Entre todos los demás, sólo el ruso conservaba suficiente dominio de sí mismo como para actuar. Wong Fat chillaba como una mujer; los mongoles yacían en tierra boca abajo. Rápidamente, Nick se allegó hasta el palanquín; levantó en sus brazos a Yasunara y la condujo así hasta el refugio de un árbol alto y nudoso, junto al camino. Detrás de él, Camarada gritó algo.
  
  —Suéltame —jadeó la mujer, furiosa—. ¡Cómo te atreves a tocarme! Morirás por esta profanación, presuntuosa criatura. ¡Suéltame!
  
  Sin ceremonias, Carter la dejó caer tras el tronco protector del árbol, antes de regresar al camino. Vio que el avión, más al sur, se preparaba a volver. Perdida la cabeza, el chófer del Daimler había puesto en marcha el motor; Camarada lo maldijo y le descargó un golpe en el aterrorizado rostro.
  
  Dos de los hombres de Kwan Too estaban muertos, destrozados por los proyectiles. Debajo del coche, Wong Fat lanzaba agudos chillidos, implorando a los cielos que impidieran aquel vil atentado contra la concubina favorita del Mandarín.
  
  Desde el asiento delante del auto, Camarada lanzó un alarido de triunfo y emergió de allí con un fusil ametralladora Thompson norteamericano. Nick corrió a su lado al tiempo que se oía otra vez el agudo rugir del avión atacante. No tuvo tiempo para extrañarse por el descubrimiento, sino que experimentó gratitud por aquella dádiva de los dioses.
  
  —Se está descuidando —dijo Nick en chino—. Cree que estamos inermes y no espera que resistamos. Doble descarga, ¿de acuerdo?
  
  —De acuerdo. Abajo, ahora; ¡allí viene!
  
  El aparato se precipitó como un proyectil guiado, entre descargas. Las balas llovieron sobre el palanquín. Carter y el ruso permanecieron unos segundos echados de cada lado del Daimler, hasta que el avión comenzó a ascender.
  
  —¡Ahora! —gritó entonces Nick.
  
  Incorporándose, apoyando las culatas de sus armas en los hombros, apretaron los gatillos inexorablemente e hicieron fuego. La posibilidad no era sino una entre mil, pero quizás acertarían.
  
  Los proyectiles de calibre 45 dieron en el blanco; el avión se sacudió, subió un poco más y se estremeció. Volvió a elevarse y emprendió la fuga... ya estaba herido de muerte. Se oyó un rugido del motor y luego otro diferente; las llamas envolvieron el cuerpo de metal del avión; una explosión desgarró los cielos y el aparato se desintegró entre una lluvia de despojos y humo negro. Una nube oscura fue el lecho de muerte del misterioso piloto: el silencio envolvió el camino ensangrentado.
  
  Dejando caer su arma, Nick fue hacia Yasunara, que estaba apoyada en el árbol, con la respiración agitada.
  
  —¡No sois Guardias, sino dragones, Lo Mei Teng!
  
  —Con tal de que estéis a salvo, Flor del Laúd, nos consideramos recompensados.
  
  Junto a Daimler, Camarada inspeccionaba el arma norteamericana,. extrañado al parecer de su buen funcionamiento. Wong Fat croaba de deleite.
  
  Yasunara observó los cadáveres; en ese mismo instante
  
  el tercero de los heridos lanzó su último suspiro. El conductor, convertido en un bulto sangriento, estaba de bruces sobre el volante. No se veía por ninguna parte a Kwan Too.
  
  —Ven; ayúdame a subir al auto —ordenó la mujer.
  
  Nick la condujo hasta el coche. Wong Fat cayó de rodillas ante ella, implorando:
  
  —¡Hija de la Luna, la Tierra y el Sol! Perdonadme por no haberos protegido con mi cuerpo inútil. Si algo le hubiera ocurrido a Vuestra Magnificencia ...
  
  —¡Silencio! —siseó Yasunara—. Caerán cabezas a causa de esto. ¿Y dónde está Kwan Too, capitán de mis portadores y protector de mi divinidad?
  
  El mongol, avergonzado, surgió tambaleante de entre unos arbustos. Tenía una mancha roja y húmeda en la cara, y se dejó caer a los pies de la mujer, intentando besar el ruedo de su bata.
  
  —¿Cómo explicas tu cobardía, reptil?
  
  —Señora mía —gimió Kwan Too—, imploro el perdón de vuestro gran corazón. No sé cómo protegeros de cosas que vienen desde el cielo; jamás en mi vida...
  
  —¡En tu vida sin valor! ¡Esa no es ninguna respuesta, animal! —Se encaró con Nick— . Tú, Lo Mei Teng, el que camina como un dragón... ¿Qué harías con este mísero Kwan Too?
  
  —Mi corazón sangra por su momento de debilidad —repuso diplomáticamente Carter—. Dejadlo aquí para que muera de sus heridas.
  
  —Morirá, sí, pero no aquí —replicó ella con toda calina—. Regresará para el placer del Mandarín. Debemos averiguar algo de ese avión que supo dónde encontrarme. ¡Wong Fat! —lanzó el nombre como un insulto.
  
  —Ordenad y obedeceré —tembló el gordo.
  
  —Te quedarás aquí con Kwan Too hasta que pase otro vehículo y puedas arreglar para ser transportado hasta la Ciudad Prohibida. Yo seguiré camino con estos, mis bravos defensores, que han demostrado ser gigantes, dignos de protegerme.
  
  —Pero ... —Wong Fat, boquiabierto, miró el coche.
  
  —¡Silencio! Entregarás a Kwan Too al Mandarín. Y no
  
  dejes de hacerlo, ya que no será difícil encontrarte si decides emprender rumbo hacia otra parte.
  
  —¡Oh; Magnífica, sabéis que soy fiel! —se lamentó el gordo—. Que no haya más muertes; os imploro que roguéis por mí al Mandarín ...
  
  Bruscamente, ella le dio la espalda e hizo señas a Nick para que subiera al Daimler. Ya Camarada arrojaba el cadáver del conductor a tierra; Nick se apresuró a ayudarlo.
  
  —No necesito ayuda, amigo mío.
  
  —Es mejor que los dos trabajemos juntos, Hong Tu Lee. ¿Sabes conducir este coche extranjero? —Trajinando con el cadáver, murmuró en voz más baja—: No es la clase de transporte a que estoy acostumbrado, como humilde Guardia que soy. ¿Y tú, amigo?
  
  Comprendiendo, el ruso replicó astutamente.
  
  —Dices la verdad, amigo mío. Pero un hombre tan ingenioso como tú logrará seguramente hacer andar la máquina.
  
  —Muy bien, mi halagador amigo; trataré. —Mientras ayudaba a Yasunara a subir al auto, continuó—: Tú, Hong Tu Lee, pon las armas adelante, así las tendremos a mano.
  
  —No, Lo Mei Teng —contradijo la mujer—. Aquí atrás, donde hay más espacio.
  
  —Como ordenéis, ama.
  
  Aunque Camarada frunció el entrecejo, colocó los dos fusiles ametralladora en el lugar indicado.
  
  —Oh, mis dragones —sonrió Yasunara—. Vamos a la Ciudad Prohibida, donde el Mandarín, vuestro amo, nos aguarda.
  
  Nick se sentó al volante; Camarada, junto a él, lo observó manejar torpemente la llave.
  
  —Creo que es así —murmuró Carter como para sí—. Y ahora esto... Bueno; ya vamos. Mil perdones, ama —agregó cuando el automóvil se puso en marcha con una sacudida.
  
  —No puedo esperar excelencia en todo, mi valiente —rio ella—. Maneja como puedas.
  
  Carter condujo el coche como quien tiene las mejores intenciones, mas muy escasa experiencia mecánica, y el Daimler respondió como de mala gana.
  
  Un cuadro del mapa caminero se formó en la mente del agente secreto de HACHA. Las indicaciones de Taka eran exactas; más allá de aquellas colinas estaba Pekín, y en algún lugar escondido, la Ciudad Prohibida.
  
  Viajaron un rato en silencio. Ambos agentes deseaban conversar de muchas cosas, mas resultaba imposible hacerlo en secreto. Aunque la Flor del Laúd parecía ajena a lo que sucedía, estaba alerta. Nick mantuvo la mirada fija en el camino desconocido, mientras Camarada permanecía sentado con las manos sobre los muslos, como quien desea tener en ellas alguna otra cosa, por ejemplo un fusil ametralladora Thompson.
  
  Una hora más tarde, luego de un trayecto aparentemente interminable, matizado de vez en cuando por algún árbol solitario, se encontraron en un terreno formado por capas levemente onduladas. Casi no se advertían señales de vida; pese a la abundancia de la población china, sólo se cruzaron con un campesino. Los halcones surcaban el cielo; las cuestas distantes se convirtieron en colinas, y éstas en montañas. Yasunara cerró los ojos.
  
  Nick Carter la miró en el espejo; su cara suave se mostraba sensual aun en el reposo. Camarada abrió la boca para hablar, pero el norteamericano sacudió la cabeza negativamente.
  
  Al fin el agente soviético no pudo soportar más; volviéndose, miró a la mujer, que respiraba rítmicamente.
  
  —Ama ... Hija del Dragón... Flor del Laúd ... ¿Descansáis cómodamente? —Al no obtener respuesta se encaró con Nick—Tenemos que hacer planes —susurró, siempre en chino.
  
  Nick asintió y respondió con voz apenas audible, destinada sólo a los oídos de su colega:
  
  —Nuestro disfraz nos servirá sólo hasta llegar a las puertas; seguramente algún guardia descubrirá nuestra impostura.
  
  —Así es. Al llegar allí concluirá nuestra mascarada. Esto tiene sus ventajas, pero resulta precipitado en exceso;
  
  lo que nos hace falta es la oscuridad de la noche y actuar según nuestra propia conveniencia.
  
  —No tenemos tiempo. Contamos con tres posibilidades: la primera, abandonarla ante las puertas y alejarnos con uno u otro pretexto. No es probable que tengamos éxito. Segunda: seguimos adelante con audacia, engañamos a la guardia y dejamos que ella nos conduzca directamente a presencia del jefe, para que nos recompense por salvarle la vida. Las posibilidades son idénticas a la primera, a menos que nos arriesguemos a urdir una historia acerca de alguna misión especial. Tercera: secuestrarla, mantenerla como rehén y negociar con el Mandarín hasta que podamos hacerlo salir de su guarida. Tampoco me gusta eso. Quizás lo mejor sea el engaño audaz.
  
  —Cuarta ... Uno de nosotros puede traicionar al otro —sugirió Camarada, y Nick lo miró de reojo—. Decirle al guardia que puede participar de la gloria de capturar al otro, que no es sino un espía criminal. Al disfrazarse, uno de nosotros sólo se propuso reunirse con el espía para engañarlo. Luego, el traidor seguramente será conducido a presencia del Mandarín mientras al otro lo encadenan o algo similar. Entonces, el que no es espía se convierte en espía y mata al Mandarín durante la audiencia, muy rápido, antes que uno de sus fieles le corte la cabeza. Así moriríamos los dos .. pero también el Mandarín.
  
  Nick sonrió a pesar suyo.
  
  —Es un plan complicado, pero no menos probable que los otros tres. En realidad, algo así podría llegar a dar resultado ... Sólo que al menos uno de nosotros tendría que quedar con vida un poco más, preferiblemente huir para poder contar lo sucedido.
  
  El ruso asintió en silencio. Como Nick, él no era de los que buscan la gloria y anhelan morir en el curso de una misión. Si tenía que morir, lo haría, pero prefería lo contrario.
  
  —Me parece que quizás podamos emplear la técnica del engaño para salir los dos con vida... con un mensaje urgente para el Mandarín —continuó Carter en un susurro—. Tendría que ser algo que sea necesario decirle a solas; por ejemplo, que su refugio está plagado de espías.
  
  Siguieron tratando de refinar el plan apenas esbozado. Lo que al principio parecía un golpe de suerte, el encuentro con Yasunara, había acabado por desbaratar sus planes iniciales. Hasta tendrían que modificar su versión primitiva, la única que parecía posible antes de empezar.
  
  —Quizás podamos aprovechar lo ocurrido con el avión —sugirió Nick—. Podemos inventar un nuevo enemigo para el Mandarín y prevenirlo contra futuros ataques. ¿Tienes alguna idea de su procedencia?
  
  —Era ruso —admitió melancólicamente el otro—. Me parece que fue una torpeza. Quizás podríamos decirle que era albanés; así le daremos algo en que pensar —agregó, más animado.
  
  Nick rio por lo bajo.
  
  Soñolienta, Yasunara se agitó; el agente de HACHA la contempló en el espejo. Era realmente exquisita.
  
  Al trasponer la curva prevista en el mapa mental de Nick, el camino se estrechó. Pasarían cerca de Pekín y enderezarían hacia el desfiladero del cual nada sabían los extranjeros. Quienquiera se aproximara accidentalmente, era alejado por hombres en uniforme militar.
  
  —Se va a despertar la hija de los dioses —gruñó el ruso cuando el auto comenzó a descender una despareja cuesta.
  
  En efecto, Yasunara abrió sus encantadores ojos y sonrió soñolienta.
  
  —Ah, mis dragones, vamos a buena velocidad —murmuró—. Ya veo más allá la colina del sauce suspirante; al caer la noche nos hallaremos ante las puertas de la Ciudad Prohibida.
  
  —Loado sea Buda —repuso con sinceridad Nick, y el ruso murmuró algo guturalmente.
  
  —Os enriqueceré sin medida por los servicios que me habéis prestado —tintineó la voz de Yasunara—, Mi amo, el Mandarín, os demostrará su gratitud de manera apropiada. Para Wong Fat —continuó con dureza—, la recompensa que merece; para ese miserable Kwan Too, el muro. En cambio, vosotros, mis guerreros, seréis muy bien servidos. Ya veréis cuán grande es la magnificencia del Mandarín para con sus leales servidores.
  
  —El Mandarín es sabio y todopoderoso —dijo Nick entre dientes, pensando en el destino del pobre mongol.
  
  —¡Mirad! El desfiladero del dragón —gritó súbitamente la mujer—. Oh, ahora sí que estamos cerca de ti, mi amada Ciudad.
  
  Con naturalidad, como si hubieran visto la Ciudad Prohibida muchas veces, ambos siguieron con la mirada la dirección que señalaba Yasunara.
  
  Ante ellos abríase un vasto desfiladero de tierra roja. Más allá de una hilera de árboles pelados, el sol se reflejaba con brillo enceguecedor. Recordó la leyenda leída muchos años atrás: “Techos de oro, tejas de jade, muros de tinte bermejo ...” La Ciudad Prohibida, un cuento de hadas materializado en los confines de Pekín.
  
  El camino entró en declive. Yasunara, reclinándose, se abanicó sin dejar de mirar fijamente a Nick.
  
  —Manejáis bien las armas norteamericanas —observó—. Rara vez nuestros compatriotas demuestran tan grande habilidad en el uso de tales invenciones.
  
  Nick trató de responder adecuadamente.
  
  —Los Guardias hemos aprendido muchas cosas para poder proteger al Mandarín.
  
  —Sí —aprobó Camarada—. Sólo así podemos hacernos dignos del honor de servirlo.
  
  —Respondéis bien, bravos defensores —replicó ella complacida.
  
  —Es la única respuesta posible, oh Hija del Dragón ...
  
  Un campesino que conducía su rebaño de cabras hizo una genuflexión al paso del coche; Yasunara respondió con un ademán. Nick creyó distinguir en un otero el brillo de algo que podía ser un par de binoculares. Pese al frescor de la tarde, Yasunara se abanicaba lánguidamente.
  
  El sol se ponía, pero la Ciudad Prohibida no dejaba de brillar, agregando color al rostro encantador de la Hija del Dragón. Camarada bostezó; Nick se irguió para aliviar la tensión de sus hombros.
  
  —¿Os fatigáis? —preguntó la mujer—. Y tenéis motivo, ya que habéis trabajado mucho, pero esta noche tendréis un descanso tal como jamás lo soñasteis. Vuestras serán las maravillas de otro mundo. Sed pacientes; pronto concluirá vuestra peregrinación.
  
  Nick pensó en las puertas de la Ciudad, que seguramente estarían custodiadas por guardias, aunque Taka no había sabido explicar las medidas de seguridad. Si se los interrogaba, tendrían que arreglarse de alguna manera. Pocas posibilidades tenían de salir vivos de aquella aventura, pero Nick no le daba mucha importancia a la muerte; de nada servía la táctica cuando se llevaba consigo el miedo a la muerte.
  
  El camino describió docenas de complicadas circunvoluciones hasta que al fin, bajo la luz crepuscular, se convirtió en una recta suave que marcaba el fin del viaje. Ante ellos brillaban los altos portones de la ciudad.
  
  —Allí están las puertas del cielo —murmuró Yasunara—. Miradlas y recordad ... porque son las últimas puertas que veréis.
  
  Nick se volvió al oír el tono aterrador de sus palabras y al ver, por el espejo, el rostro transfigurado de la mujer. Camarada lo imitó.
  
  —¡Sigue guiando! —siseó la voz transformada.
  
  —¡Excelencia! —comenzó Nick, alarmado y confuso.
  
  —¡Haz lo que te ordeno!
  
  En manos de aquella hermosa mujer brillaba una automática de calibre 45.
  
  —Tontos —murmuró—. ¿Creísteis poder atrapar a Yasunara? Ahora veremos quién es el apresador y quién es la víctima. ¡Los dos moriréis esta noche, como enemigos del Mandarín!
  
  
  
  
  
  Capítulo 12
  
  
  
  
  El rostro de Yasunara no era ya el de una mujer encantadora, sino el de una bruja triunfante.
  
  —¡Señora! —protestó Nick Carter—. ¿Os burláis de nosotros o nos estáis probando? —Contuvo con una mirada al ruso, que parecía a punto de intervenir airado—. ¿Acaso hemos sido atrevidos?
  
  —Demasiado atrevidos —rio ella—. Tanto que os habéis traicionado. Humildes Guardias... ¡bah! Sois espías y asesinos; el Mandarín gozará al daros la recompensa adecuada.
  
  Lentamente, Camarada se volvió hacia ella, al tiempo que introducía la mano entre los pliegues de su blusa.
  
  —Os equivocáis, Hija del Dragón. Sólo vivimos para servir...
  
  —Si no te cuidas, no vivirás ni un momento más. Levanta las manos y sigue teniéndolas en alto hasta que te permita bajarlas. Y tú ... las dos manos sobre el volante. Si queréis morir ya mismo, os complaceré; bastará un solo movimiento de vuestra parte.
  
  El sombrío perfil de Camarada parecía petrificado de ira y desilusión. La mente de Nick funcionaba a toda velocidad: estrellar el coche, tratar de apoderarse de un fusil ametrallador, patinar súbitamente para que Camarada pudiera apoderarse de ella ... Pero entonces se delatarían sin lugar a duda. Debían recurrir primero al engaño, y a la fuerza sólo en última instancia. En tal caso, quizás sería mejor utilizar el silencioso Hugo.
  
  —Sois demasiado severa, Hija del Dragón —adujo Nick con suavidad—. Por favor, decidnos qué hemos hecho, qué errores hemos cometido al tratar con vuestra augusta persona. Entonces resolveremos humildemente no cometer el mismo error en el futuro.
  
  Camarada permaneció en silencio, escuchando sin expresión.
  
  —No tenéis futuro, mis falsos amigos —se burló ella—. Pero para satisfacer vuestra curiosidad ... Los Guardias de la Ciudad Prohibida no se atreven a tomarse familiaridades con las concubinas del Mandarín, y mucho menos con la favorita. Cuando tienen la fortuna de ser interpelados, responden con antiguas fórmulas exigidas por la costumbre ritual. Tampoco están familiarizados con el uso de armas norteamericanas, ni usan gorros de piel de zorro rojo, salvo en junio. Debisteis tener más cuidado con vuestra vestimenta. En cuanto os vi en la plaza se despertaron mis sospechas. Sabiamente, el Mandarín ha ordenado que se cambien mensualmente los colores de los uniformes. Ha sido una orden reciente, desgraciadamente para vosotros, últimamente, muchos de sus enemigos han intentado alcanzarlo por intermedio de sus Guardias. Así es que os descubrí como impostores desde el primer momento.
  
  Camarada maldijo en ruso, y Nick intervino rápidamente, intentando ocultar ese prematuro lapso.
  
  —Y bien, tal como afirmáis, no somos Guardias. Pero hemos probado nuestra amistad. Teníamos que hallar un modo de llegar hasta el hombre a quien deseamos tener como jefe, ya que le llevamos un mensaje de suma urgencia. Os lo probaremos si...
  
  —Guardaréis silencio y seguiréis conduciendo —exclamó ella—. Reservad para el Mandarín vuestras mentiras y preparaos para la muerte.
  
  Encogiéndose de hombros, Nick siguió guiando el coche. Ya estaban cerca las murallas de la Ciudad Prohibida; pronto se encontrarían con el hombre a quien más deseaban hallar, pero las circunstancias del encuentro no serían las planeadas por ellos. Sobre todo, lo irritaba el hecho de que los llevara a la muerte la mujer cuya vida habían salvado.
  
  Al fin el Daimler salvó la última loma y la extraña e impía construcción se alzó ante ellos. Era ya de noche; la oscuridad aumentaba el misterio de aquellas legendarios puertas, rodeadas por una atmósfera vacía y desolada.
  
  Ya no era posible pensar en engañar al Mandarín; tendrían que actuar en seguida. Nick miró al ruso, que asintió imperceptiblemente, y disminuyó la velocidad.
  
  —Sigue hasta la puerta; frena cuando te lo indique —ordenó la mujer.
  
  Nick siguió muy lentamente, pensando; “El arma de Camarada es silenciosa; Wilhelmina sería oída con toda seguridad. Tendré que sacar a Hugo”.
  
  De pronto sintió un pinchazo en medio de la espalda, que tenía apoyada en el tapizado. Como si hubiera sentido lo mismo, Camarada se sacudió súbitamente. Yasunara lanzó una risa desagradable.
  
  —No, tontos, no escaparéis. Detened el coche.
  
  Nick aplicó los frenos, detuvo el motor e intentó echar mano al estilete, pero sus dedos rehusaron obedecerle. Camarada se dejó caer hacia adelante, con la boca entreabierta, y quedó en esa posición. Oyeron sonar una bocina, que parecía muy lejana.
  
  Las puertas se abrieron con lentitud y aparecieron dos Guardias, cuyo uniforme se asemejaba en mucho al de ellos, a no ser por los gorros, que eran de piel blanca. Con los sentidos anormalmente aguzados, Carter divisó con nitidez todos los detalles; poco después una fila de hombres se acercó marchando. Eran doce chinos, ataviados como sacerdotes. Tras ellos, las puertas de la Ciudad Prohibida se abrieron de par en par para recibir a los dos enemigos del Mandarín.
  
  La pesadilla se hizo súbitamente confusa, y al fin Nick no vio ni oyó más.
  
  
  
  Despertó sintiendo en la carne la mordedura de un látigo. Hizo un esfuerzo para levantarse y lanzarse contra su atacante.
  
  —Quédate donde estás —canturreó una voz chillona.
  
  El que acababa de hablar se adelantó silenciosamente. Era una figura fantasmal y esquelética, de cuya mano pendía un látigo largo y negro. Nick lo miró fijamente; no hacía falta que el Mandarín se presentara.
  
  Era increíblemente alto, imposiblemente delgado. Una bata anaranjada y verde cubría su cuerpo horriblemente estrecho. Su cara evidenciaba maldad; parecía una calavera descarnada, sembrada de actividades. Desde la profundidad de sus órbitas brillaban unos ojos amarillos. Tenía la boca grande y de labios finos, torcida en una perpetua mueca de malignidad. La nariz no era sino un par de agujeros abiertos en el rostro cadavérico. La piel apergaminada y seca le cubría el cráneo calvo y cónico. Su tez era de un enfermizo color amarillo verdoso, y parecía despedir un olor a moho.
  
  Aquel hombre semejante a una caña podrida era el legendario Mandarín.
  
  Tieso, Nick se puso de pie, resistiendo el dolor que envolvía su castigado cuerpo, y enfrentó al Mandarín con una dignidad que no sentía.
  
  —Bueno, profanadores —se burló el chino—, merecen una recompensa por todo lo que hicieron hoy.
  
  Recién entonces advirtió Nick que su colega ruso estaba en la misma sala abovedada, y que miraba con odio al Mandarín.
  
  —Pronto lamentará su error —repuso fríamente el agente de HACHA—. ¿Dónde está Yasunara, la ciega, la que complacida con su propia astucia se permitió tender una trampa a dos emisarios especiales?
  
  —Felicitaciones —rio el Mandarín con un sonido semejante al rozar de hojas secas—. Son tontos, pero poseen cierto coraje estúpido. No se preocupen por la Hija del Dragón; piensen más bien en la muerte. Morirán, y pronto, mas antes tendrán que contestar a unas cuantas preguntas.
  
  —¡Preguntas! —repitió Nick, furioso—. Es usted quien debe responder por habernos tratado así. Su propia favorita, la que se hace llamar la Hija del Dragón, fue culpable de que viniéramos así disfrazados, pese a que nuestra misión consistía en prevenir a Su Excelencia de un complot. Realmente usted pone su confianza en quien no la merece ... Que nos traigan nuestras ropas y responderemos con dignidad; de lo contrario, habrá cólera entre los poderosos países, y las consecuencias para usted, servidor del pueblo, serán desastrosas.
  
  —Muy bueno —los ojos del chino brillaron—. Tanto, que haré un trato con ustedes. Sigan mintiendo y morirán penosamente. Digan la verdad y vivirán en un paraíso, frecuentado por mis concubinas. Elijan. ¡Díganme para qué vinieron a la Ciudad Prohibida ... y digan la verdad!
  
  Camarada lanzó un gruñido gutural; Nick rio.
  
  —Persiste usted en sus divagaciones. No le diré nada hasta que conversemos en términos de igualdad.
  
  —Quizás sea necesario que vean más y oigan más de lo que sabemos acerca de ustedes antes de adoptar una decisión —repuso el chino con una desagradable mueca y golpeó las manos.
  
  Resonó un gong; hubo un rozar de sedas seguido de un ruido de pasos. No tardó en aparecer Yasunara, ataviada con un vestido de gasa y seguida por cuatro enormes mongoles, que sólo vestían taparrabos y sandalias. Tras una mirada triunfal a los cautivos, la mujer se inclinó ante el Mandarín.
  
  —Oh, Ilustre, aquí estoy a vuestras órdenes —murmuró—. ¿Cuál es vuestro deseo?
  
  —Mi buena mano derecha, estos hombres quieren hacerme creer cosas extrañas acerca de ti —sonrió la calavera—. Veo que tendremos que razonar con ellos; así todos gozaremos de un agradable entretenimiento. Ocúpate de que los lleven a nuestra... Cámara de Persuasión, llamémosla así. Y que Chou Chang les haga los honores.
  
  —Él espera, mi amo y señor —repuso Yasunara con ojos brillantes de júbilo.
  
  —Muy bien, flor mía. —Fijó en Nick y Camarada una mirada de avasalladora maldad—. Llévalos, pues; pronto iré yo también.
  
  Yasunara palmoteo; los cuatro mongoles se adelantaron y una parte de la pared se abrió mágicamente para revelar un pasadizo oscuro.
  
  Mientras los dos cautivos eran arrastrados sin ceremonias, Nick se volvió para mirar al Mandarín, pero un empellón, lo envió tambaleante en pos de Camarada. El ruso guardaba un extraño silencio; claro que no quedaba mucho por decir. Si un espía no sabe morir en silencio, no es un espía.
  
  Avanzaron a tropezones por un largo laberinto con paredes de piedra y al fin se encontraron al aire libre, bajo el frío de la noche que azotó sus cuerpos semidesnudos. Había un puente levadizo sobre un amplio foso; más allá, una hilera de edificios bajos alineados contra el muro interior de la ciudad. Luego seguía otro espacio abierto, y al fin las altas murallas exteriores. Bajo el cielo estrellado, la Ciudad Prohibida acechaba como un monstruo silencioso.
  
  Todavía existía una posibilidad... Hasta ese momento sus enemigos sólo podían estar enterados de que ellos no eran Guardias. No era posible que Yasunara hubiera oído la conversación que mantuvieran en voz baja en el auto; el ruido del motor y el viento lo habrían impedido. Sería necesario fingir, tratar de ganar tiempo, rogar que Taka, estuviera donde estuviera, lograra un milagro.
  
  Salieron del frío nocturno para penetrar en otro pasadizo. Siguiendo a la silenciosa Yasunara, entraron en una sala cuadrada, con paredes de piedra y una ventana alta, con barrotes. Frente a la entrada principal se veía otra puerta, mucho más estrecha. Una mesa ancha, de madera, y una silla similar a un trono, componían todo el moblaje. Sentado ante la mesa estaba un hombre bajo y macizo, de rostro indefinido. Y sobre la mesa había un objeto en forma de caja... un grabador en miniatura.
  
  
  
  
  
  Capítulo 13
  
  
  
  
  La puerta grande se cerró a sus espaldas; los mongoles se apartaron, como verdugos a la espera de órdenes.
  
  —He aquí a Chou Chang —sonrió Yasunara—. Es la mano izquierda del Mandarín.
  
  El aludido inclinó cortésmente la cabeza.
  
  —Bienvenidos —repuso en tono sereno y amistoso—. Por favor, acérquense un poco a la mesa. Eso es. Ahora hablaremos; por favor, cuéntennos algo acerca de ustedes.
  
  Camarada, con un gruñido, escupió en el suelo.
  
  —Sólo hablaremos con el Mandarín, no con sus sirvientes, y nosotros fijaremos las condiciones.
  
  —Comprendan que yo también tengo órdenes que cumplir —le reprochó el chino—. No es por mi propia iniciativa que los detengo, y lo único que les pregunto es a qué se debe el honor de esta inesperada visita.
  
  —No tan inesperada —replicó Nick—. Después de todo, fue la ramera principal de esta casa quien nos trajo aquí.
  
  Aunque los ojos de Yasunara relampaguearon, nada dijo. Chou Chang alzó las cejas.
  
  —Eso tengo entendido —admitió—. Pero ¿por qué el atavío de Guardias que atrajo su atención? ¿Quién los empleó para que así se disfrazaran?
  
  —Nuestra misión es nuestra solamente. Deseábamos unirnos con el Mandarín y su causa. Hablaremos con él y únicamente con él... solo y no en presencia de sus traicioneros esclavos.
  
  —Ah, eso es comprensible —asintió el chino—. Pronto nuestro amo se reunirá con nosotros; entonces quizás consideren tener una audiencia adecuada. Pero, mientras tanto, permítanme que deleite sus oídos con algo de gran interés para todos ...
  
  —Con dedos diestros, puso en funcionamiento el grabador—Así comprenderán que Yasunara no es solamente bella.
  
  La máquina ronroneó suavemente; el zumbido de un motor bien aceitado llenó la cavernosa habitación. Se oyó susurrar la voz gutural de Camarada:
  
  —Ama ... Hija del Dragón ... Flor del Laúd... ¿Descansáis cómodamente?
  
  Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Nick. A su lado, el ruso lanzó un gemido.
  
  —Tenemos que hacer planes —continuó la voz mecánica, apenas audible.
  
  Se oyó una voz lejana que emitía un sonido inaudible. Chou Chang se apresuró a levantar el volumen.
  
  —... algún guardia descubrirá nuestra impostura.
  
  Hubo una pausa.
  
  —Al llegar allí concluirá nuestra mascarada.
  
  La cinta grabada siguió girando; las facciones de Camarada expresaban derrota. Nick sentía los músculos tensos.
  
  —... mantenerla como rehén y negociar con el Mandarín hasta que podamos hacerlo salir de su guarida ...
  
  Chou Chang dejó que las palabras condenatorias fueran oídas un rato más; al fin, con aire apenado, sacudió la cabeza y apagó el motor.
  
  —Creo que eso basta. El resto ya lo conocen. Quizás chora oigamos la verdadera historia de vuestra honorable visita.
  
  —Váyase al diablo. —El ruso volvió a escupir en el piso.
  
  —Esa no es la respuesta adecuada... Quizás convenga ver qué hay debajo de su admirable apariencia.
  
  Nick pensaba que aquel hombre debía tener educación europea, cuando súbitamente el chino lanzó un zarpazo a los ojos de Camarada. El ruso se echó atrás con una exclamación de sorpresa; dos mongoles se adelantaron rápidamente para sujetarlo, asiéndole ambos brazos.
  
  Unas uñas asombrosamente largas arañaron la zona cercana a los ojos del ruso, que maldijo y se resistió. Una y otra vez los dedos lo castigaron; rojos trazos aparecieron la cara del agente secreto.
  
  —No es posible que me equivoque —murmuró el chino, dubitativo—. Quieto, por favor—. Sus uñas desgarraron rotundamente la sien izquierda del ruso; entre la sangre que brotaba, algo se desprendió—. Ah, eso es ... Veo una cara europea —murmuró el chino, satisfecho—. Ahora, usted...
  
  —Condenado —gruñó Nick.
  
  Al mismo tiempo, dio una sacudida violenta, con la cabeza hacia el suelo, de modo que el guardia mongol que lo tenía sujeto cayó sobre su espalda. Con un súbito movimiento, el norteamericano volvió a enderezarse y danzó un golpe hacia el rostro del chino. Otro mongol se adelantó, le asió el brazo y se lo retorció. El primero, vengativo hizo lo mismo con el otro brazo. La inexorable garra del chino se acercó una vez más a la cara del agente, azotándola con sus uñas. Nick agitó la cabeza; la sangre le cubrió los ojos. Tan súbitamente como comenzara, la tortura terminó.
  
  —Usted también —observó Chou Chang, muy satisfecho—Es agradable tener razón, ¿no es así? —preguntó cortésmente a Yasunara, cuya expresión de placer era indescriptible.
  
  —Continúa, por favor, Chou Chang —repuso ella con su encantadora voz tintineante.
  
  —En seguida, oh, Hija del Dragón. Y ahora, mis estimados huéspedes, la segunda fase de nuestra pequeña visita—. A un ademán suyo, los esbirros dieron un paso atrás—. Un juego de adivinanzas, en el que participaremos todos. Por supuesto, espero ganar. ¿Qué son ustedes? ¿Ingleses? ¿Franceses? ¿Rusos? ¿Norteamericanos? ¿M.V.D.? ¿B.I.S.? ¿C.I.A.?
  
  —rio—. No tengo inconveniente en decirles que, por mi parte, pertenezco a La Garra. Por favor, díganmelo, de lo contrario la cosa será peor para ustedes.
  
  Ambos guardaron silencio; ni siquiera la más ingeniosa mentira podía salvarlos ya.
  
  —Quizás yo pueda ayudarlos —continuó el chino con la misma suavidad—. ¿Acaso se trata de HACHA, acerca de la cual nuestro buen amigo, el señor Judas, nos previno con tanta diligencia? —Buscó con la mirada, en los cuerpos de los cautivos, el símbolo cuya existencia conocía—. ¿O acaso esa admirable organización rusa que los norteamericanos llaman RSS?
  
  Nick se agitó incómodo; parecía como si el piso se calentara bajo sus pies descalzos. Si al menos aparecía el Mandarín, estaba dispuesto a recurrir a lo que tenía sujeto a un pie y matar a todos al mismo tiempo.
  
  — Desearía que confesaran —suspiró el chino—. Por ejemplo, si me dijeran todo lo que saben de los servicios de información de su país ... aunque no sea todo, algo —continuó en tono halagüeño—, tal vez podríamos evitarles lo peor. O hasta premiarlos. ¿Quieren dinero? ¿Mujeres? ¿No? Lo siento. —Continuó con pesar aparentemente genuino—. Parece que tendrán que sufrir antes de hablar.
  
  Bajo sus pies, el piso se hacía terriblemente caliente. Camarada se movió y echó una mirada desesperada Nick, quien se limitó a sacudir la cabeza. Vio que los músculos de la mandíbula del ruso se ponían tensos. Nick dio un paso adelante: allí también estaba caliente. Cuando dio un paso de costado, un guardia mongol lo imitó.
  
  El calor se tornó insoportable, oprimiéndole el cuerpo dolorido. Los pies le quemaban horriblemente. “El dolor no existe ... el dolor no existe ... el dolor no existe … De reojo, notó que Yasunara retrocedía. El infierno parecía arder bajo sus pies. El rostro inexpresivo de Chou Chang sonreía. El dolor recorrió las piernas de Nick, quien no pudo evitar un ridículo bailoteo. Camarada se retorcía sin poder dominarse.
  
  Y entonces ambos se pusieron en movimiento al mismo tiempo; el espía ruso y el norteamericano se lanzaron contra la mesa, unidos sus dos cuerpos y sus dos mentes en un común intento de arrojar la gran mesa de madera sobre el chino y aplastarlo bajo su peso.
  
  No lograron otra cosa que magullarse las manos contra el mueble, que estaba fijo al piso. Chou Chang rio, dio un paso atrás e hizo una seña; los mongoles se arrojaron sobre los dos cautivos y los derribaron.
  
  Durante un terrible momento, Nick sintió que la espalda le ardía como si lo hubieran arrojado dentro de un horno; en seguida se incorporó para luchar con desesperación. El mongol que estaba más cerca de él lo maldijo e intentó atraparlo; Nick lo esquivó y saltó sobre sus espaldas, como quien monta un caballo cerril. El otro cayó; Nick se mantuvo sobre sus espaldas como un jinete del oeste, empujándole la cabeza redonda de modo que la cara chata y los hombros desnudos se apretaron contra el piso ardiente. Por entre una niebla de calor, pudo ver que Camarada saltaba alegremente sobre otro de los guardias mongoles, apretándolo como una boa constrictor. Dos hombres aullaron... y no eran el ruso ni el norteamericano.
  
  Súbitamente hubo una ráfaga de aire fresco; alguien gritó con voz ahogada:
  
  —¡Allí viene! ¡Allí viene!
  
  Nick rodó por el piso, debajo de dos mongoles, enloquecido de dolor por los latigazos y el calor. Se debatió con inútil energía; sus dos contrincantes lo tenían firmemente sujeto contra el piso ardiente. Entonces perdió el sentido.
  
  No supo si transcurrieron momentos, horas o sólo segundos hasta que sus ojos recobraron la vista y vio a los recién llegados. El calor parecía ahora más soportable, a menos que se hubiera vuelto inmune al dolor. Yasunara miraba hacia la puerta, que transpusieron otros dos mongoles. Luego apareció la figura espectral del Mandarín, que se acercó a la mesa sin ruido, látigo en mano. La puerta quedó abierta.
  
  —¡De pie, perros! —gritó después de recorrer la escena con la mirada.
  
  Los mongoles se incorporaron precipitadamente. Nick logró arrodillarse antes de caer de bruces. Oculto por su cuerpo agazapado, intentó alcanzar el vendaje que tenía en el pie: un golpe demoledor le dio en la nuca. Luego, unas manos enormes lo obligaron a incorporarse. El agente secreto maldijo en voz alta; una risa tintineante le respondió.
  
  Sacudió la cabeza para aclararse la mente y movió sus pies torturados: sí, el piso ya estaba más fresco.
  
  —¿Y bien, Chou Chang? ¿Qué nos ha traído esta última hora?
  
  El interpelado, apenado, sacudió la cabeza.
  
  —Nada más que ruido y dolor, mi señor. Hasta ahora se mantienen inquebrantables. Yo sugeriría, oh, Ilustre, que se les ofreciera un anticipo de su destino; entonces quizás podamos convencerlos de que es mucho mejor conservar la vida.
  
  —Sea —asintió el cadavérico Mandarín.
  
  Palmoteo dos veces y una pequeña procesión se hizo presente en la sala. Primero venían otros dos mongoles; los seguía Kwan Too, con la blusa manchada de sangre y la cabeza gacha, desconsolado. Luego venía otro mongol, Wong Fat, que tropezaba y agitaba los labios frenéticamente, y un mongol más. Luego Taka... Taka, con el rostro amoratado, las ropas en desorden, los ojos bajos y opacos. Dos mongoles más cerraban la marcha; tras ellos se cerró la puerta.
  
  Al mirar a Taka, Nick se sintió torturado por sus pensamientos y sus recuerdos. Cualquiera hubiera sido su conducta anterior, no podía creer que Taka pudiera haberlo traicionado una vez más. No conocía el momento ni la forma de su llegada, como no lo sabían ellos mismos. Era él quien la había convencido para que regresara a la Ciudad.
  
  —¿Conoces a este hombre? —canturreó el Mandarín.
  
  Nick creyó que la pregunta iba dirigida a ella, pero el huesudo dedo del jefe criminal lo señalaba a él y Kwan Too.
  
  —Nos hemos encontrado —asintió el norteamericano.
  
  —¿Por acuerdo previo?
  
  —Eso no tiene sentido —suspiró Nick—. Nos encontramos cuando esa mujerzuela nos recogió.
  
  El látigo le azotó el pecho.
  
  —Contesta bien... No me insultes más. Ahora verán :o que le sucede a este hombre. Existen muchas respuestas para los traidores, los enemigos y los que fallan en el cumplimiento de mis órdenes. He aquí a uno de ellos;
  
  Observen bien, para no dejar de ver nada.
  
  Castañeteó sus dedos resecos y cuatro mongoles arrastraron a Kwan Too. que jadeaba desorbitado, hasta la pared más alejada. Uno de ellos apretó su manaza contra una parte de la pared; la sala crujió, la pared entera pareció moverse, deslizándose de costado. Nick, sin poderlo creer, vio que aquel muro, aparentemente pétreo, no era sino un delgado tabique. La verdadera pared, probablemente la de la ciudad interior, estaba a pocos metros más allá. Había piedras sueltas, y en el muro cuatro profundas cavidades a la espera de relleno. Era evidente que antes hubo otras cuatro cavidades, ya que se distinguían otras tantas áreas rectangulares semejantes a ventanas tapiadas. No cabía duda acerca de cuál había sido su uso.
  
  —Vamos, acérquense —ordenó el Mandarín—. Esto les resultará muy interesante.
  
  Uno de los mongoles abandonó rápidamente la habitación; el Mandarín volvió a hablar con voz tan horrible como la canción de una bruja.
  
  —Cobarde Kwan Too, ¿qué puedes decirnos?
  
  El rostro del pobre hombre era una máscara de terror; movió la boca en silencio, agitó la cabeza y se estremeció violentamente.
  
  —Oh, bueno; qué importancia tiene. —El Mandarín palmoteó una vez más.
  
  Dos de los mongoles obligaron a Kwan Too a ocupar uno de los nichos abiertos en el muro. El que había salido regresó con un balde de metal y una cuchara de albañil. Nick buscó la mirada de Taka, tratando de atraerla, y al fin lo consiguió. Ella lo miró con amor y desesperación infinita; luego sacudió levemente la cabeza y apartó la vista.
  
  Fue entonces cuando Kwan Too recobró la voz y gritó. Uno de los mongoles le dio un puñetazo en la cabeza; entonces el condenado aturdido, se desplomó contra la pared interior del nicho. Los mongoles trabajaron con rapidez y eficiencia, apilando piedras hasta completar una capa. Luego se oyó el chapotear del cemento húmedo,
  
  sobre el cual colocaron una nueva capa. Cemento y piedras, cemento y piedras. Kwan Too volvió a gritar; se lo vio manotear por sobre la pared a medio construir. Un mongol lo golpeó como al descuido, aunque con mucha fuerza; con un gruñido, Kwan Too lo mordió. El mongol volvió a golpearlo, haciéndole chocar la cabeza contra la pared del fondo. La barrera siguió elevándose, cada vez más gruesa; Kwan Too lanzó un alarido de locura. Esta, vez lo dejaron gritar.
  
  —Eso está mejor —aprobó sonriente el Mandarín—. ¿No es así, Chou Chang?
  
  —Mucho mejor, oh, Ingenioso. ¿No conviene que lo expliquéis?
  
  Como si se refiriera a su desayuno, el Mandarín explicó a Nick:
  
  —Antes los amordazaba, porque el griterío se hace cansador. Pero después comprobé que aquellos gritos ejercían un efecto saludable sobre mis servidores, que recordarían los gritos y alaridos durante mucho más tiempo que cualquiera de mis sermones instructivos. Escuchen ahora... Oigan cómo un emparedado vivo reacciona ante su merecido destino.
  
  En aquel instante, Nick habría dado cualquier cosa por volverse sordo. Súbitamente el dolor físico lo abandonó; olvidó el propósito de su misión y su propia situación terrible. Sólo podía oír, sentir y pensar en aquel alarido que provenía del alma misma del condenado. El horrible sonido despertó ecos y más ecos en la sala.
  
  La voz sólo se apagó al ser colocada la última piedra grande. Una vez ésta en su lugar, Kwan Too quedó convertido en un muerto que gritaba silenciosamente. El Mandarín exhaló un suspiro de satisfacción.
  
  —Así sea con todos los cobardes, los extraviados y los enemigos del pueblo. Les interesará saber que hay cien cadáveres sólo en la pared occidental interior. La exterior es muy antigua ... En cuanto a ustedes, amigos míos ... Si no se deciden a hablar con más sensatez, pronto reposarán en el muro occidental, donde sus huesos permanecerán durante largos siglos, mientras China Roja domina el mundo. —Aguardó una respuesta—. ¿No hay comentarios? Yo creo que hablarán, amigos míos; me dirán a qué gobiernos sirven, y después firmarán una declaración confesando haber venido con la intención de matar al amigo del pueblo, el crimen más atroz ...
  
  Pensando que tal sujeto pudiera hablar de crímenes,. Nick rio burlonamente. Un mongol le descargó un golpe salvaje en la boca.
  
  —¡Aaaah! —Yasunara suspiró de placer.
  
  —¡Bestia vil! —gruñó Camarada—. ¿De qué pueblo eres amigo tú?
  
  Otra mano le castigó el rostro. De la boca del ruso manó sangre, pero sus ojos siguieron serenos y fríos.
  
  —No, dejadlo hablar —ordenó Chou Chang con suavidad—Lamento sus insultos, pero me atrae su interés por “el pueblo”. ¿Acaso será un camarada ruso? Dínoslo, amigo; admiramos grandemente a tu país.
  
  El Mandarín clavó la mirada en Camarada, que guardó silencio.
  
  —¡Habla! —El látigo restalló sobre el cuerpo del ruso—, ¡Habla! ¡Habla! ¿No? ¡Pues hablarás, entonces!
  
  El látigo se enroscó alrededor del cuello del agente secreto soviético, luego quedó tirante. Camarada, ahogándose, intentó quitárselo, con los ojos desorbitados y la lengua afuera. Tironeando del lazo, se tambaleó. Nick saltó hacia él; febrilmente intentó desenroscar el látigo. Inevitablemente, un mongol fue en pos de él y lo arrastró a pesar de su resistencia.
  
  —¡Ah, la lealtad! Admirable cualidad —rio el Mandarín.
  
  Con un sonido gutural, el ruso cayó de rodillas. Muy lentamente el látigo se desenroscó de su cuello. Camarada tenía el rostro distorsionado por el dolor; su respiración era jadeante y torturada.
  
  —Tal vez sea tiempo para otro entretenimiento, mientras los caballeros se recobran —sugirió Chou Chang, que fijó la mirada en Taka.
  
  Nick se puso tenso; tenía que hallar un modo de ayudarla ... pero ¿cómo?
  
  —La encantadora Taka —ronroneó el Mandarín—. Sí; es hora de prestarle atención. Volvió a nosotros sin que se lo pidiéramos, y se lo agradecemos adecuadamente.
  
  Capullo de Loto, ¿conoces a estos hombres? Levanta la cabeza cuando te habla tu amo.
  
  Ella levantó la mirada y miró con fijeza al Mandarín.
  
  —No, no los conozco.
  
  Se oyó reír a Yasunara.
  
  —Eso no es lo que dice Akitaro.
  
  Los ojos de la muchacha se dilataron.
  
  —Sí, pequeño Capullo de Loto. ¿Te extrañó el que te hiciera interrogar? Sé que viste a estos hombres, al menos a uno de ellos y tal vez a los dos. Dinos lo que sepas de ellos.
  
  —Akitaro es un mentiroso y un inservible —repuso burlonamente Taka—. Les dije, tanto a él como a Ka Tanaki, que había visto al agente de HACHA en la casa de baños, pero los dos tontos fracasaron. Jamás vi a estos hombres.
  
  —Míralos bien, Taka —siseó el Mandarín—. Acércate a ellos, mírales bien las caras y dinos lo que veas. Quizás resulte difícil reconocer sus rasgos entre tanta sangre. ¡Anda, Taka!
  
  Ella se adelantó con lentitud para detenerse ante Camarada y observar su estropeado rostro. Se volvió para mirar a Nick y súbitamente, una mueca de cólera deformó sus rasgos.
  
  —¿Por qué me atormentan así? —gritó—. He sido fiel, siempre fiel. ¡Éstos no son! Ninguno de estos ensangrentados sujetos es el hombre de quien hablé. ¿Dónde está el hacha tatuada en el cuerpo? ¡Decídmelo, amo y señor! Akitaro ... ¡qué mentiroso! No sabe nada. Pero son ustedes ... ¡tú y tú! —gritó a los dos cautivos—. Si ustedes, asesinos entremetidos, no hubieran venido aquí, a nadie se le habría ocurrido ponerme las manos encima. ¡Es la primera vez que los veo, canallas, y Buda quisiera que no los estuviera viendo ahora! —Dio un fuerte puntapié al agente ruso.
  
  Yasunara rio; uno de los mongoles se permitió una especie de gruñido de apreciación. Camarada maldijo a Taka.
  
  —¡Y tú! —Ella se encaró con Nick, con los ojos brillantes de amor, muerte y dolor—. Tú eres otro igual. ¿Por qué han venido a perderme? ¿Por qué? ¿Por qué?
  
  —Azotó con sus pequeños puños el estómago de Nick, que involuntariamente le tomó una mano; entonces ella dejó algo la suya—. Por ti tengo que sufrir ... ¡por ti, un odiado extranjero! —Le arañó el hombro, chillando—. ¡Por ti debo morir! ¡Por ti! —En voz muy baja, agregó algo en Inglés—. No intentes ayudarme, deja que muera, te amo. —Luego le hundió los dientecillos en el hombro.
  
  Nick lanzó una exclamación ahogada y se tomó el hombro con la mano libre, la otra pendía aún a su costado, no para protegerse del ataque. Sin volver a mirarlo, Taka se apartó de él bruscamente.
  
  —Quizás hemos juzgado mal a la pequeña Taka —rio melodiosamente Chou Chang—. ¿Lo probaremos con el muro?
  
  —Bueno, pero pronto; esto ya me cansa —repuso secamente el Mandarín, que golpeó las palmas.
  
  Cuatro mongoles se adelantaron para aferrar a Taka, quien serena y orgullosa los siguió hasta el muro. Frente al nicho se volvió para encararse con el siniestro Mandarín.
  
  —Buda será testigo de lo que hacéis, porque sois un malvado, y yo inocente.
  
  —Es inocente, amigos míos —cantó el Mandarín—. ¿Permitirán que sea emparedada? Dígannos de dónde vienen y quiénes son.
  
  Nick miró a Taka, sintiendo el bienvenido objeto que tenía en la mano. No podía dejarla morir.
  
  —Es inocente. —Camarada se puso de pie, tambaleante—. Nada ganarán emparedándola.
  
  —¿Así que no quieren que muera? —inquirió el jefe de la secta, divertido—. En tal caso, hablen.
  
  —No tenemos nada que decir —intervino Nick—. Pero no la maten.
  
  Le dolía el corazón y sentíase estremecer.
  
  —Hablen, entonces.
  
  Tras un nuevo silencio, el Mandarín volvió a palmotear. Sin ayuda, Taka entró en el nicho.
  
  Gritando algo incomprensible, Nick se lanzó hacia adelante; dos figuras enormes cayeron sobre él y lo sujetaron. No podía moverse ni se atrevía a pronunciar palabra. Oyó que le decían:
  
  —Dígannos quiénes son. Dígannos de dónde vienen. Dígannos quién los envió. Dígannos ... dígannos ...
  
  Mientras tanto, él luchaba febrilmente, sabiendo que no podía ayudarla ni responder. El horrible procedimiento fue idéntico, salvo que Taka guardó silencio. Las piedras se apilaron; el cemento chapoteó. Sentado sobre la espalda de Carter, alguien le retorció el brazo; él crispó el puño. ¿Utilizarlo ahora? Matar quizás a uno o dos mongoles, sin poder salvar de todos modos a Taka ... Cuando menos inclinación tenía para calcular, se veía obligado a hacerlo. Matar al Mandarín ... ¿Cuántos guardaespaldas tenía? Cuatro... seis... ocho... diez. No había esperanza ...
  
  Y sin embargo, maldijo y se debatió, exigiendo que' soltaran a Taka, aunque negándose a negociar. La pared llegaba hasta el rostro de la joven, sereno y tranquilo; la vio llevarse una mano a la boca.
  
  —Muero feliz en mi inocencia —dijo, y tragó algo.
  
  Luego guardó silencio; la pared quedó completa.
  
  Nick puso la cara contra el suelo todavía caliente. Taka terminaba de hacer uso de una de las cosas que él le entregara sin pensar que jamás se vería obligada a utilizarla... una cápsula mortal, en caso de terrible necesidad.
  
  Terrible necesidad... Sintió ganas de llorar. Se oyó una vez más el ruido de la cuchara contra la piedra y la sala quedó en silencio.
  
  Al fin habló el Mandarín, con tono curiosamente vacilante.
  
  —¿Y ahora hablarán, enemigos de Buda? —Tras un silencio, continuó—. Está bien; tenemos más para ustedes. El muro esperará; ya pedirán misericordia a su Dios por lo que tendrán que soportar.
  
  —¿La especialidad de la casa? —sugirió sonriente Chou Chang.
  
  La calavera del Mandarín asintió. Los ojos de Yasunara se encendieron de impío deleite.
  
  —¡Oh, el más ilustre e inspirado de los amos! —gorjeó— ¡Las Tortugas, por fin!
  
  —Las Tortugas —asintió el Mandarín, palmoteando una vez más.
  
  Cuatro mongoles se adelantaron para asir a los prisioneros; otros dos avanzaron para abrir y cerrar la comitiva. La alegre risa de Yasunara resonó en la sala.
  
  
  
  
  
  Capítulo 14
  
  
  
  
  Entre los refinamientos de tortura oriental, aquello de las Tortugas resultaba una novedad para los oídos de Nick, que sabía de casi todas. Al llegar ante una cámara pétrea, Chou Chang se hizo a un lado, anunciando:
  
  —Este es el acuario del noble Mandarín ...
  
  No había allí moblaje de ninguna clase, como tampoco puertas interiores ni ventanas. Los nichos de la pared eran lo único que resultaba familiar. Pese a que se trataba de una pieza bastante grande, apenas si quedaba lugar para otra cosa que un enorme tanque de agua verdosa que se alzaba en el centro. Nick sintió que el corazón le daba un vuelco, y que el ruso, a su lado, se ponía tenso.
  
  Se trataba de un tanque grueso y sólido, bien plantado sobre cuatro vigas de acero. Una escalera apoyada en el tanque permitía limpiarlo y alimentar a sus huéspedes. La escalera terminaba en una plataforma, encerrada en una gruesa pared de metal curvo.
  
  Pronto Nick descubrió el motivo: los monstruos que nadaban en el agua turbia eran horripilantes. Parecía imposible que ninguna tortuga pudiera ser tan enorme; eran cuatro, tan grandes como cocodrilos casi adultos, con caparazones indestructibles y formidables mandíbulas. De sus abultadas cabezotas verdes sobresalían sus ojos mortecinos, mientras, hambrientas, nadaban en procura de un bocado que no hallaban.
  
  ¿Serían carnívoras aquellas bestias? Si no se les daba otra elección, con seguridad que sí.
  
  —Muy bien ... están hambrientas —rio el Mandarín, satisfecho.
  
  —Pero comerán con demasiada rapidez, y todo concluirá muy rápido —observó Yasunara, preocupada.
  
  —No temas, hija mía. No quiero que nuestros huéspedes mueran todavía; antes deben responder a mis preguntas. Entonces me implorarán para que los deje morir... No; mis tortugas deben tener antes un aperitivo, no se atragantarán con el plato principal. A veces me gusta ver cómo ... juegan con la comida. Trae a Wong Fat —ordenó a uno de sus mongoles—. Él servirá de espectáculo para nuestros callados huéspedes.
  
  Wong Fat empezó a parlotear; Yasunara se acercó al tanque, excitada.
  
  —¿Wong Fat pagará por su estúpida cobardía en el camino?
  
  —Exacto. Acérquense todos; Chou, los occidentales, mis esclavos. Más cerca, así verán mejor. Ya comprobarán lo que esas mandíbulas hambrientas pueden hacer con el cuerpo blando y vulnerable de un hombre.
  
  Al pie de la escalera de acero, el inmenso cuerpo de Wong Fat se estremecía. Un mongol le tapaba la boca, de donde sólo surgían apagados gemidos de terror. Mientras tanto, le retorcía un brazo a la espalda.
  
  Nick y el ruso se miraron. La misión parecía llegar a su fin, pero el norteamericano tenía aún dos cartas en manga. Le hacía falta una oportunidad para utilizarlas.
  
  Súbitamente, el gordo logró apartar la mano que le tapaba la boca y aulló:
  
  —¡No, no, no, no, no!
  
  Sus labios se cubrieron de espuma; el grito se hizo incoherente y al fin se desvaneció.
  
  —Adentro con él —ordenó el Mandarín—. Ya despertará en el agua.
  
  Yasunara sonreía con deleite. Llegaba la oportunidad deseada; Nick sabía que Camarada estaba tan listo como él para aprovecharla. Ya conocía al ruso lo suficiente como para saberlo un hombre capaz de caer luchando sin pedir ni dar cuartel.
  
  Inconsciente, Wong Fat era un peso muerto, y dos guardias mongoles, pese a su brutal vigor, trataban infructuosamente de subirlo por la corta escalera.
  
  —¡Debiluchos! ¿Necesitan ayuda? —se burló el Mandarín, y castañeteó los dedos.
  
  Otros dos acudieron en ayuda de sus compañeros. Las tortugas, acostumbradas a la forma en que las solía alimentar su amo, nadaban en círculo cerca de la escalera; todos los ojos estaban fijos en la espantosa escena. El blanco que Nick buscaba estaba casi a la vista.
  
  Flexionó los músculos y se lanzó adelante; con el brazo izquierdo derribó al mongol que estaba junto a la puerta, con el derecho apartó a Yasunara. Recién entonces apretó el minúsculo gatillo de lo que sujetaba en la mano; la corta hoja de un estilete surgió del mango labrado. Era Hugo Júnior, más pequeño y corto que su cuchillo favorito, pero casi tan efectivo como él. Con un chillido, Yasunara se estrelló contra el tanque de vidrio y se desplomó al suelo. Nick saltó sobre la alta silueta del Mandarín, lanzando un golpe contra su tráquea. Antes de que el chino pudiera apartarse, lo asió por la garganta; el látigo rodó por el suelo.
  
  Pudo oír que Camarada, con un alarido de puro júbilo, atacaba al mongol que lo custodiaba. En la escalera, los cuatro mongoles que transportaban a Wong Fat acababan de quedar como paralizados.
  
  El cadavérico Mandarín rodó sobre sí mismo entre un revolotear de túnicas; Nick, sin soltarle el cuello, rodó con él y quedó de espaldas. La horrible calavera quedó a escasos centímetros de su rostro; un puñal curvo silbó en el aire como una serpiente. Logró esquivarlo y ponerse de pie.
  
  En ese momento Wong Fat, gimiendo, recobró el sentido, y lo primero que vio fue una tortuga hambrienta. Lanzó un terrible alarido que perforó los tímpanos. Al ver un escalón más arriba una pierna calzada con sandalia, se aferró a ella con vigor nacido de la desesperación. Juntos, él y el mongol se desplomaron escalera abajo; su enorme cuerpo cayó sobre los otros dos con tremendo impacto. Aquello se convirtió en un increíble revoltijo
  
  de cuerpos y miembros, sobre el cual saltó Camarada entre alaridos de deleite y distribuyendo golpes.
  
  —¡Chou Chang, Chou Chang! —clamó Yasunara, poniéndose de pie.
  
  —¡Ah, sí, Chou Chang! —repitió el ruso, golpeando juntas dos cabezas de mongoles—. ¿Dónde está ese sonriente canalla con voz de mujer?
  
  Por toda respuesta, se oyó el estrépito de una puerta de acero. Camarada saltó sobre Yasunara y la apretó sin misericordia.
  
  —Y ahora, Flor del Laúd, Hija del Dragón ... ¡Hija de la Inmundicia!
  
  Ella pataleó frenética; después hundió los dientecillos en el antebrazo del ruso, que lanzó un aullido de ira y dolor. Luego, con una maldición, le descargó un violento puñetazo en la barbilla. La mujer se desplomó sin ninguna elegancia y quedó en el suelo, inmóvil. El ruso dedicó entonces su atención a un mongol que se lanzaba sobre Nick; lo levantó y lo hizo girar por el aire.
  
  Frente a Nick Carter, el esquelético Mandarín se movía como una sombra, puñal en mano. Nick, a quien no le gustaban las matanzas prolongadas, ya estaba harto: después de desarmar al chino, levantó al estilete para el golpe final... y lo dejó caer al suelo. Súbitamente, sintió la necesidad de matar a aquella bestia desarmada con sus propias manos.
  
  Con un salvaje grito de triunfo, Camarada lanzó al mongol dentro del tanque. Hubo un desesperado agitar de las aguas, y luego la cara aterrada del desdichado salió a la superficie, buscando la escalera, para en seguida volver a desaparecer ante el ataque de una monstruosa tortuga. El alarido del mongol se ahogó en un borboteo; burbujas y rojos chorros de sangre poblaron el agua verdosa. Otro mongol, que presenciaba la escena, no vio siquiera el puño del ruso que le dio entre los ojos, derribándolo sobre el corpachón de Wong Fat. Entonces Camarada se apresuró a ir en ayuda de su amigo norteamericano.
  
  Nick no necesita ninguna ayuda. Él y el Mandarín rodaban confundidos en un abrazo de muerte; las manos del agente secreto apretaban el cuello esquelético del jefe de La Garra, sin hacer caso de sus desesperados forcejeos.
  
  Cuando al fin aflojó la presión, el Mandarín quedó inmóvil para siempre.
  
  Jadeante, Nick se irguió, bañado en sudor. Al ver a Hugo Júnior fue en su busca... justo a tiempo. A pocos metros de allí, Camarada luchaba con un robusto mongol, sin poder impedir que otro saltara sobre Nick. En ese preciso momento, Carter levantó el estilete y lo hundió en el pecho de su atacante, que cayó con expresión de sorpresa.
  
  Con rapidez, Nick se apoderó del látigo que dejara caer el Mandarín. Luego miró a su alrededor; los mongoles sobrevivientes se dejaron caer de cara al suelo. El Mandarín, Emperador de la Ciudad Prohibida y alma de La Garra, yacía muerto en el suelo, y sobre él se alzaba la musculosa silueta de un hombre que empuñaba el látigo.
  
  —Arriba —ordenó Nick haciéndolo restallar sobre sus cabezas—. Vuestro amo está muerto. Dos de ustedes ... recojan su cadáver y échenlo a las tortugas, sus preferidas. ¡Vamos!
  
  Cuando hizo restallar una vez más el látigo, dos de ellos se incorporaron como autómatas, levantaron el horrendo cadáver, lo llevaron escalera arriba y lo arrojaron al interior del tanque. Entre remolinos de agua, las tortugas juguetearon con su comida...
  
  —Y se supone que yo soy el despiadado —rio Camarada—. ¿Para qué hiciste eso?
  
  —Porque tengo la horrible sensación de que ese hombre es capaz de regresar de entre los muertos. Parecía haber muerto muchas veces antes.
  
  —Comparto tus sentimientos —asintió el ruso, quien, precavido arrancó el estilete del cadáver del mongol—. Debemos conservar esta arma tan útil.
  
  —Vámonos de aquí. No sé dónde estará Chou Chang, pero si no nos damos prisa pronto regresará con las tropas. Todavía nos queda mucho por andar.
  
  Camarada apuntó con la hoja del estilete al tembloroso Wong Fat.
  
  —Sal de tu agujero, gordo; si nos ayudas no te haremos caño. Nos guiarás para salir de aquí.
  
  Wong Fat salió de un nicho.
  
  —¡Sí, sí, pero tenemos que apresurarnos! —barbotó—. Si nos sorprenden ahora, el juicio de los doce sacerdotes con las doce llaves nos será adverso. De prisa, de prisa..,
  
  —Hacia dónde, charlatán estúpido?
  
  Mientras los escuchaba hablar, Nick consideró la conveniencia de llevarse el puñal curvo del Mandarín, pero decidió que de poco le serviría, y además le repugnaba la idea de tocarlo. Camarada llevaba el estilete; él tenía el látigo. Allegándose junto a Yasunara, se la echó al hombro; era liviana como una bolsa de plumas.
  
  —¿Para qué la traes? —gruñó el ruso.
  
  —Puede venirnos bien como rehén.
  
  —Quizás ... Salgamos. Guíanos, gordo, y si llegas a gritar, será la última vez, te lo prometo.
  
  Los mongoles sobrevivientes permanecieron inmóviles, como en un trance. Nick retiró la llave de la puerta y la cerró al pasar; no era posible predecir cuánto tiempo permanecerían en ese estado.
  
  Así avanzaron por los laberintos hacia el Corredor del Norte y el pasadizo subterráneo. En alguna parte de las entrañas de la ciudad comenzaron a resonar los gongs; Wong Fat rogó que Buda lo protegiera y Camarada lo apremió. Nick los siguió en silencio, preguntándose qué les reservaría el sonriente y malvado Chou Chang, y dónde estaría.
  
  
  
  
  
  Capítulo 15
  
  
  
  
  El pasaje por donde los condujo Wong Fat era largo, oscuro y enredado. Habría sido imposible recorrerlo, a no ser por las antorchas llameantes ubicadas más o menos cada diez metros. El musgo cubría las paredes.
  
  —Debe haber agua cerca —murmuró el Camarada, cuya voz retumbó.
  
  —Sí, un río —asintió Nick—. Creo que por aquí tiene que haber una zona de descarga subterránea, ¿recuerdas? Coincide con el mapa, y es una salida directa hacia el río.
  
  Y sin embargo no oían rumor de agua ni otro ruido que el jadeo de Wong Fat y el eco de sus propios pasos. Súbitamente se hallaron en una bifurcación del túnel; tras una vacilación, Wong Fat indicó que debían tomar por la derecha. Nick asintió; la salida hacia el río tenía que estar en esa dirección. No se veían señales de persecución; la perspectiva de la libertad se abría ante ellos, y Carter, que llevaba consigo a Yasunara, se sintió reanimado, aunque casi exhausto. Con toda seguridad, el ruso experimentaba las mismas sensaciones. Al fin traspusieron una puerta y el aire frío de la noche les azotó las caras. Estaban en el interior de una caverna de húmedas paredes.
  
  Pero apenas si habían avanzado unos metros cuando varios reflectores, colocados en diferentes ángulos, rasgaron la oscuridad y cegaron a los fugitivos con su resplandor. Todos se vieron atrapados como moscas en medio de una lluvia de insecticida.
  
  —No disparéis —se oyó la voz razonable de Chou Chang—Heriríais a la Hija del Dragón.
  
  Wong Fat lanzó un gemido. Nick y Camarada sintieron el amargo sabor de la derrota, cuando se creían tan cerca de la liberación; no era difícil comprender. Chou Chang sabía que vendrían por aquella salida, que era la única, aparte de la custodiada puerta principal. Así, los había esperado con hombres armados y luces en cantidad.
  
  —Estamos perdidos. Stewart —murmuró amargamente el ruso—. ¿Intentamos huir?
  
  —No, espera. Si tenemos que morir, nos llevaremos con nosotros a ese canalla de Chou Chang, dondequiera que esté.
  
  Como en respuesta a sus palabras, volvió a oírse la culta voz del chino.
  
  —Unos pocos datos, honorables visitantes ... Les conviene saber que les apuntan seis ametralladoras de calibre 50. Al final de esta caverna, que mide unos cien metros, de largo, hay un túnel ascendente, y más allá, altos árboles que pueden brindarles refugio. Sin embargo, lo más probable es que los proyectiles los hagan pedazos antes de que puedan adelantar un metro. Por otro lado, si permanecen donde están, los Guardias irán en su busca. Les aseguro que podríamos matarlos ahora mismo, pero preferimos esperar; los matadores de nuestro Mandarín merecen sufrir mil y una muertes por su vil acción. Aunque quizás logren persuadir al sucesor del Mandarín, este insignificante servidor, para que los deje vivir... un día, una semana, varios meses. ¿Quién sabe? Todo es cuestión de suerte... y la elección es vuestra.
  
  No había elección posible, y Wong Fat, que lo sabía, perdido el juicio ante las inflexiones burlonas de aquella voz, lanzó un grito inhumano y corrió tambaleante. Instantáneamente, media docena de ametralladores rompieron el fuego a la vez con estrépito ensordecedor. Fue un espectáculo horrendo y fascinante a la vez; el plomo silbó, perforó y golpeó; parecía venir de ninguna parte, e hizo trizas el gordo cuerpo de Wong Fat, que ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de quedar convertido en jirones. Conteniendo el aliento, Nick apartó la mirada.
  
  Las descargas cesaron, aunque sus ecos se repitieron largo rato aún. Camarada maldecía con fluidez; Yasunara se agitó, despertando. Nick le apretó un nervio sensible y la mujer volvió a desplomarse.
  
  —¿Les gustó la exhibición, amigos? —preguntó la voz de Chou Chang, pero ellos hicieron caso omiso de la pregunta.
  
  —¿De dónde crees que proviene esa voz?
  
  —Desde encima de aquella supuesta salida, que ya no veo, de paso sea dicho.
  
  —Ni yo, pero conocemos su ubicación aproximada. Vamos hacia allí con la protección de esta Hija del Diablo.
  
  Se adelantaron con cautela, sosteniendo entre ambos el flojo cuerpo de la mujer.
  
  —¡Quietos! —ordenó la voz—. Suelten inmediatamente a la Hija del Dragón. No pueden cubrirse con ella desde todos lados a la vez, contra todas mis armas.
  
  —Camarada, creo que esto no dará resultado —susurró Nick—. Probemos otra cosa... matémosla.
  
  —En tal caso no nos quedará sino un. estilete y un látigo. Uno de nosotros podría salir de aquí escudándose en ella, y ese tendrías que ser tú, ya que ...
  
  —No; no es sólo salir lo que me interesa. Quiero liquidar a Chou, que a su modo es tan peligroso como el Mandarín. Probemos de hacerlo salir... y morir combatiendo, no en alguna cámara de tortura o huyendo como ratas.
  
  —¡Bien dicho, amigo mío! Haz tú las negociaciones —aprobó el ruso.
  
  —Tómala por la garganta —indicó Carter al ver que Yasunara despertaba otra vez.
  
  Al advertir lo que sucedía, la mujer sonrió burlona mente.
  
  —Así que ahora morirán, cerdos
  
  —susurró.
  
  —Y tú con nosotros —replicó Nick con toda calma—. y ahora calla, que tenemos asuntos por atender. ¡Chou Chang! —gritó—. Muéstrate; trataremos contigo.
  
  —¿Qué trato pueden hacer? —rio el chino en respuesta—. Sé que ya no confesarán la verdad. Sólo les queda una alternativa: quedarse allí y esperar, o correr y rogar.
  
  —Entonces, ¿no te importa lo que pueda sucederle a Yasunara? ¿No te interesa si muere? Estoy seguro de que a ella sí le importa mucho. Muéstrate, y lo bastante cerca como para que podamos conversar razonablemente; de lo contrario le romperemos el cuello. No fingimos, Chou Chang; odiamos a esta mujer y deseamos su muerte; si demoras un momento, morirá estrangulada.
  
  Camarada apretó la garganta de la china, que gritó como un alma condenada. De las sombras se elevó un extraño murmullo, como el coro de otras almas que sufrieran su tormento. Al fin, una voz similar a la de un sacerdote durante la misa surgió de la oscuridad:
  
  —Muéstrate, mal sucesor del Mandarín. Si la Flor del Cielo sufre algún daño, tú también morirás. ¡En el nombre de Buda, adelántate, como lo haremos nosotros!
  
  Empuñando una pistola del 45, Chou Chang salió de entre las sombras al extremo opuesto de la caverna y se adelantó hacia ellos con lentitud. Con una exclamación de triunfo, Camarada soltó el cuello de Yasunara; echó atrás el brazo y el estilete voló por el aire como una flecha disparada por un arco. Chou Chang, con el espanto pintado en el rostro, intentó esquivarlo arrojándose de rodillas, pero no pudo evitar que la hoja le penetrara en el costado derecho, arriba. Con un grito, se arrancó el cuchillo.
  
  Nick sintió que Yasunara se retorcía; súbitamente la vio extraer de entre sus vestimentas una daga curva, similar a la del Mandarín, con la cual intentó herirlo. Antes de que pudiera repetirlo, Nick la derribó de un golpe en la sien.
  
  Varias cosas sucedieron en forma casi simultánea; Camarada recibió una cuchillada de Yasunara en el tobillo; doce siluetas, con túnicas y capuchas, salieron a la luz. La mujer corrió hacia ellas con los brazos tendidos. Los doce extraños hombres eran de estatura pareja y similares características: rostros suaves, cabezas calvas y brillantes, y grandes llaves que pendían sobre sus pechos. Nick se preguntó si serían agentes de La Garra o quizás creyentes sinceros que, sin saberlo, servían los designios del Mandarín. Fueran lo que fueran, formaron un círculo protector alrededor de Yasunara, mas no intentaron atacar a Nick ni al ruso. Alzaron los brazos derechos en una especie de bendición, y ella se inclinó con extraña humildad.
  
  Arrodillándose, Nick arrancó el vendaje de sus pies, extrayendo una cápsula alargada. Ya tenían encima a los Guardias, que los rodearon con presteza, rifles en mano. La voz de Chou Chang, mucho menos agradable y mesurada que antes, resonó una vez más:
  
  —Rápido, ponerse en línea para el fusilamiento ,..
  
  Los dedos de Nick tironearon frenéticamente de la cápsula de gas, que estaba atascada. Quizás el polvo y el sudor habían estropeado el diminuto mecanismo.
  
  Los dos agentes secretos se miraron.
  
  —Stewart, sé que ahora vamos a morir —tronó el ruso—. Quiero que sepas que soy X-17 y una vez fui tu enemigo jurado, pero ya no. Eres un hombre de valor. Ya no podremos volver a hablar, así que debes comprender lo que te digo.
  
  —Lo comprendo, amigo mío. Y gracias; ha sido un honor trabajar contigo.
  
  Camarada sonrió con expresión casi feliz. Los Guardias levantaron sus rifles.
  
  —Adiós, Stewart —susurró el ruso.
  
  —Un último intento —propuso Nick Carter—. Nos llevaremos un par de ellos al infierno.
  
  Echando atrás la cabeza, el soviético lanzó una carcajada.
  
  —¡Que allá también trabajemos juntos!
  
  
  
  
  
  Capítulo 16
  
  
  
  
  Chou Chang jamás llegó a emitir la orden que se aprestaba a dar.
  
  El látigo del Mandarín, empuñado por Carter, voló como una cobra al atacar y se enroscó alrededor del guardia más cercano, haciéndolo girar y arrancándole el riñe de los dedos insensibles. Lanzando un triunfal grito de guerra, Camarada entró en acción con la velocidad de un rayo. Giró como un trompo, aplastó de un puñetazo la cara de un miembro de la guardia y le quitó el rifle. Otros dos rifles vomitaron fuego sin resultado; su blanco ya no estaba allí. Dos culatas se movieron al mismo tiempo y dos guardias se desplomaron; todo aquello duró unos segundos, pero aún quedaba la peor amenaza: la de los proyectiles de calibre cincuenta.
  
  Yasunara y sus doce sumos sacerdotes estaban como inmovilizados; gritando de rabia, Chou Chang disparó con su pistola, pero los dos agentes secretos, actuando en perfecto acuerdo, ya estaban de bruces en el suelo y hacían fuego contra los reflectores. Uno de ellos se apagó, destrozado; una parte de la caverna quedó en sombras. A ese reflector le siguió otro, alcanzado por una bala de Camarada; Yasunara y sus sacerdotes echaron a correr entre un agitar de túnicas. Una o más de las ametralladoras comenzó a disparar, aunque no contra las siluetas de Nick y el ruso, que corrían agazapados.
  
  —¡Alto el fuego! —gritó Chou Chang—. ¡Esperen hasta que la Hija del Dragón haya abandonado la caverna!
  
  Nick disparó tres veces hacia el lugar de donde provenía aquella voz angustiada, y tuvo la satisfacción de oír un alarido. De rodillas, con el traje ensangrentado, Chou hizo fuego a su vez; Nick, esquivándose, siguió corriendo y tratando de abrir la cápsula atascada.
  
  Camarada, que giraba como un derviche, disminuyó la velocidad para disparar contra el grupo de sacerdotes que corrían en procura de la invisible salida. Uno de ellos cayó con un grito; Camarada rugió de júbilo. Nick, que seguía su carrera hacia la salida del río, donde se veía un semicírculo de tenue luz, tropezó con Yasunara; entonces la derribó. Dos sacerdotes se precipitaron en su ayuda ; Nick la retuvo con un pie sobre la espalda y blandió el rifle, cuya culata utilizó para ponerlos fuera de combate. De reojo vio que Chou Chang se desplomaba en tierra, dejando caer la pistola. Camarada acudía en ayuda de Nick, a quien rodeaban los sacerdotes.
  
  Yasunara logró liberarse, ponerse de pie y emprender la fuga, seguida por el ruso. Se oyeron los gongs que daban la alarma; sin que se advirtiera entre aquel estrépito y la confusión de los sacerdotes que huían, la mujer sacó a relucir la daga. Camarada la alcanzó y la apretó en un abrazo mortal. Varias figuras irrumpieron por la puerta del pasadizo; Nick dejó caer el rifle descargado e intentó una vez más hacer funcionar el mecanismo de la cápsula. Esta vez lo consiguió; arrancó la tapa protectora y gritó antes de contener el aliento:
  
  —¡Camarada, aguanta!
  
  Pero Camarada no podía huir. Atrapada en su abrazo, Yasunara le había hundido en el cuerpo, una y otra vez, la hoja de su daga. El ruso, entonces, lanzó un potente suspiro y le rodeó el cuello con ambas manos.
  
  —Adiós, Hija del Diablo —dijo con voz extrañamente queda.
  
  La sonrisa de triunfo de la mujer se convirtió en una mueca de horror; aunque la vida del agente secreto escapaba por sus heridas, no aflojaba la presión. Ambos se desplomaron juntos.
  
  Nick se arrojó sobre ellos, tratando de apartar de la garganta de Yasunara las manos de su compañero, pero fue inútil. Ya el gas mortífero llenaba el aire de la caverna subterránea; la Hija del Dragón moriría con Camarada. Hubo un crujido; recién entonces el ruso la soltó y ella se deslizó hasta el suelo, con el cuello quebrado, como un árbol que se abate, el ruso también cayó.
  
  —Camarada
  
  —murmuró Nick, arrodillándose junto a él. —Stewart... cumpliste con honor. Muchas gracias ... mi gran ... amigo
  
  Eso fue todo. Camarada cerró los ojos y quedó silencioso. Nick le tomó la mano derecha un instante; luego se incorporó y echó a correr. Casi de cabeza se lanzó hacia la tenue luz natural que se veía brillar al fondo de la averna; vio que un sacerdote se llevaba las manos a la garganta y caía ahogándose. Un coro de gritos discordamos se elevó de las profundidades de la caverna; también ellos cesaron.
  
  Ya no le quedaba tiempo para pensar en los muertos, ni siquiera para imaginar lo que podía suceder luego; solo podía huir, sintiendo la tortura de sus pulmones, que parecían a punto de estallar. Al fin se encontró afuera y pudo abrir la boca, aspirando el aire puro.
  
  Una oscura silueta, ataviada con el uniforme de un Guardia, pasó con lentitud frente a la oscura boca del túnel, armado de carabina. Nick saltó sobre él y, tras dominarlo, le quitó las ropas y se las puso.
  
  No se veían otras señales de vida; sólo se oía cercano el suave rumor del agua. Era tiempo de partir.
  
  Guiado por su olfato y por el ruido de las aguas, Nick se encaminó hacia el río, donde esperaba encontrar un bote, pero no lo halló. Entonces echó a andar por la ribera; al fin, tras una curva, divisó una silueta indistinta en el río: una lancha o algo parecido, que navegaba sin luces.
  
  Fue entonces cuando sus oídos le dijeron algo imposible; alguien silbaba, y la melodía no tenía nada de china. Era una antigua canción norteamericana:
  
  “Lizzie Borden tomó un hacha
  
  y dio a su madre cuarenta hachazos;
  
  cuando terminó, dio a su padre cuarenta y uno.”
  
  Al principio sus labios resecos no pudieron formar el silbido de respuesta, pero cuando lo hizo, una figura se asomó desde la lancha y preguntó en chino:
  
  —¿Tú eres el que hacha cerezos?
  
  —Sí, soy yo, pero por hoy he dejado de hachar.
  
  —En tal caso estarás fatigado. Sube a bordo y descansa; no es fácil encontrar un buen hachero. Nos alegramos de haberte hallado.
  
  Él se adelantó cauteloso, con la carabina lista.
  
  —¿Quién eres? ¿Estás sola?
  
  —La verdadera Mujer Dragón. No, no estoy sola; tengo acompañantes de grandes músculos y buenas armas. Apúrate, que en este hediondo río está haciendo mucho frío.
  
  ¡Era su Mujer Dragón, tan descarada como siempre! Cuando la lancha estuvo junto a la costa, alguien le tendió un brazo para ayudarlo a subir; dos musculosos boteros lo saludaron con sonrisas norteamericanas en sus facciones orientales.
  
  —¡Julie! ¿Eres tú, de veras? —exclamó Nick una vez a bordo.
  
  —Soy yo, sí, y me alegro de verte, aunque tienes un aspecto terrible. —La voz le tembló un poco—. Ven; te preparamos una cama.
  
  —¿Cómo supiste dónde encontrarme?
  
  —No había mucho que elegir; a juzgar por tu informe, si lograbas escapar, tendría que ser por aquí. Te confieso que no creí que lo lograrías. ¿Y La Garra? ¿Terminaste con ellos?
  
  —Con los tres principales y Dios sabe cuántos de sus secuaces —asintió Nick, que frunció el entrecejo al recordar a Camarada.
  
  Como si leyera sus pensamientos, la joven preguntó:
  
  —¿Y el ruso?
  
  Nick hizo un ademán que indicaba su fin.
  
  —Llegué a estimarlo —dijo, como si eso explicara todo—. Y ahora, Julie, ven conmigo.
  
  —No estamos solos, Nick, y tienes que descansar. Siempre tendremos tiempo mañana, o pasado mañana.
  
  Los párpados de Nick Carter se cerraron. Como en un sueño, oyó que la lancha cobraba velocidad. Los pensamientos pasaron por su mente en confusión. Taka... cobra ... Camarada... La Garra. Las armas perdidas. La mano de Julie que le acariciaba el rostro, que lo cubría con una manta. Judas, vivo todavía para esparcir su veneno.
  
  Pero el Mandarín estaba muerto, terminadas para siempre sus siniestras maquinaciones. Por el momento, al menos, la amenaza de guerra se disipaba. Algún día terminaría también con Judas... y siempre podía encontrar otra Wilhelmina, Hugo y Pierre.
  
  Se durmió con el roce de un beso en sus labios.
  
  
  
  
  
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